Sven caminó durante veinte días de sol a sol, siempre seguido por un cuervo que unas veces se adelantaba y otras se retrasaba, y sólo desaparecía cuando se acercaban a algún castillo o aldea. Algunas veces otros cuervos se unían al primero e intercambiaban graznidos. Los cuervos de san Vicente lo trataban como a un peregrino más de los que acudían al santuario.
Al cabo de muchos días llegó a un paraje desolado, tierras pedregosas surcadas por arroyos secos en las que crecían algunos arbustos tumbados por los vientos oceánicos. Olía a yodo y a mar, aunque no se veía el agua porque estaba bajo los acantilados. Sven distinguió a lo lejos una bandada de cuervos que volaba en círculos. Se dirigió hacia aquel lugar y llegó a una humilde cerca de piedra no más alta que las rodillas de un hombre, derrumbada a trechos, a trechos sustituida por matas de espino. Un hombre con chilaba y bordón esperaba sentado en una de las dos grandes piedras que delimitaban la entrada. Al llegar Sven se levantó y se echó hacia atrás la capucha que le cubría el rostro revelando los familiares rasgos de Asmodeo, el mago.
—Llevaba tiempo sin verte —dijo Sven sin mucho entusiasmo—. Creía que te habías olvidado de mí.
—No me he olvidado de ti ni de nuestro trato —respondió Asmodeo con voz fatigada—. Sé que tienes la Honda.
Sven le entregó la piedra.
—Quédatela. A mí sólo me interesa la recompensa. Asmodeo la guardó.
—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó el guerrero.
Los emisarios del Papa buscan las dos piedras que les faltan, la Granito y la Dolida. Están en tierras de moros. Debes adelantarte y arrebatárselas.
—¿Dónde están? Asmodeo señaló al cielo.
—Los cuervos te guiarán.
Sven hizo ademán de retirarse, pero Asmodeo lo detuvo por el brazo. La mano del mago quemaba como un cuchillo al sol.
—¿No quieres visitar el santuario?
Sven se encogió de hombros y se dejó conducir.
El santuario era un humilde morabito cubierto por una cúpula de media naranja, todo blanqueado, que se asomaba al borde del acantilado batido por el océano.
—Este es el Cabo Sagrado de Estrabón, un sabio antiguo que escribió de estas tierras —dijo Asmodeo—. El santuario al que peregrinó el pagano Artemidoro cien años antes de Cristo.
Salieron un grupo de peregrinos musulmanes y dos cristianos ataviados a la italiana.
—¿Qué hacen esos cristianos en una mezquita? Asmodeo sonrió:
—¿Y quién te dice que es una mezquita? Es un lugar sagrado de la Diosa, más antiguo que todas las mezquitas y que todas las iglesias. Los peregrinos que acuden aquí dejan sus afanes y sus mezquindades religiosas donde tú has dejado la espada.
Una puerta angosta, de madera tan reseca que parecía acribillada de cuchilladas, conducía a un recinto cuadrado en cuyo centro había tres piedras esféricas de una braza de diámetro. Los devotos vertían sobre ellas sus cantimploras, mojaban las manos en el líquido que resbalaba por la piedra y se untaban con él la cabeza, las llagas y los miembros enfermos. Un regato conducía el agua sobrante al exterior, para irrigar el huertecillo del ermitaño.
—Esta ermita la destruyeron los almorávides —dijo Asmodeo—, pero sus devotos la reconstruyeron.
Los cuervos se posaban sobre la blanca cúpula, graznaban y aleteaban.
—Míralos: parecen negros, pero si te fijas contienen los tres colores de la Diosa, los colores de la luna: negro, rojo y blanco.
Sven no dijo nada. Todo aquello le parecía una pérdida de tiempo para consuelo de gentes débiles y supersticiosas incapaces de regir sus vidas. Él sólo fiaba de su espada. La recuperó a la salida del recinto, se despidió de Asmodeo y se marchó sin volver la cabeza, tras el vuelo de un cuervo que lo llevaba hacia el sur.