CAPÍTULO LXXII

No era media mañana todavía y el sol probaba ya a derretir las piedras. Los viajeros avanzaban silenciosos por el camino polvoriento, sin un árbol a la vista, sin una sombra piadosa que los cobijara en los descansos. Hacía rato que percibían un sonido parecido al de un trueno lejano, que a veces se perdía y a veces sonaba más vivo, según los caprichos del viento.

—Parece que vamos a tener tormenta —dijo Cantacuzanos.

—No creo que sea tormenta —opinó Pedro el Raposo.

El ruido crecía a medida que caminaban. Los caballos estaban inquietos, con las orejas aguzadas.

—¿Tambores? —dijo Grontal—. Como en Tierra Santa. En efecto. Eran tambores.

Llegaron a un otero desde el que se dominaba un valle angosto lleno de piedras y arbustos escuálidos. En el centro, en un pequeño claro, había un espacio cuadriculado con piedras como la cabeza de un hombre, entre las que brillaba, como un espejo, una delgada lámina de agua. Junto a las piedras había montoncitos de tierra blanca que destellaban al sol.

—Una salina —señaló Pedro el Raposo—. He vivido en Castilla y tengo vistas muchas. La gente de esta tierra no saca la sal de las minas, sino de los arroyos.

Los tambores sonaron más próximos. A un lado y a otro del valle, entre las rocas graníticas, aparecieron dos mesnadas de hasta quince hombres cada una, algunos a caballo y otros a pie, todos armados para la guerra. Detrás de cada grupo venía media docena de auxiliares provistos de grandes tambores que parcheaban sin cesar.

—He ahí el origen del ruido —dijo Lucas de Tarento.

A la derecha, en un berrocal herboso, un pastor joven con diez cabras se disponía a asistir al enfrentamiento con visible satisfacción.

—¡Eh! Tú —lo llamó Pedro el Raposo—. ¿Quiénes son esos y por qué se pelean?

El pastorcillo sufrió un sobresalto. Con el ruido de la tamborrada no los había visto llegar.

—Señor, ¿sois bandidos?

—No temas —dijo el Raposo—. Somos gente de paz. Contesta a lo que se te pregunta.

—Ese caballero que manda a los que salen por la izquierda es don Nuño Puñonrostro del Berrueco y el que sale por la derecha es don Ordoño Matamoros de la Peña Tajada. Son primos, pero hace tiempo que contienden a causa de esta salina que el abuelo de entrambos, al testar; no aclaró a quién se la dejaba porque en la agonía le vino un golpe de tos y no se le entendió si decía Nuño u Ordoño, e incluso hay quien opina que lo que dijo fue «coño».

—¿Y por esta mierda de salina se matan? —preguntó el Raposo.

—No es por la sal, señor, que sólo da un par de sacos al año, terrosa y mala, sino porque, como llevan tanto tiempo contendiendo por ella, se han llamado cosas muy gruesas y ya está el honor de por medio.

Los contendientes habían llegado cada uno a un extremo de la salina y se habían detenido. Lucas de Tarento observó cómo formaban sus haces en cuña, la infantería detrás, como si cada uno dispusiera de un gran ejército. Los arqueros se habían quedado un poco más retrasados, al resguardo de unas peñas y montaban sus arcos o clavaban las saetas en la tierra, delante de cada posición, para tenerlas más a mano.

—¿Y suelen tardar mucho en dilucidar las diferencias? —preguntó Lucas de Tarento.

El pastor se encogió de hombros.

—Algunas veces todo el día, señor, con un descanso en medio para comer y sestear. Cuando hay unos cuantos muertos por cada lado y otros tantos heridos, recogen el campo y se van sin decidir quién ganó, hasta otro año si viene bueno. Si flojea la cosecha, ese año no pelean, por falta de fuerzas, no porque depongan las enemistades.

Lucas comprendió. Después de reflexionar un momento le ordenó a Pedro el Raposo.

—A ver, Pedro, que suene ese cuerno.

Pedro se llevó el olifante a la boca y soltó un trompetazo ronco que se escuchó en todo el valle. Don Nuño Puñonrostro y don Ordoño Matamoros miraron en su dirección y vieron gentes de armas.

Don Ordoño Matamoros gritó a su primo y enemigo:

—¡Tregua, primo, veo quiénes son y enseguida reanudamos el negocio por donde lo dejamos!

El otro asintió. Matamoros abandonó su formación y cabalgó hacia el otero donde se habían parado los visitantes. Después de dudarlo un momento, su primo lo imitó, por no parecer menos. Se acercaron a Lucas de Tarento. Los dos eran más bien chaparros, pero fornidos, cejijuntos y carirredondos, lo que les daba un aire de familia.

—¿Quiénes sois y en contra de quién venís? —preguntó Matamoros.

—Somos cristianos de Tierra Santa que peregrinamos a las Españas por encargo de su santidad el Papa y de los ilustres reyes de Francia y de Inglaterra —informó Cantacuzanos.

—Nuestros primos —se ufanó Puñonrostro.

—Sí —afirmó Matamoros—. Somos parientes de los reyes de la Cristiandad, por la bisabuela Jacoba que en gloria esté.

Los primos se santiguaron en memoria de la anciana.

Cantacuzanos los imitó.

—Sabemos que tenéis diferencias sobre esta salina y que el asunto ha hecho correr mucha sangre —dijo Cantacuzanos—. Por eso, y en virtud de las prerrogativas y poderes que mi cargo papal me confiere, estoy en disposición de promulgar una tregua de Dios y una solemne y pontificia concordia perpetua entre vosotros.

Los primos se miraron.

—¿Tú qué dices Nuño? —preguntó Ordoño.

—Hombre, viniendo del Papa de Roma… —opinó Puñonrostro.

—La concordia sólo tiene un artículo —prosiguió Cantacuzanos—. A partir de hoy os turnaréis pacíficamente en la posesión y explotación de la salina, un año Nuño y otro año Ordoño y lo mismo harán vuestros sucesores que la heredarán conjuntamente hasta el final de los días, cuando suenen las trompetas del Juicio Final y todos comparezcamos en el valle de Josafat.

—¿Y quién empieza primero? —preguntó Ordoño suspicaz.

—Este año le tocará explotarla —intervino Pedro el Raposo—, al que pague el banquete de la concordia que se ha de dar en este mismo lugar y hora, que ya va siendo la de almorzar.

Los dos primos se apearon y estuvieron un rato discutiendo, pues, en caballería, cada uno le quería ceder el honor de pagar el banquete y empezar con la salina al otro hasta que, al final, arbitraron echarlo a suertes y que sufragara la comida el afortunado que sacara la pajita más corta. Le tocó a Puñonrostro. Mientras su mayordomo discutía con el pastorcillo el precio de las dos peores cabras del hato, las dos mesnadas se regocijaban de la concordia y se juntaban en medio de la salina, pisoteando la sal, para abrazarse. El moro que cuidaba de la industria se quitó el turbante, lo arrojó al suelo y lo pisoteó con desesperación.

—Luego querréis la sal, paisa —se quejaba—. Todos los años lo mismo para bueno o para malo… Me hacéis polvo las piletas y luego querréis la sal…

Los celebrantes instalaron el campamento a la sombra de unos higuerones, tres o cuatro tiendas astrosas. Mientras unos mesnaderos cortaban leña, los cocineros sacrificaron las cabras, las despellejaron, las evisceraron, las frotaron con sal y hierbas aromáticas y las dispusieron sobre asadores improvisados. Dos corredores con sendos asnos fueron a la aldea más próxima a comprar vino sobre fiado.

Los dos primos, Puñonrostro y Matamoros competían por servir a Isbela y hacían gala de gentilezas de las que nadie los hubiera creído capaces viéndolos un rato antes, cuando proferían los insultos de ritual que preceden a la pelea, mentándose a sus madres respectivas, de costumbres, al parecer livianas, y manifestando dudas sobre la paternidad de los respectivos progenitores, así como otras lindezas que salpicaban a la común difunta parentela.

—¡Pelillos a la mar! —proponía Puñonrostro llevándose un pellejo de vino a la boca.

—¡Por el ánima de Jacoba, que nos bendice desde la derecha de Dios Padre! —brindaba el otro primo.

En eso estaban, entre regocijos, cantos y confraternización, cuando el escudero de Puñonrostro, un gordo que se había quejado de que dos cabras era poca carne para tanta gente, miró al camino y dijo:

—Llega más personal. Me parece que deberíamos matar otra cabra… El que llegaba era Guido, emborrizado con el polvo del camino, pues había cabalgado toda la noche para abreviar la última etapa, deseoso de reencontrarse con Isbela.

Isbela profirió un grito de sorpresa cuando reconoció al recién llegado. Corrió hacia él con los brazos abiertos y se fundieron en un apretado abrazo.

—Bien, bien, tórtolos, pero dejad algo para la boda —les gritó Pedro el Raposo.

Cantacuzanos adoptó la expresión severa de quien desaprueba toda efusión sentimental. El sabio clérigo, aunque versado en tantos saberes, no estaba al tanto de la nueva moda amorosa, de la que Guido era novicio, después de las charlas con el trovador Chretien de Troyes.

—Sé que has rescatado las dos piedras dragontías, la Melada y la Peregrina —le dijo al muchacho después de los saludos.

Guido se las entregó.

No he podido conseguir la Honda, maestro Jorge. Está en el país de los hielos, según me dijo una melusina.

Cantacuzanos asintió sombrío.

—La Honda es de naturaleza sociable. La más sociable de todas las dragontías, por eso ocupa la esquina inferior izquierda en el pectoral sagrado. Se las arreglará para reunirse con sus once hermanas cuando sepa que, después de tanto tiempo, se vuelven a juntar.

Los viajeros del Papa permanecieron durante dos días en compañía de los dos primos festejando la concordia y celebrando la nueva alianza. Al tercer día se despidieron y prosiguieron su viaje.

Después de caminar durante varias horas llegaron al río Lobos y atravesaron el cañón donde las encinas y las carrascas crecen entre los riscos en equilibrios inverosímiles. Aquella noche acamparon en un recodo del río lento y claro, al otro lado de la Cueva Negra, la vagina de la tierra.

—Os prohíbo que crucéis el río —advirtió Cantacuzanos—, porque en esa cueva maldita se rendía culto a la Abominación.

De las rocas de la cueva partió un buitre leonado con su lento batir de alas y fue a posarse en una cornisa del lado opuesto. Graznaban los buitrecitos en un nido invisible, reclamando la cena.

Pedro el Raposo había ballesteado un ciervo. Un anciano y hambriento ermitaño, que habitaba en una cueva alta, acudió al olor de la carne. Lo invitaron a cenar.

—¿Cómo vives en este lugar de Abominación? —le preguntó Cantacuzanos.

—Este lugar es sagrado —dijo el ermitaño mientras clavaba el diente en su tajada de carne—. Los templarios de Ucero están cortando la piedra para hacer una ermita delante de la Cueva Negra, una ermita a san Bartolomé, el santo que cambia de piel.

—Cambia de piel porque sus torturadores lo despellejaron —explicó Cantacuzanos.

El ermitaño sacudió la cabeza.

—El santo cambia de piel, como la antigua serpiente que habitaba en la raja, y él y Dios saben por qué lo hacen —dijo en un susurro apagado.

Cantacuzanos no replicó. Reconoció la sabiduría antigua en labios del anciano y prefirió guardar silencio porque ciertas revelaciones no eran para los oídos de sus compañeros. Aquella noche tomó a Lucas de Tarento aparte y estuvo hablando con él sobre las piedras y sobre el destino del joven Guido de Saint Bertevin.

—Es una señal de Dios que después de haber caminado por tantos senderos peligrosos, sin amparo alguno, pernoctando en prostíbulos que creía posadas, conserve inalterada su virginidad y su inocencia. Creo que ha llegado el momento de nombrarlo caballero, antes de que se desgracie su inocencia, lo que me temo que debe de estar al caer.

Lucas de Tarento convino en que, en lo que tocaba a las armas, el muchacho estaba completamente preparado. La claridad de juicio ya se la daría la vida con sus desengaños.

Terminaron de cenar, avivaron la candela para ahuyentar a los lobos y se echaron a dormir. El ermitaño no dormía. Acompañó a Pedro el Raposo en la guardia.

—Yo sé que tú tampoco duermes —le dijo—, aunque a veces lo finjas para parecer más humano.

Pedro el Raposo lo miró en silencio y luego escrutó las estrellas. Fue una noche larga y calurosa de primavera. Olía el campo y la felicidad de las criaturas brillaba sobre los arroyos y en los nidos pletóricos.

Dos días después atravesaron unas chozas, en Berlanga, y a través de un bosque de venerables encinas y viejos robles llegaron a una iglesia solitaria, una escueta nave de piedra que se alzaba en un cerrete, a media ladera, de cara al cierzo. Estaba rodeada de tumbas excavadas en la misma roca sobre la que se asentaba el edificio. Un manantial brotaba a unos pasos de distancia.

—Este es el lugar —dijo Cantacuzanos. Lucas de Tarento asintió.

—Acamparemos aquí —dijo.

Salió a recibirlos el ermitaño que guardaba la iglesia, un antiguo sargento de mesnada robusto, con la barba negra apenas moteada por algunas canas, con una cicatriz que le partía la ceja y le recorría la mejilla izquierda.

—¿Sois los enviados del Papa? —preguntó—. Os esperaba. Hace tiempo que está todo dispuesto.

Los viajeros entraron en la ermita por una puertecilla rematada con arco de herradura.

Gorgo se había sentado en una peña, conocedor de que en los lugares sagrados no se le permitía la entrada a los orcos, pero Pedro el Raposo reparó en él y le puso una mano en el hombro.

—Anda, pasa conmigo, pero no toques nada ni te separes de mi lado.

El semiorco asintió emocionado y siguió al escudero.

—Petah Tikvah —murmuró Pedro el Raposo posando su mano en la piedra del dintel.

Entraron. La ermita era oscura. Una docena de lamparillas distribuidas por nichos y repisas, sumadas a una rendija de luz que se filtraba desde una saetera orientada al Oriente, iluminaban apenas el interior. En el centro se elevaba una gruesa columna de cuyo remate partían graciosamente, como ramas de palmera, los nervios que sostenían la techumbre. A los pies de la iglesia, apoyado en la columna central, el coro alto se sostenía sobre dieciocho columnitas en tres filas de seis y una de cuatro. A la escasa luz de las lamparillas de sebo que el ermitaño les entregó, los visitantes admiraron los frescos de vivos colores que decoraban los muros: el elefante, el dromedario, el oso pardo, los perros rampantes, los animales extraños y desconocidos.

El ermitaño lo mostró todo elevando la linterna que sostenía en su mano fuerte y morena.

—Este es el viandante —señaló una de las figuras—. ¿A quién se parece?

El personaje iba vestido con un ropaje ocre con amplia capucha alzada y calzado de borceguíes azulados.

—¡Guido! —exclamó Isbela—. ¡Eres tú!

—Una simple coincidencia, aunque notable —reconoció Cantacuzanos. Otra pintura retrataba a un guerrero de noble porte embrazando un escudo redondo, antiguo, con borlas, y sosteniendo en la otra mano una delgada azagaya.

—Y este es mi señor Lucas —intervino Pedro el Raposo.

El ermitaño sonrió y acercó la luz al rostro de la pintura. El parecido era asombroso, aunque aquel diseño de escudo hacía mucho que había dejado de usarse. Lucas de Tarento sólo había conocido los escudos en cometa.

—Y este eres tú —dijo Isbela, entusiasmada, señalando el mural encima de la puerta que representaba a un cazador que arco en mano perseguía a un ciervo herido.

—Yo —convino el escudero—, sólo que ahora los ciervos se cazan con ballesta.

Quedaba una figura en un friso extenso. Un cazador a caballo, con un largo tridente en la mano, galopaba detrás de un podenco y dos galgos que perseguían a dos liebres.

Lucas de Tarento reconoció los rasgos de su antiguo discípulo Sven le Berg, en el tiempo de su mocedad, cuando aspiraba a ser un guerrero de Cristo, antes de vender su espada y deshonrar su nombre.

—La última figura —dijo el ermitaño señalando a un joven a caballo que sostenía jovialmente en su mano un halcón peregrino: el rey del Mundo, el que traerá la concordia y superará los odios que emponzoñan la tierra.

—El Resh Galutha —murmuró Cantacuzanos.

El ermitaño se volvió hacia él y escrutó su rostro, como si las palabras pronunciadas siguieran en su boca y pudiera leerlas. Guardó silencio y se dirigió a un ángulo oculto por las columnitas que sostenían el coro.

—Aquí tenéis la cueva santa —señaló la entrada de una caverna en un ángulo del muro.

Aquella noche, ante el fuego del campamento, el ermitaño contó la historia de san Baudelio, el patrón del lugar. «Cuando estaba en el desierto venció a la serpiente Groya y la expulsó de esta cueva y sobre ella levantó esta iglesia. La ermita permaneció mucho tiempo sin techo, sólo los muros, hasta que María Magdalena se le apareció en un sueño y lo enseñó a levantar una palmera de piedra en el centro, que sostuviera el mundo. Luego san Baudelio predicó contra los druidas y derribó los ídolos de la antigua religión».

El ermitaño excluyó del relato la última parte, quizá porque la ignoraba, cuando Baudelio interroga a un anciano druida, el último de Nimes, que le revela, antes de morir, cocimientos arcanos que modificaron para siempre su vida y lo movieron a retirarse a la soledad de los desiertos y hacerse ermitaño.

A día siguiente descansaron. Al atardecer, el caballero Lucas tomó aparte a Guido y le dijo:

—Guido, hace años que tu madre te confió a mi cuidado para que velara por ti en tu triste orfandad. Tu padre, que murió combatiendo a mi lado como un buen caballero, me enseñó cosas que yo ignoraba y me dio la medida del mundo. No puedo decir que el conocimiento me hiciera más feliz, pues en la ignorancia en que vivía tenía menos cuidados, pero el conocimiento me ha hecho más hombre al acercarme a la Verdad. Hay cosas que no puedo decirte porque yo mismo no las comprendo cabalmente, pero esta noche te vas a hacer caballero sobre la cueva santa, en la palmera de piedra que alberga a los elegidos. Creerás soñar y en ese sueño vas a atisbar la verdad. Esta noche mueres para que nazca otro que vive en ti y pugna por nacer. Ha llegado la hora. En lo sucesivo servirás a tu corazón y tu corazón no te engañará. Llevas mi bendición.

Se acercó Cantacuzanos. Guido se arrodilló y el clérigo le rodeó la cabeza con sus manos mientras murmuraba unos conjuros.

—Ahora ve al ermitaño y que él te enseñe el camino.

El ermitaño lo esperaba a la puerta de la iglesia. Entraron y cerró la puerta tras de sí. Llevaba una débil lamparilla de sebo que apenas alcanzaba a iluminar un rodal de losas mal encajadas.

—Sígueme —le dijo.

Del otro lado de la columna central, en la parte más despejada del templo, partía una escalera angosta que conducía al nivel superior del coro a la altura de las ramas de palmera que sostenían la techumbre. Entre el arranque de dos ramas había un agujero estrecho por el que apenas cabía una persona que no fuera demasiado corpulenta. El ermitaño acercó la lamparilla.

—Ahí tienes la capilla donde debes velar toda la noche —dijo—, el ojo de Dios, la tumba de Guido.

—¿Debo entrar?

El ermitaño asintió.

Guido se despojó de los zapatos y de la túnica parda y se quedó en camisa blanca. De esa guisa entró en el habitáculo. No era más ancho que un ataúd, y tan angosto que no permitía echarse como no fuera apoyándose en la pared. El ermitaño tomó una vasija del suelo y se la tendió al muchacho.

—Bebe.

Guido bebió un líquido denso y amargo.

—Es el agua de la vida que te ayudará en el tránsito —le dijo—. Mañana serás un caballero profeso y un hombre nuevo. El mancebo que eres ahora se queda aquí.

No habló más. Se fue llevándose la lamparilla y dejó a Guido en la más absoluta oscuridad, a solas con sus confusos sentimientos. Aquella noche larga de primavera floreció la violeta y rezumaron de verdor los prados, despertaron las semillas de la adormidera, de la espuela del caballero, del basilisco y del dondiego. Fuera de la ermita de san Baudelio la atmósfera estaba despejada, aunque hacía un tiempo nublado, húmedo y borrascoso. Llegaban de África las abubillas, nacían los primeros topos, despertaban en sus agujeros subterráneos las culebras bastardas, la hembra del búho real incubaba sus huevos. Todo lo percibía desde su nicho ciego Guido, el caballero, y sentía girar sobre sí los infinitos astros del firmamento, el sabio búho sobre el tejado con los ojos vueltos a Egipto, vigilantes de la noche. Salía de su nido la procesionaria del pino, los árboles exudaban resina, cuajaban las habas en los huertos, la hembra del jabalí paría entre las breñas, suspirando, mientras en el alto ciprés se conmovía el nido del cárabo al romper el polluelo la cáscara del huevo. Venía la golondrina y el tordo se marchaba. Guido lo percibía todo en la confusión de su alma, nubes y vientos, la minuciosa geografía de un cuerpo de mujer que nunca había recorrido, abrazado al corazón candente de la Abominación, comprendiendo, como iluminado por un súbito relámpago, la mentira de las grandes verdades por las que había jurado morir, por las que juraba ahora profesar las exigentes leyes de la caballería.

Un rayo de sol entró por una alta piquera, se deslizó por las pinturas del muro y fue a posarse en veloz carrera sobre la cabeza del muchacho que velaba sus armas en el nicho de la palmera. Resonó la tranca de la puerta de la ermita al descorrerse. El ermitaño subía la escalera del coro, con su paso poderoso, una alcarraza de agua fría en las manos. El nuevo caballero apagó en ella su sed prodigiosa.

—Ya es de día —dijo el ermitaño—. La ceremonia ha concluido. ¿Has pasado una buena noche, señor?

La primera vez que lo llamaban señor. Guido estaba tan confundido que no acertaba a articular palabra.

No te preocupes —dijo el ermitaño tendiéndole de nuevo la alcarraza de agua fría—. Lo que tenías que saber ya lo sabes, en tu corazón más que en tu memoria. Serás un buen caballero.

Afuera, delante de la hoguera que había alejado a los lobos, Cantacuzanos y Lucas de Tarento velaron también toda la noche mientras los demás dormían. Hablaron de muchas cosas, entre ellas algunas relativas a la Mesa de Salomón.

—Hace cuatrocientos años —explicó Cantacuzanos—, existía en la ciudad de Susa, en Mesopotamia, una academia judía cuya fundación se remontaba al tiempo en que los romanos destruyeron Jerusalén. Durante muchas generaciones aquella academia talmúdica veló celosamente por la transmisión de los secretos de la Mesa de Salomón. No todos los discípulos de la academia perseveraban en el estudio. A muchos, después de lustros de arduas lucubraciones, les ganaba la desesperanza y abandonaban la empresa, persuadidos de que nunca existió tal Mesa de Salomón, y decidían que se trataba tan solo de una leyenda talmúdica o de una broma pesada ideada por algún rabino loco. Pero otros estaban fervientemente convencidos de la existencia del misterioso objeto del que sólo sabían que estaba en occidente.

Llegó un momento en que sólo quedaron en la academia cuatro ancianos talmudistas, todos ellos notables por su sabiduría y piedad, pero los cuatro ancianos ya no tenían ningún discípulo que los sucediera. Los cuatro ancianos decidieron, de común acuerdo, partir para Occidente y buscar ellos mismos el secreto de Salomón: Vendieron los escasos bienes que la academia poseía y con el caudal que obtuvieron, sumado a las limosnas de gente caritativa, se procuraron sendos pasajes en una caravana especiera que iba al mar.

Llegados a Haifa se embarcaron para Italia en un cóncavo bajel pues sabían que los romanos habían llevado la Mesa a Roma junto con los otros tesoros del Templo. Cuando ya avistaban las costas, la nave naufragó y tres de los sabios perecieron ahogados. Al cuarto lo rescataron unos piratas y lo vendieron dentro de un lote de esclavos, a Rumahis, el famoso almirante del califa de Córdoba. Así fue como Moshé ben Hanok fue a parar a Córdoba donde la aljama, conocedora de su sabiduría, lo adquirió y le encomendó la escuela talmúdica de la ciudad. El sabio vivió todavía doce años, durante los cuales formó en la sabiduría a un discípulo, Hasday ben Chaprut, que luego sería ministro del califa y gran visir. Ese discípulo transmitió a otros la enseñanza secreta y así ha llegado hasta nosotros.

Con las claras del día, el ermitaño rescató a Guido de su nicho en la alta columna y lo devolvió al mundo ya transformado en caballero.

Afuera, en la pequeña explanada al pie de la iglesia, le habían preparado un modesto banquete de celebración. Guido asistió al agasajo con amabilidad ausente. Ni siquiera miró mucho a Isbela que había escogido para la ocasión su capa bizantina, azul, con reflejos dorados, y se había alcoholado los ojos. El nuevo caballero tenía la mirada perdida y estaba abstraído, lo que la muchacha disculpó, un poco decepcionada, atribuyéndolo a la falta de sueño.