Sven y la piedra Honda navegaron durante dos meses en distintos navíos, siempre proa al sur. El comienzo de la primavera con las gaviotas nuevas ejercitando sus vuelos, los tomó en Setúbal. En el mesón portuario El Cerdo Risueño el guerrero supo de la existencia de un viejo espadero ciego que vivía en la cuesta del castillo y adivinaba el futuro por el filo de las espadas y por las cicatrices de la mano. Fue a verlo a su casilla, poco más que un agujero abierto en el flanco de la montaña, con una fragua apagada que le servía de alacena. El viejo estaba sentado en una piedra a la puerta de su vivienda con las cuencas vacías de sus ojos vueltas al primer solecito de la mañana. La sombra silenciosa de Sven cayó sobre él.
—Te estaba esperando —dijo el viejo en tortuoso latín.
—¿Sabes quién soy?
—Un guerrero.
—Hay muchos guerreros —dijo Sven—. El mundo vive de las guerras.
—Un guerrero rubio, alto, fuerte, con un perpunte milanés de cuero y remaches y una espada alemana de pomo recto.
Todo eso se lo podía haber dicho cualquiera de los contertulios de la taberna que se le hubiera adelantado. El viejo adivinó las reservas del guerrero y añadió:
—Un hombre rubio que guarda en su macuto la piedra Honda.
—¿Cómo sabes eso? —inquirió Sven, sorprendido.
—Sé muchas cosas. Yo antes era el mejor espadero del reino. Venían caballeros de muy lejos a ponerse en cola para conseguir una espada mía. Las más las conocerás por la señal del triángulo cerca de la empuñadura. No son inferiores a las espadas de la India, forjadas con sangre humana.
No me has contestado —se impacientó Sven—. ¿Cómo sabes que tengo la piedra?
—Porque sirvo a Diana. Por eso me sacaron los ojos los pesquisidores del obispo Pereira.
—¿Diana?
—Otros la llaman la Abominación. La diosa bella que nos invita al amor y a la templanza. En mi familia éramos una casta de herreros que venía del principio de los tiempos y siempre habíamos servido a Diana en el bosque de Parem, a las orillas del Sado, en su santuario de piedra. Me sacaron los ojos por servirla y entonces ella me otorgó la clarividencia. Dame tus manos.
Sven le tendió las manos. El viejo las cogió y las estuvo palpando cuidadosamente por el dorso y por la palma. Se demoró en una amplia cicatriz que cruzaba el pulpejo de la mano derecha.
—Asmodeo de Sinán ¿lo conoces? Te espera en la ermita del fin del mundo.
—¿Dónde está eso?
—A nueve jornadas de aquí, en el cabo de san Vicente. En cuanto te pongas en camino los cuervos te guiarán al santuario. Que Diana te acompañe. Ahora, te ruego que no me quites el sol.