CAPÍTULO LXX

Los guardias de la puerta del León de Tolouse condujeron a Guido hasta el palacio del conde Trencavel, un bello edificio de piedra con un patio de columnas en el que una docena de niños, hijos del conde y de los criados de la casa, jugaban a liberar el Santo Sepulcro. Los hijos del conde, con cruces de trapo cosidas al hombro, llevaban las de ganar, como es natural, y breaban a palos, con sus espadas de madera, a los niños de la cara tiznada y él turbante de trapo. Ese era el precio que pagaban las criaturas por codearse con lo más alto.

Era mediodía. De las cocinas emanaba un estimulante aroma a carne de ciervo, rehogada en grasa de cerdo, que despertó el apetito de Guido.

El conde Trencavel era un hombre de mediana edad, enjuto, vestido con elegante jubón a la moda lombarda, una cadena de oro al pecho y la calva friolenta cubierta con una gorra de terciopelo. Estaba tocando la viola con un maestro de música italiano. Cuando aparecieron los guardias con taconeo marcial sobre las maderas del piso torció el gesto, molesto por la interrupción, pero en cuanto supo que el mancebo que traían a su presencia era Guido de St. Bertevin distendió el ceño y se deshizo en amabilidades.

—Bueno, maese Banqueri —le dijo al profesor—, dejemos la música por hoy, y atendamos los graves asuntos de gobierno.

El italiano se inclinó y salió de la habitación. Los dos guardias lo imitaron.

—Así que vos sois Guido de St. Bertevin —dijo Trencavel ensanchando la sonrisa—. ¡Por fin os dejáis ver! Hace meses que os esperaba. —Lo tomó del brazo familiarmente y lo llevó a una de las ventanas del salón. Le ofreció asiento a su lado en el banco de piedra abierto en el espesor del muro—. El caballero Lucas y los demás se cansaron de esperaros y cuando supieron que andabais liado con una ondina prosiguieron su viaje…

—¿Que yo andaba liado con una ondina? —exclamó el mancebo sin disimular su asombro.

—Eso fue lo que entendió el mago Cantacuzanos después de consultar un balde de agua bañada por la luna, que es oráculo infalible, pero tranquilizó a Lucas de Tarento asegurándole que sólo era cosa de una temporada.

—¡Sólo estuve un día con ella!

—Lo sé, pero los días de las ondinas son trimestres nuestros. Guido asintió un poco perplejo.

Trencavel se sonrió. Apretaba el brazo de su huésped con llaneza y camaradería.

—Ejem, ¿puedo preguntaros si la ondina se dio bien? Debo confesaros que tengo una poderosa razón personal que, abusando de vuestra amabilidad, me anima a inmiscuirme en vuestra vida íntima. Creo que en mi jurisdicción, en la fuente de Loeches, hay una ondina o ninfa o como la llamen. Yo no la he visto todavía, pero aseveran que vive allí y que algunas veces se deja ver, con unas, con unas… mamellas así. —Se colocó las manos a dos cuartas del pecho—. Y que si se le canta una canción dulce al son de una viola, se enternece y se entrega.

Guido comprendió la razón por la que el conde tomaba clases de viola.

No lo sé —repuso—. A la ondina inglesa no le tuve que cantar nada. Salió del arroyo (en el buen sentido) sin magia ni arte…

—Y… ¿se dio bien? Quiero decir, ¿establecisteis con ella alguna clase de interacción afectiva?

Guido se quedó pensando.

No señor, hasta donde yo recuerdo no hubo nada entre nosotros.

—Debe de ser que sin música no se dejan —suspiró Trencavel—. Bueno, en ese caso parece que voy por el buen camino.

El conde se sumió en sus pensamientos. Guido le notó que, como todos los obsesos, tenía cierta tendencia al ensimismamiento. Luego el conde sacudió la cabeza y regresó al presente:

—Como os decía, el caballero Lucas y los otros abandonaron la ciudad después de las Pascuas de Nuestro Señor, pero os dejaron por escrito el itinerario que seguirán para que os unáis a ellos. Mi secretario os facilitará la carta con las ciudades, los montes y los ríos.

—En ese caso partiré un día de estos —dijo Guido.

—Mi secretario os entregará pasaportes con el sello real que os librarán de cargas y pontazgos, así como las cartas de presentación para que los alcaldes del rey de Francia os ayuden por el camino. Ahora supongo que querréis descansar de vuestro viaje.

Trencavel agitó una campanita de plata y al momento compareció un paje vestido con librea dorada y roja, una calza de cada color, que condujo al invitado a su aposento, en el piso alto. Cuando remontaban la escalera se volvió para decirle:

—Señor, el escudero del caballero Lucas, un tal…

—Pedro el Raposo.

—Eso, Pedro el Raposo, un hombre muy simpático, me encomendó mucho que os dijera que Isbela de Merens se ha unido nuevamente a los viajeros.

Guido se detuvo en seco, sin poder disimular su excitación.

—¿Isbela? ¿Vos la visteis?

—Sí, señor, que la vi: llegó a la ciudad disfrazada de muchacho, con jubón y calzas, la daga al cinto, en un caballo enorme, con un baúl a la grupa, pero cuando descendió por esta escalera para la cena ya se había cambiado y era una doncella rubia, con su cofia encarnada, su vestido de corte azul, los pechitos apretados… muy rica si se me permite la expresión, que quiere ser laudatoria y no lúbrica.

Guido no estaba acostumbrado a un lenguaje tan alambicado. No entendía «laudatorio» ni «lúbrico». Puso cara de no entender.

—Quiero decir que estaba para follársela, señor —tradujo el paje al román paladino—. No sé si me explico.

Guido se dio por enterado.

—Se puso triste cuando preguntó por vos y le dijeron que andabais en las Inglaterras, al otro lado del mar —prosiguió el paje.

—Creo que no descansaré unos días —dijo Guido tomando una brusca determinación—. El servicio de la Cristiandad me requiere. Saldré mañana mismo.

Llegaron al aposento reservado al invitado, una habitación confortable con una cama alta rodeada de un dosel y un brasero de latón en el centro, que en invierno llenarían de ascuas para templar el cuarto. El paje se despidió. Guido cerró la puerta por dentro y se tendió en la cama a descansar del viaje mientras lo llamaban para el almuerzo.

Contemplando las vigas del techo decoradas con pinturas de escudos y escenas de torneos se quedó dormido y soñó, una vez más, con Isbela. Unos días atrás, en la posada había conocido a un trovador provenzal, un tal Chretien de Troyes, con el que había compartido unas cuantas frascas de vino en sana camaradería. Chretien le había explicado los misterios del amor cortés y lo había catequizado a la nueva religión de la entrega absoluta y desesperada a una dama. Desde entonces, por los caminos solitarios, en la florestas umbrías, sin más compañía que los pájaros, el día y la noche, el amor había crecido en el pecho juvenil y virgen de Guido de St. Bertevin. ¡El amor le rebosaba por las cinchas del caballo!

Aquel mediodía almorzaron en la sala principal del palacio, frente a una enorme chimenea de granito. Debido a la nueva moda galante, presidió la mesa la esposa del castellano, una morena fea, metida en arrobas, con el labio superior casi blanco de manteca de ballena porque se lo había lastimado al depilarse el mostacho en honor al huésped. Mirando a la condesa, Guido comprendió que Trencavel anduviera obsesionado por la ondina de la fuente de Loeches.

Fue una cena cortesana. El caldo de carne y pimienta, servido en una lujosa escudilla de plata con las armas de Trencavel troqueladas; pasó de mano en mano a la antigua usanza, cuidando cada comensal de posar los labios donde los había puesto la dama de más honor, y luego siguieron las carnes asadas y adobadas con distintas especias sobre la amplia rebanada de pan, servidas a la borgoñona, los seis platos simultáneamente en fuentes capaces que el maestresala presentaba a cada comensal. Antes de los postres entró maese Banqueri tañendo su viola al frente de media docena de mimos y ministriles que el conde Trencavel había convocado para honrar al ilustre invitado.

La cena fue más frugal y silenciosa porque asistía el anciano obispo de la diócesis de Chalons, que se había empeñado en bendecir al mancebo del Papa y, de paso, suplicaba que se le concediera la caridad de permitir que su médico particular, un judío que acompañaba al prelado a todas partes, incluso al excusado, pudiera presionar con las piedras dragontías cierto rodal de la cabeza episcopal bajo el que sospechaba que le estaba creciendo un tumor. Guido se apenó del anciano que no exigía desde su condición de obispo, sino que suplicaba desde su condición de enfermo y tomando la daga se descosió el borde del manto donde llevaba ocultas las dragontías.

—Te bendigo y te auguro un camino venturoso —le dijo el obispo antes de retirarse—. Eres joven y pronto serás hombre: no dejes de practicar la caridad, que es lo único que nos redime de esta vida miserable.

Aquella noche Guido durmió poco ante la expectativa del viaje que, ahora lo sabía, lo llevaría al lado de Isbela. Para siempre. Estaba tan abrasado en la pasión amorosa que no pensaba profesar más religión que la del amor a Isbela.

Amaneció y abrieron la puerta del León antes de la hora para que el conde Trencavel acompañara el primer trecho de camino al comisionado papal. Era un honor reservado a los más altos dignatarios, que Trencavel dispensaba al mancebo Guido en su calidad de representante pontificio. De esta manera pensaba alejar algunas nubes negras que se congregaban sobre su cabeza pues el Papa de Roma no estaba nada satisfecho con la protección que el conde dispensaba a los herejes cátaros que surgían como hongos en las tierras del Languedoc.

Treneavel y sus cuatro guardias escoltaron al muchacho hasta pasado el puente de Panetier, dejando atrás el hedor de la picota condal, una columna de piedra de la que pendían los restos de un ahorcado. Un par de cuervos aletearon sobre la carnaza cuando la comitiva pasó ante ellos.

Estaban en medio de un prado verde, brillante todavía de la rociada nocturna, que el antiguo camino atravesaba:

—Recuerda, gentil amigo, que dejas un amigo en las Galias —dijo Trencavel guiñando un ojo, e inclinándose hacia Guido para que no lo oyeran los guardias añadió—. ¡Cuando regreses te diré si ha habido progresos con la viola!

Guido tomó el camino del sur, el que desciende por Pamiers. Foix, Aix les Termes y Auriol. Prefería viajar en solitario, evitando ocasionales compañeros, para solazarse en el pensamiento de Isbela. Silbaba mucho alegres melodías aprendidas en los días de Beaucaire. También, a veces, cantaba a voz en grito los himnos de batalla de Tierra Santa, algunos de ellos empedrados de palabras gruesas que resonaban en la paz de los verdes campos con un eco muy extraño después de haber crecido en los desiertos de piedra y alacrán de Palestina. Guido se sentía contento con la vida. Otras veces, cuando el camino era bueno, picaba espuelas y se daba una cabalgada soñando que cargaba contra una celada de sarracenos que habían apresado a Isbela o que acechaban el paso distraído de su señor Lucas de Tarento. En esos inocentes pasatiempos entretenía sus jornadas.

En algunas posadas Guido asistió a las predicaciones de los buenos hombres o cátaros, que iban en parejas, barbudos, vestidos de negro, con un adusto ceñidor de cuerda. Predicaban el amor, la tolerancia y la libertad, rechazaban la iglesia del Papa y no creían en la encarnación de Cristo, puesto que la materia, eso decían, es una creación satánica.

Guido, cuando escuchaba estas cosas, se encogía de hombros. Él era un aspirante a caballero al servicio del Papa y de los reyes de la cristiandad y prefería no saber de doctrinas. No obstante, en las vigilias, en las camas pobladas de chinches de las posadas o en los pajares donde a veces pernoctaba, se preguntaba si no serían esas extrañas doctrinas las que habían llevado a su señor Lucas de Tarento a apartarse de la Orden después de haber profesado como caballero templario.