CAPÍTULO LXVIII

Pasaron dos horas y muchos pájaros por el cielo. La brisa movía levemente las copas de los árboles que formaban una corona en torno al claro donde yacía Guido. El muchacho comprendió que estaba viendo todo aquello: el cielo azul, los árboles oscuros, los pájaros, una nube viajera en forma de alcuza, otra nube que parecía una oveja. ¡Tenía los ojos abiertos y veía! ¡Estaba vivo!

De pronto recordó: el jabalí le había abierto el saco de las entrañas. Juntó valor para levantar la cabeza y examinar su estómago. La camisa ensangrentada y desgarrada dejaba ver un estómago sano, piel blanca, sin un rasguño sobre una musculatura desarrollada. El jabalí yacía a su lado, muerto y destripado, con un virote de ballesta profundamente clavado en el ojo. Algún misterioso benefactor le había salvado la vida. Se miró otra vez al estómago ileso y esta vez vio la piedra. La Peregrina estaba sobre su ombligo. La virtud de la piedra había cerrado la espantosa herida y lo había salvado.

—¿Estoy vivo?

—Lo estás —dijo una voz armoniosa de mujer.

Guido, sobresaltado, abrió los ojos de nuevo. Esta vez no había una corona de árboles, sino el rostro de una muchacha rubia, agraciada, de finos cabellos que caían en cascada sobre su rostro, una muchacha que le sostenía la cabeza sobre un regazo frío.

—¿Quién eres? —preguntó Guido—. ¿Acaso un ángel del cielo? Nuevamente pensaba que estaba muerto y que sus anteriores impresiones eran un sueño en el traspaso entre la vida y la muerte, cuando el ánima remolonea junto al cadáver caliente antes de partir a unirse con el Creador. Los cruzados creían estas cosas. Por eso a veces encomendaban sus asuntos terrenales al amigo recién muerto con la esperanza de que se ocupara de sus asuntos en el Paraíso.

—No estás muerto —dijo la voz cantarina de la muchacha—. Vives gracias a la piedra.

—¿Quién eres?

—Soy la Melusina de este arroyo.

—¿Cómo te llamas?

—Si conocieras mi nombre podrías cautivarme. Si quieres, llámame Olvido.

La melusina era una muchacha menuda, la piel transparente como el nácar y una túnica sencilla de un tejido brillante como el limo que se le pegaba al cuerpo como si estuviera mojado, resaltando sus muslos torneados, su vientre núbil, sus pechitos redondos y sus pezones oscuros. Guido conocía historias de melusinas que enamoran al caminante y lo retienen por espacio de un día para que sirvan sus placeres. Cuando lo dejan, aunque el caminante crea que sólo ha pasado una siesta con la celestial criatura, en realidad han pasado cien años y cuando regresa a su pueblo lo encuentra habitado por gentes enteramente desconocidas, descendientes de los que él dejó, ya viejos, y solo una vaga memoria de lo que él fue en el mundo antes de desaparecer misteriosamente.

—Creía que el jabalí me había matado —dijo Guido.

—Y te había matado, pero depositaste la piedra Peregrina en la herida y su virtud te sanó.

Guido hizo un esfuerzo y se puso en pie. Se sentía aturdido pero, por lo demás, volvía a ser un joven vigoroso y lleno de energía.

La melusina le quitó la camisa y le acarició la extensión de la herida con sus dedos suaves y fríos. Bajó con la caricia a la pelusilla púbica y le sopesó los genitales en la palma de la mano con una sonrisa pícara.

—Parece que estás muy bien y que lo que los muchachos más apreciáis no ha sufrido merma —bromeó.

Guido se sonrojó y las orejas se le pusieron como dos carbones encendidos, aunque comprendía que la muchacha no era descarada. Entre las melusinas no existen los pudores absurdos de los mortales. Las melusinas viven todavía en la inocencia virginal de un mundo libre e incontaminado.

Mientras la melusina le lavaba la camisa en el arroyo (al inclinarse mostraba un trasero redondo, firme, poderoso, que invitaba a la palmada galante, pero el muchacho se abstuvo, por respeto), Guido le formuló algunas preguntas.

—¿Has estado en el Sitio Peligroso (así se llamaba el castillo del Rico Pescador) y has visto la procesión del Grial? —dijo ella—. Eres un hombre afortunado porque el Grial sólo se aparece a los puros y limpios de corazón. ¡Ojalá no pierdas esa pureza! La lanza que llevabas en la procesión es la representación del Rey Sagrado que desvirga a la Diosa Madre. En los tiempos antiguos, que los cristianos llamáis la Abominación, lo que se paseaba era un pene erecto hecho de ramas verdes, hojas y flores. La sangre que destila es la de la Diosa Madre. Gracias a esa ceremonia, con la Diosa Madre encarnada en una sacerdotisa que copula con el Rey Sagrado sobre un surco sembrado, él debajo, ella encima, se renueva la vegetación, germina el grano de trigo enterrado por los sembradores, brota la espiga verde y potente, con el sol y la lluvia, y la vida se prolonga de cosecha en cosecha. Para que el ciclo se renueve es necesario que cuando la Diosa Madre se sienta embarazada, el Rey Sagrado muera y sea sustituido por el hijo que ella engendra. A los dieciocho años preñará sobre el surco a la nueva Diosa Madre y otra vez se repite el ciclo. Esa es la verdad antigua, pero los cristianos la habéis sustituido por la lanza de Longinos, el romano que atravesó el costado de Cristo, y decís que la sangre que destila es la de la estirpe terrenal de Cristo, la Sang Real, oculta en Francia. Esa lanza hirió en el muslo al Rico Pescador y sólo ella puede sanarlo para que devuelva la prosperidad al reino y los pájaros que ahora pasan de largo vuelvan a anidar en la Floresta Tenebrosa.

—¿Y la muchacha que portaba el Grial?

—Esa te interesa mucho, ¿eh? —bromeó la melusina—. Esa doncella que viste en la forma y el semblante de tu enamorada Isbela representa a la Diosa Madre cuando todavía es virgen. Lo que lleva en la mano es la sangre y el cordón umblical del Rey Sagrado que nacerá en su seno, la promesa de la renovación de la naturaleza. Tras ella viene la Diosa Madre cuando es matrona y va envejeciendo en la espera de que crezca su hijo, que será el próximo Rey Sagrado a los dieciocho años. La bandeja que lleva en la mano representa la tierra que sostiene la vida. Cuando empezó este ritual los hombres creían que la Tierra era plana. Ahora dicen que es redonda como una manzana o como las piedras que en la edad arcaica representaban a la Diosa Madre.

—Esa mujer, la señora de la bandeja, la he visto en otros lugares, en Constantinopla y en Venecia.

—Lo que has visto es su figura encarnada en otras mujeres. Se llama Morgana o la Dama Blanca, la esposa de Arturo Pendragón, que antes fue reina de Saba y enamoró a Salomón. En esa bandeja ofreció al rey de Israel las doce piedras dragontías que ahora buscáis y gracias a ellas Salomón y sus sucesores restablecieron el equilibrio del mundo.

—Mi maestro, el caballero Lucas de Tarento, piensa mucho en ella.

—El viejo caballero sufrirá por amor porque Morgana sólo puede ofrecer sus cenizas frías, aunque se apiada de las criaturas porque en ella vive la memoria antigua de cuando la humanidad era perfecta en el amor.

La melusina había lavado la camisa hasta dejarla inmaculadamente blanca. La sacó del arroyo completamente seca y cosió el desgarrón con una aguja de plata que de vez en cuando mojaba en la corriente para renovar el hilo. Cuando terminó, contempló satisfecha su obra. La camisa había quedado como nueva, sin señal alguna del remiendo. Se la devolvió a Guido.

La piedra Peregrina lo había sanado, pero se sentía muy débil. Permaneció junto a la melusina unas horas, echado sobre la hierba, junto a la fuente, con la cabeza en el regazo de ella. La muchacha le acariciaba las mejillas, en las que ya comenzaba a brotar la barba rubia como una pelusilla de melocotón. La melusina le explicó los enigmas de la Floresta Tenebrosa. En tiempos de los druidas, hace muchas generaciones, Inglaterra y sus islas adoraban a la diosa de la Tierra, la sembradora, la germinadora, la crecedora, a la que ahora llaman Abominación. Eran sencillos y felices. Inglaterra estaba cubierta de bosques. Los pueblos eran pocos y distantes, la gente vivía de manera sencilla: un poco de caza, un poco de la recolección y en las fiestas acudían a las fuentes, adornaban los árboles sagrados con cintas y copulaban a calzón quitado con alegría y entusiasmo. Entonces la vida era más simple. Se gastaba más hierro en azadas que en espadas.

La melusina se apartó un largo mechón de cabello rubio que la brisa de la tarde deshilaba sobre su rostro. Se quedó un momento recordando con expresión dolorida.

—Pero un día llegó una nave con trece hombres morenos, trece misioneros del sol que trajeron el cristianismo. Uno de ellos era ese José de Arimatea que buscas. José de Arimatea huía de él mismo.

—¿Porqué?

—Tenía sus motivos, que no hacen al caso. La Virgen lo envió en busca de tres piedras dragontías, la Melada, la Peregrina y la Honda.

—¿Cómo habían llegado aquí?

—Un fugitivo de la guerra de Troya, Antideo, las trajo en una nave fenicia. Entonces estas islas se llamaban Casitérides y no figuraban en ningún mapa porque los fenicios, muy celosos de sus mercados, no querían que se divulgara el origen del estaño que vendían a altos precios a los soberanos de oriente. En Oriente no había minas de estaño y ya sabes que el estaño es imprescindible para fabricar bronce. En los tiempos de la Abominación, como vosotros los llamáis, o en la Edad de Plata, como la llamamos nosotros, las armas eran de cobre o de bronce. El mundo era relativamente apacible, aunque ya las comunidades élficas se estaban retirando a sus ciudades secretas y les dejaban el mundo a los humanos. Todavía no se conocían las armas de hierro.

—¿Y qué ocurrió?

—Antideo robó esas tres piedras del santuario troyano de Neptuno el día que los griegos irrumpieron en la ciudad y la incendiaron. Puso a salvo las tres piedras con la esperanza de generar tres dragones que destruyeran a la dinastía de Menelao, su enemigo, pero no conocía el secreto de la incubación de la piedra y murió antes de conseguir su propósito.

—¿La incubación de la piedra?

—Las piedras dracontías, bajo ciertas condiciones, generan al dragón. Cuando el dragón muere e incluso sus huesos se consumen, sólo queda la piedra con esa capacidad de engendrar otro dragón, así hasta la eternidad.

—Esta Peregrina que me ha salvado ¿encierra también un dragón?

—Sí. Y además tiene la virtud de sanar las heridas del dragón. Ese jabalí Krastig nació de un eructo del dragón Kragerstomir al que mató un rayo antes de la llegada del troyano.

—¿Y las otras dos piedras? ¿Dónde están ahora?

—La Melada está en la boca de Arturo Pendragón, en un sepulcro de Avalon. La Honda está en la región fría, a cien días de distancia, cruzando estepas heladas y mares de hielo.

—Tendré que ir a Avalon —dijo el muchacho poniéndose de pie. Su caballo seguía pastando junto a los árboles donde lo dejó por la mañana.

—Querrás decir volver —corrigió la melusina—. Avalon es la abadía de Glastonbury donde José de Arimatea, el anfitrión de la Santa Cena, fundó una comunidad, alejada del mundo. A su muerte dejó el ministerio en manos de su cuñado Bron, el Rico Pescador al que ayer socorriste cuando se te presentó bajo la forma de un anciano tullido.

—¿Por qué se desterraron la Magdalena y José de Arimatea?

—Porque los discípulos de Cristo habían fundado una iglesia falsa, la que ahora sostiene al Papa.

Guido se alarmó.

—Yo soy cristiano y obedezco al Papa —se apresuró a decir.

—Lo sé —respondió la melusina—. Si quieres, no te diré más, no sea que peligre tu fe.

Guido permaneció un rato callado, sintiendo su propia respiración. Lo que le dijera la melusina no iba a alterar su fe. Quizá valiera la pena oírlo.

—Dímelo.

—Hay una Iglesia falsa, la de Roma, y una Iglesia verdadera que es la de Juan, el apóstol amado al que Cristo confió su secreto. Esa es la que encarnó José de Arimatea. Por eso acompañó a la esposa de Cristo al exilio y fundó una abadía en los confines del mundo, al otro lado de la Floresta Tenebrosa.

—¿Y eso no lo saben los doctores de la Iglesia?

—Algunos lo saben, pero no se atreven a proclamarlo; otros, lo ignoran. Esa fue la causa de que Cantacuzanos anduviese errante por el mundo y la causa, también, de que Lucas de Tarento abandonara la orden templaria. La verdad turba, el que atisba la luz no puede vivir ya en la oscuridad y eso es, a veces, un peso insoportable.

En estas pláticas cayó la tarde hasta que oscureció por completo. Aquella noche Guido durmió en el regazo maternal de la melusina y al día siguiente, en cuanto amaneció, se despidió del hada y se puso en camino para atravesar la Floresta Tenebrosa. Hubiera tomado por un sueño su encuentro con el hada si no hubiera sido porque le dejó un mechón dorado en la nuca que brillaba en la oscuridad como un ascua de oro. Guido tomó la costumbre de cubrirse la cabeza con una gorra en cuanto entraba la noche para evitar las preguntas de los curiosos.

Guido llegó a la abadía, al pie de la montaña negra, al caer la tarde. Junto al camino había un ermitaño que labraba la tierra. Le ofreció agua y le preguntó el motivo de su visita. Cuando lo supo, él mismo lo acompañó al lugar donde dos años antes se habían encontrado los restos de Arturo y de Ginebra, su mujer. Allí seguían, resguardados por un brocal alto y una cancela de hierro que el ermitaño abrió.

—El esqueleto de Ginebra, el más pequeño, tenía sobre la tercera vértebra del cuello un broche de plata en forma de serpiente con tres meandros —explicó el ermitaño.

Guido pensó que era el mismo que sujetaba la cinta en torno al cuello de Morgana en la procesión del Grial.

—La calavera de Arturo era más grande de lo normal —siguió diciendo el ermitaño. Un ratoncito salió de una de sus cuencas vacías. Guido asintió.

—En esto quedamos, en habitáculo de roedores —comentó el ermitaño melancólicamente. Entre el polvo, debajo de la quijada de Arturo, había dos o tres muelas que se habían desprendido de sus alveolos y una piedrecita de aspecto terroso del tamaño de un huevo de paloma.

—Esa es la Melada —dijo Guido:

—No quisimos tocarla hasta que vinierael doncel del mechón de oro que anuncia el libro de Bron —concluyó el ermitaño.

—¿El libro de Bron?

—Es un códice antiguo que se conserva en la abadía desde el tiempo de José de Arimatea. Solo puede leerlo el abad. En él se especifica que la piedra Melada aguardaría en la boca de Arturo hasta que tú aparecieras. Ahora los hermanos están rezando por tu alma y me han designado a mí, que soy el más joven, para que te acompañe. Esa piedra marcará el resto de tu vida, y si eres puro y la mereces, conocerás el gozo eterno.

Guido tomó la piedra entre sus dedos. Estaba caliente. Le sopló el polvo de la tumba y la guardó en la bolsa junto a la piedra Peregrina. Hacía más de mil años que las piedras no estaban juntas. Se saludaron y comenzaron a charlar animadamente.

—Creo que debo irme —dijo Guido.

—Ve con Dios, amigo —lo despidió el monje.

Lo acompañó fuera de la verja y lo despidió con un abrazo. Guido descendió hasta el pueblo y se sentó en el poyo de piedra de la herrería.

—Es hora de regresar a Francia —se dijo.

Abrió la bolsa de los vientos y Bóreas no tardó en comparecer con su cortejo de hojas secas y semillas voladoras y lo levantó hasta la altura de los tejados.

—¿Tienes ya las dos piedras? —sonó el susurro ronco del bóreas.

—Las tengo —respondió Guido—, pero me falta la tercera, la Honda.

—Me temo que esa se te ha escapado. Has estado con la melusina más de tres meses y mientras tanto otro caballero ha viajado a la región de los hielos y ha conseguido la Honda.