CAPÍTULO LXVII

Guido recorrió todas las dependencias del castillo, la sala, las cocinas, los establos, el cuerpo de guardia, los calabozos, la bodega. No había nadie, pero todo estaba dispuesto como si el edificio estuviera habitado.

En los arcones había ropa y vajillas de plata, en las despensas no faltaba de nada y en los graneros había grano, aceite y carne adobada; los manojos de cebollas se oreaban colgados en los altillos; las chimeneas estaban encendidas; en el patio de armas había un tendedero con ropa; el horno de la panadería estaba encendido; en el establo, con capacidad para treinta caballos, sólo estaba el suyo. Se acercó y le palmeó el pescuezo.

—¿Tú puedes entenderlo, Andrés? —le preguntó—. Me acuesto en una cabaña miserable y amanezco en un castillo bien abastecido.

—¿Habéis dormido bien? —preguntó la voz del pescador.

Guido giró la cabeza y vio detrás al mismo hombre que lo condujo a su cabaña la víspera, aunque arreglado de distinta manera. Tenía la barba recortada y peinada y vestía una principesca túnica de Damasco. Al cuello traía una gruesa cadena de oro y en la cabeza una gorra adornada con un rubí de gran tamaño.

—Sire, ¿sois vos el mismo que encontré ayer? —preguntó Guido sin salir de su asombro—. ¿Qué encantamiento es este?

—Soy el mismo —respondió el Rico Pescador— y este castillo es real, sin encantamiento, aunque ayer, cuando hicisteis la caridad con el pobre, os pareció cabaña. Sois joven y supongo que tendréis hambre, ya que ayer casi os acostasteis sin cenar.

—Sí, sire, la verdad es que tengo hambre.

Los criados habían aparejado un banquete. Una tabla espaciosa abarrotada de bandejas, platos, fuentes, cestas y cuencos de plata que contenían todo lo que un hambriento pudiera soñar: carnes de diversos guisos, pescados, frutos frescos y secos, fragante pan recién horneado, media docena de salsas, vino e hidromiel.

El Rico Pescador y su invitado se sentaron a la mesa, cada uno en un extremo, y comieron las viandas que les servía un maestresala silencioso.

Del patio exterior llegaba una música dulce y acordada que parecía complacer mucho al dueño del castillo, el Rico Pescador. Cuando iban por el segundo plato, una carne adobada con su sangre, a la música de instrumentos se añadió un coro de voces angélicas. Se abrió una puerta que hasta entonces había permanecido cerrada, a la espalda del Rico Pescador, y entró en la sala un muchacho en cuyo sereno rostro Guido reconoció sus propios rasgos, como si fuera el hermano gemelo que nunca tuvo, vestido con una rica librea bordada con hilos de oro y de plata. El muchacho sostenía con las dos manos una lanza antigua enteramente blanca. De la punta del hierro, que era grande, se deslizaba una gota de sangre que resbalaba el blanco astil abajo hasta alcanzar la mano enguantada de blanco. Detrás de este paje venían otros dos, no tan ricamente vestidos, que portaban sendos candelabros con diez cirios cada uno. La habitación se iluminó como jamás había visto Guido estancia alguna. Los pajes precedían a una doncella rubia, con el cabello desparramado por la espalda hasta la cintura como una cascada de oro. Guido sintió el vuelco de su corazón cuando reconoció en el rostro bellísimo de la doncella los familiares rasgos de Isbela. Era ella misma, seria y solemne, con la túnica azul que le regaló el basileo. Entre sus manos extendidas llevaba una copa preciosa de oro recamada con perlas, rubíes y esmeraldas que parecía llena de sangre, aunque por encima del rojo líquido asomaba un grumo que Guido, sin saber por qué, pensó que era un cordón umbilical. Cuando la doncella entró en la estancia, el resplandor de su aura se hizo tan intenso que palidecieron las antorchas, los cirios y hasta la luz del sol que entraba a raudales por la ventana. Seguía a la muchacha una dama muy bella que portaba una bandeja de plata. Llevaba el pelo recogido bajo una cofia de perlas y vestía una severa túnica de terciopelo azul con bordados de plata. Una cinta de terciopelo que le rodeaba el cuello ocultaba una cicatriz.

El cortejo apareció por una puerta, cruzó la sala y salió por la puerta del lado opuesto, a espaldas de Guido.

Guido miró al Rico Pescador, esperando que le explicara el sentido de aquella ceremonia, pero el señor del castillo seguía comiendo ajeno a lo que acababan de ver. Quizá había sido una alucinación que sólo él había visto. En esa duda estaba cuando se repitió el prodigio y desfilaron ante sus ojos nuevamente él mismo con la lanza sangrante, la doncella que era Isbela y la Dama Azul. La única variación fue que los cirios que sostenían los pajes eran más cortos, pues habían consumido hasta la mitad, y la gota de sangre que se deslizaba por la lanza llegaba ya al guante de la mano que la sostenía.

Guido miró al Rico Pescador, que bebía un trago de vino con expresión tranquila y no parecía encontrar anómalo lo que ocurría ante sus ojos. Aun atravesó la sala el extraño cortejo una tercera vez. La sangre se había deslizado por los cuatro dedos y seguía su camino recto a lo largo del astil, mientras que las velas de los candelabros estaban casi consumidas. Cuando se extinguió el resplandor Guido reparó en que afuera había oscurecido. A través de la ventana solo se veía la negrura del bosque en una noche sin luna.

—¿Has cenado bien? —preguntó el Rico Pescador.

—Muy bien, sire —respondió Guido distraídamente.

—¿Se se te ofrece algo? —se interesó su anfitrión—. ¿Tienes alguna necesidad?

Guido sentía la necesidad apremiante de preguntar qué sentido tenía lo que acababa de ver. ¿Quién era aquel doncel que tanto se le parecía?, ¿Quién era la doncella que reproducía el rostro de su amada distante?, ¿Quién la dama que había visto otras veces en circunstancias siempre misteriosas?, pero era tímido y estaba tan perplejo por el misterio que no se atrevió a formular pregunta alguna.

El Rico Pescador, después de aguardar unos instantes a que su joven invitado se decidiera, ordenó al maestresala que levantara los manteles y acompañó a su invitado a sus aposentos. Cojeaba más que nunca a causa de la llaga abierta.

—Mañana partiré —dijo Guido.

—Marcharás con mis bendiciones —le respondió el señor del castillo—. Buenas noches.

Después de tantas emociones, Guido durmió profundamente. Cuando despertó se encontró nuevamente en la cabaña de troncos y barro, con techo de paja. El castillo había desaparecido, así como el Rico Pescador, o el pobre pescador, que parecían ser la misma persona. Aturdido, tomó su caballo y reanudó su camino a través de la Floresta Tenebrosa, desandando la marcha que había hecho dos días antes. Cuando alcanzó el lago interior, lo bordeó con la esperanza de encontrarse nuevamente al misterioso tullido. Esta vez estaba decidido a preguntarle quién era y qué significaba la visión que por tres veces tuvo en el castillo o en la cabaña encantada, pero no había rastro del pescador. Guido continuó su camino por la parte opuesta del lago y se internó nuevamente en la espesura. Anduvo horas por el bosque y cuando sintió hambre descabalgó, trabó el caballo para que royera los musgos de los troncos y él se sentó sobre un peñasco y abrió la talega. Iba a comenzar su almuerzo cuando crujieron las ramas secas en la floresta contigua como si alguien se abriera paso a través de ella. Miró con la esperanza de que fuera el Rico Pescador. Demasiado tarde descubrió que era el jabalí Krastig, no podía ser otro, grande como un toro, con aquel único colmillo babeante, los ojillos en los que brillaba la crueldad antigua de las bestias con que la Abominación infectó la tierra. Ante aquella cuchilla con la que el monstruo se disponía a embestir, Guido estaba inerme. La cota de malla de doble tejido capaz de detener sablazos y flechas estaba en el arzón del caballo. Ni siquiera podía defenderse. La espada pendía del arzón del animal, que se había alejado unas docenas de pasos en busca de la hierba de un claro. Guido estaba desarmado, a merced del jabalí que se había detenido a observarlo en el lindero de los árboles. Todavía tenía el sortilegio. Un par de veces pronunció la palabra que le confió el hombre de la picota, sin observar mengua de fiereza en el monstruo. La gritó incluso, por si el jabalí era duro de oído, sin producir cambio alguno. Entonces desenvainó lentamente la daga que llevaba al cinto y sin perder de vista a la bestia se dirigió sin movimientos bruscos hacia su caballo.

Krastig escarbó un poco con el hocico y se echó una paletada de tierra y hojas secas por el lomo acribillado de cicatrices de viejas heridas. Miró al humano que, después de pronunciar las palabras de la mansedumbre que un día detuvieron a su padre, se acercaba a su caballo a requerir la espada o la ballesta. Krastig olfateó el peligro y arremetió contra el humano antes de que pudiera armarse. Guido apenas pudo ponerse en guardia. Su cuchillada alcanzó al jabalí detrás de la oreja. La hoja penetró profundamente y se trabó entre las vértebras y la primera costilla. El muchacho sintió un golpe violento, como si un caballo al galope lo hubiera arrollado, y cayó de espaldas mientras el jabalí cerdoso, sucio y maloliente le pasaba por encima. Le pareció que había escapado indemne del primer ataque, pero cuando intentó levantarse sintió una viva quemadura en las entrañas. Se miró el vientre. El jabalí lo había abierto en canal. La sangre le brotaba a borbotones de una herida que le cruzaba todo el abdomen.

Guido sabía que las heridas en aquella parte son mortales de necesidad, aunque a veces el herido tarda varias horas en morir, entre atroces dolores y aquejado de una sed abrasadora. De hecho, en Tierra Santa muchos camaradas degollaban al herido de muerte, después de trazar en al aire la señal de la cruz con el puñal, para evitarle sufrimientos. Guido no tenía quien le evitara sufrimientos. Cerró los ojos, en los que escocía el sudor mezclado con las lágrimas, y se dispuso a morir.

El jabalí, mientras tanto, se frotaba contra un tronco para arrancarse el puñal. Gruñía de dolor, pero no cejaba en su intento. Al final el arma cayó al suelo y el animal herido volvió sobre el rastro de la sangre de su enemigo humano, dispuesto a ensañarse con él.

—Santa María de los Misterios: voy a morir —murmuró Guido.

El jabalí volvía al trote, la cabeza monstruosa ligeramente baja, la cuchilla carnicera sobresaliendo del extremo de su hocico.

En ese momento se percibió el chasquido de un disparo de ballesta. El proyectil, grueso, corto, emplumado con dos aletas de cuero, con punta de acero, se clavó en el ojo derecho de la bestia, atravesó su cerebro y se atoró en la potente musculatura del pescuezo. El jabalí volteó en el aire y cayó al lado de Guido, las patas hacia arriba, espasmódicamente temblonas. Guido alcanzó a ver su ojillo cruel en el que se apagaba la luz de la vida. En el morro abierto, dentro de la cavidad monstruosa de la boca, asomó una lengua gorda y roja bañada en sangre. Entre dos dientes Guido distinguió el grumo informe de la Peregrina, la piedra oculta en la Floresta Tenebrosa. A su memoria acudieron las palabras de Cantacuzanos:

—Y tú solo encontrarás lo que buscas.

La había encontrado, sí, pero al precio de su propia vida. Tomó la piedra cuando la vista se le empezaba a nublar, como si un velo oscuro descendiera sobre sus ojos. Instintivamente retrajo el brazo para plegarlo sobre el pecho, pero el esfuerzo sólo lo llevó a medio camino, lo posó sobre el vientre abierto con los intestinos al aire donde los insectos acudían a la sangre y perdió el conocimiento en la antesala de la muerte.

Sven le Berg salió de la espesura y se acercó al jabalí precavidamente, con el cuchillo en la mano. Como todo experto cazador, conocía la astucia de estas bestias que, cuando están malheridas, fingen la muerte hasta que el cazador se pone a su alcance y entonces, reuniendo sus últimas fuerzas, lo atacan fieramente. Krastig no fingía. Estaba bien muerto.

Sven miró el rostro pálido como la cera y los labios sin color de Guido de St. Bertevin. El muchacho tenía el abdomen abierto y se sostenía el paquete intestinal con las dos manos. Si no lo remataba una mano piadosa le esperaba una larga y dolorosa agonía. Sven enfundó su cuchillo después de limpiarlo en el lomo hirsuto del jabalí y se sonrió.

—Ah, Guido de St. Bertevin, ya no me darás la revancha de aquel torneo de la Provenza —se lamentó—. Amigo, ¿de qué te han servido los hechizos con que me derrotaste? Mírate ahora a punto de morir y sumirte en la nada después de tan breve vida.

Se preguntó cuánto le quedaba a él. En Tierra Santa había despreciado la vida muchas veces. Ahora comenzaba a verla como una fuente de placer. Viajaba solo, por espacios abiertos, bosques y mares, tomaba lo que quería y satisfacía sus deseos. No temía a nadie, ni siquiera a Asmodeo de Sinán ni a la Abominación a la que servía. Había descubierto que la felicidad radica en la libertad y él era libre.

Tomó una piedra, rompió el colmillo de Krastig y se lo guardó. Después registró la boca del animal para buscar la piedra Peregrina. Con la punta del cuchillo exploró el hueco debajo de la lengua, levantando los tegumentos. No encontró nada. Después hurgó en el resto de la boca. Nada. Al final, furioso, cortó el morro hasta que la mandíbula inferior se desprendió. Sin resultado. Quizá el jabalí se había tragado la piedra antes de morir. Lo abrió en canal y rebuscó en el estómago de la fiera sin hallar nada.

—Parece que el jabalí no tenía la piedra —se dijo, al fin, abandonando la búsqueda.

Se lavó en el arroyo los brazos ensangrentados, recuperó su caballo y se marchó.