En la posada de Highbridge, el forastero rubio no se inmutó cuando el matón de la mesa de al lado se bebió su vino. Pinchó tranquilamente otro trozo de ciervo, lo embadurnó en la salsa del plato e iba a llevárselo a la boca cuando el bandido le arrebató el cuchillo con el trozo de carne.
—¿Qué tal está el guisado? —preguntó con sorna—. A juzgar por el apetito con el que comes debe de estar buenísimo.
Se lo llevó a la boca con el chiste preparado porque la escena se había repetido otras veces con otras víctimas. Lo masticaría cuidadosamente, lo tragaría con los ojos apreciativamente entrecerrados, chascaría la lengua y haría cualquier comentario banal: «Estupendo, aunque con pimienta hubiera estado mejor». O bien, «No está mal, pero quizá debieran haberlo macerado en vinagre y tomillo antes de guisarlo».
Esta vez el facineroso no pudo completar el chiste. Cuando se llevó el cuchillo a la boca, el forastero le propinó una fuerte palmada. La hoja de acero penetró hacia arriba por detrás de los dientes superiores, atravesó el cerebro y la punta salió por la cúpula del cráneo. Un chorro de sangre oscura parecido a un penacho o una cresta brotó de la herida. El bandido puso los ojos en blanco y se desplomó arrastrando un par de taburetes, la boca grotescamente abierta y la daga del forastero inserta en ella hasta las guardas de la empuñadura.
Sven no se levantó. Se inclinó sobre el muerto, le puso un pie en el pecho, asió la daga y tiró de ella con fuerza, desclavándola. Luego pinchó con ella, ensangrentada como estaba, otro pedazo de carne y continuó con su cena tranquilamente.
Los dos socios del facineroso se miraron estupefactos y, sin necesidad de intercambiar pareceres, decidieron escapar cuanto antes. Se habían equivocado de víctima. Se levantaron atropelladamente y corrieron a la puerta, que encontraron cerrada.
La aporrearon llamando al posadero a grandes voces. Sven los miraba tranquilo. El posadero estaba detrás de la puerta y a través de una mirilla había presenciado la escena. Ahora estaba tan asustado como sus huéspedes y paralizado por el miedo.
Sven terminó de apurar la salsa, rebañó el plato con un trozo de pan y se chupó los dedos antes de levantarse. Los bandidos se volvieron a él suplicantes.
—¡Señor, por caridad! —dijo uno de ellos—. Somos dos padres de familia que nos vemos obligados a robar para alimentar a nuestros hijos. Ese hombre, Andrón, nos había llevado por el mal camino, pero ahora hemos visto la luz. Regresaremos a nuestros hogares y, a partir de ahora, observaremos una existencia irreprochable. Trabajaremos nuevamente los campos arando, sembrando y talando y los domingos asistiremos a misa y comulgaremos.
Sven escuchó con reflexiva atención los buenos propósitos de los maleantes.
—No. Creo que no podréis hacer nada de eso —dijo al fin—; y creedme que aprecio vuestras buenas intenciones.
—Lo haremos, señor-dijo uno. —Os juro por la eterna salvación de nuestras almas que nos reintegraremos al buen camino.
—Y yo os digo que no os reintegraréis —replicó Sven.
—Señor insisto —dijo el bandido—. Somos sinceros.
—No dudo de vuestra sinceridad. De lo que dudo es de que tengáis ocasión de realizar esos buenos propósitos, porque vais a morir ahora mismo.
Se miraron. Aquel loco hablaba en serio. Sería mejor intentar otro recurso.
—Señor, piensa que somos dos contra uno.
—Sé contar.
El forastero se les acercó: Los bandidos desenvainaron sus espadas cortas y doblaron las capas sobre el brazo listos para defenderse.
El combate fue corto. Uno de los forajidos amagó una estocada que Sven detuvo con la cruceta de su puñal al tiempo que le asestaba un pisotón en el lateral de la rodilla. El hueso se salió de su sitio y el bandido se desplomó entre ayes de dolor. El otro bandido, un joven de barba rala, mentón huidizo y larga nariz aguileña, estaba tan asustado que reculó hasta apoyar la espalda en la puerta.
—¡No me mates, señor! Tengo dieciocho años y te juro que, si me perdonas la vida, ingresaré en religión y oraré por tu alma lo que me quede de vida.
—Ese propósito te ha salvado —dijo Sven.
—¿Me perdonas la vida, señor? —preguntó, incrédulo.
No, quiero decir que ha salvado tu alma, que es lo importante —respondió el guerrero—. La vida terrenal es un transitorio valle de lágrimas por el que arrastramos nuestras pobres y pecadoras existencias para acceder a la celestial y eterna.
—¡Señor, no me mates! —suplicó—. Te daré todo lo que tengo.
—Por eso no te preocupes —respondió Sven—. Tomaré, de todas formas, todo lo que tienes.
El guerrero se acercó al muchacho y lo desarmó de un manotazo antes de degollarlo con una breve herida en la yugular.
El de la pierna rota seguía quejándose en el suelo. Sven se inclinó sobre él, le arrebató la espada que aún tenía asida y se la clavó en el hombro verticalmente de manera que le atravesó los pulmones y le llegó al estómago.
Después contempló por un momento la carnicería antes de llamar con los nudillos en la puerta.
—¡Ábreme posadero!
—¡Señor, prométeme primero que no me harás daño! —dijo el posadero—. Júramelo por santa María.
—Te juro por santa María que no te haré daño —dijo Sven—. He comprendido que actuabas forzado por estos maleantes.
El posadero descorrió el cerrojo y entornó la puerta.
Sven salió. Su aspecto era amedrentador, con el rostro salpicado de la sangre de sus víctimas.
—¡Señor, beso tu mano! —dijo el posadero aliviado y servil—. Te cederé mi propio aposento. Llamaré a mi hija para que te sirva. Dormirás como un rey.
Sven pareció considerar la propuesta.
—Está bien. Envía a tu hija a esa habitación y dile que me espere desnuda.
El posadero envió al pinche a buscar a la muchacha que compareció asustada, pero arreglándose el cabello, no del todo indispuesta con aquel hombre tan guapo que acababa de matar a los tres bandidos. Sven le dirigió una mirada admirativa. Era muy hermosa.
—Sube a la habitación de la cama grande y esperas al caballero desnuda —ordenó el posadero—. Pórtate bien porque quiero que quede muy satisfecho.
La muchacha subió la escalera con más lentitud de la necesaria, contoneándose un poco para que el caballero apreciara sus encantos. Quedaron nuevamente solos el huésped y el posadero.
—¿Qué más puedo hacer por ti, señor?
Fueron sus últimas palabras. Sven tomó entre sus manos la temblorosa cabeza y lo desnucó con un giro brusco. El pinche comprendió que tampoco iba a salir con vida e intentó huir, pero antes de que alcanzara la puerta, la daga de Sven silbó por el aire y se le clavó en el corazón por debajo del omoplato.
Sven subió lentamente las escaleras y penetró en el aposento del posadero. Pasó allí la noche entretenido con la muchacha y le enseñó el arte de la felación, bastante común en Oriente, entre bizantinos y sarracenos, pero todavía desconocido en Inglaterra y las hiperbóreas. La muchacha mostró muy buena disposición de aprender y Sven la necesaria paciencia para enseñarla a abrir la boca y recibir el miembro hasta donde pudiera aguantarlo sin que le produjera arcadas y a cerrar los labios y apretarlo mientras Sven lo sacaba, al tiempo que le acariciaba circularmente el glande con la lengua. En esos juegos, y en ensayar las diversas posturas coitales que el guerrero traía de Oriente, estuvieron gran parte de la noche, hasta que ella, que había sentido espasmos de placer diez veces, suplicó una tregua y se quedó dormida. También Sven durmió algo antes de rodear con sus manos la cabeza de la muchacha.
En cuanto amaneció, el guerrero rubio se vistió con la cota de malla, se puso la espada al cinto, cubrió el cadáver aún caliente de la muchacha con la sábana, bajó a la cocina, desayunó huevos y tocino, ensilló el caballo y retomó su camino hacia la Floresta Peligrosa.
Después de tres horas de abrirse camino en el bosque intrincado, a veces con ayuda de la espada, cuando el matorral espeso le cortaba el paso, observó que una bandada de cornejas levantaba el vuelo de unos árboles vecinos. Algo ocurría. Descabalgó y prosiguió a pie con la ballesta armada en la mano. En un claro del bosque vio la escena: un muchacho atacado por un jabalí enorme. Apuntó cuidadosamente y el virote de acero fue a clavarse en un ojo de la bestia atravesando la enorme cabeza.