CAPÍTULO LXV

Al otro lado de la Floresta Tenebrosa, en Glastonbury, la posada de La Chinche Laboriosa ocupaba una casona de ladrillo y vigas de madera. La puerta era ancha, de dos hojas, y estaba abierta porque algunos viajeros madrugadores salían temprano.

—En este cuarto dormirás como un rey —dijo el posadero y se echó a reír como si acabara de decir un chiste muy gracioso. Al reírse la panza le temblaba como un flan—. Aquí durmió el buen rey Eduardo durante una partida de caza.

—Tengo entendido que en el bosque hay un jabalí enorme —dijo Guido.

El posadero empalideció y se santiguó.

—Señor, vienes de lejanas tierras y sin embargo has oído hablar de la bestia. Es el mismo diablo. Krastig: un jabalí, con un solo colmillo, afilado como la cuchilla de un zapatero, un animal más astuto que los cazadores. Ha matado a más de cien hombres. Les mete el colmillo por sus partes los raja hasta el comienzo de las costillas de un sólo envío, los eviscera y luego, antes de que mueran, se revuelca en las tripas del desgraciado y lo deja agonizante. Nuestro buen rey Ricardo aumentó la recompensa por la piel de Krastig a cien piezas de oro, pero hasta la presente nadie lo ha matado. Los cazadores entran en la floresta para buscarlo y no advierten los desdichados que es Krastig el que los caza a ellos. Algunos se hospedan aquí la noche de antes y dejan sus cosas. Cuando pasa un mes y no han vuelto, las vendo, como permite la ley. Una vez uno dejó un medallón con un rubí, en el fondo del zurrón, liado en un trapo. Me dieron por él cinco piezas de oro.

Guido durmió algunas horas. Soñó que estaba en el claro de un bosque florido, al lado de una fuente limpia y que recostaba su cabeza en el lomo de un león. El animal era manso y servicial. De vez en cuando agitaba la cola ante su rostro para espantarle las moscas. Estaba sintiéndose muy bien, feliz y tranquilo, cuando, de pronto, se escuchó una música deleitosa que salía del bosque. Guido vio venir a Isbela vestida con una túnica azul tachonada de estrellas sobre un león enorme y detrás una dama igualmente bella sobre un dragón. Cuando despertó no recordó este sueño. Se levantó, ya descansado, y descubrió sin sorpresa que había decidido internarse en el bosque de la Floresta Tenebrosa a pesar del jabalí. Al otro lado del bosque, le había dicho el viento, está el castillo de Tintagel, muchos caballeros acuden allí.

—¿Por qué? —le había preguntado.

—No lo sé. Hace siglos que algunos caballeros solitarios van allí, aunque no vive nadie. Hay un acantilado, con parapetos y torres ruinosos donde sólo habitan murciélagos y culebras.

Recordó la recomendación de Cantacuzanos:

—Sigue tus impulsos.

Era cerca de mediodía y el sol debía estar alto, aunque no se veía porque el cielo estaba encapotado. Guido se vistió y bajó al vestíbulo empedrado, donde estaban las cocinas. Los huéspedes se habían marchado ya y sólo quedaba el posadero trasegando vino de unos pellejos a las cubas con la ayuda de dos criados.

—¿Cómo has dormido señor?

—Muy bien. Ahora continuaré mi camino.

—¿Insistís en cruzar la Floresta Tenebrosa?

—Sí.

—Entonces os aconsejo que aguardéis a mañana porque el bosque es tan intrincado que se precisa un día entero para cruzarlo. No os conviene que os sorprenda la noche en él.

No me importa —dijo Guido—. Saldré ahora.

Pagó su hospedaje y el del caballo y salió del pueblo. Un sendero conducía al bosque a través de un ancho pastizal. Después el camino se internaba en la arboleda y al cabo de un rato se iba desdibujando hasta que se perdía por completo. Llegado a este punto, el viajero continuó entre los árboles espesos de la Floresta Tenebrosa procurando evitar los barrancos donde el sotobosque crecía más intrincado. Sus pasos lo condujeron a un lago de aguas turbias, quizá profundo, rodeado de árboles. Estaba bordeándolo cuando, al pasar un macizo de juncos, se encontró a un pescador que había lanzado la caña y aguardaba pacientemente a que picara algún pez.

—¿Qué hay? —le preguntó—. ¿Pican?

El pescador lo miró. Había una gran nobleza en sus rasgos, pero la ropa que vestía era de la que los indigentes adquieren por una moneda de cobre en los puestos de los ropavejeros. La llevaba limpia, eso sí, pero se le caía a pedazos. Guido observó que sólo llevaba la calza de la pierna derecha. El otro muslo lo tenía al aire y, por encima de la rodilla, tenía una llaga purulenta. El anciano vio que el muchacho se la miraba con aprensión.

—¡Ay, amigo! Me he quitado la calza para ver si el aire del bosque y el sol me la curan. Llevo siete años penando y la llaga no se cierra.

—¿La ha visto un médico? —preguntó Guido.

—La han visto todos los médicos y los curanderos del condado y la he untado con el agua bendita de todas las iglesias y con la de unas pocas más que me han traído de lejos. Sin resultado. La llaga sigue abierta y destilando el jugo de la vida. En fin. —Miró al agua—. Parece que los peces se resisten a picar. Creo que lo dejaré por hoy y volveré a mi choza.

El pescador recogió el anzuelo, lo ató en la caña e intentó levantarse, pero tenía entumecida la pierna sana y cuando iba a alcanzar la tosca muleta que tenía al lado, trastabilló y se cayó. Guido saltó del caballo y lo ayudó a levantarse.

—¿Se ha hecho daño, buen hombre?

—Sólo se ha herido mi dignidad —dijo el pescador.

—Permítame que lo acompañe a su casa. Lo llevaré en el caballo.

—No se preocupe, joven. Mi casa está por ahí atrás, tendría usted que perder toda la mañana.

Eso era cierto, pero Guido tenía buen corazón y no iba a permitir que aquel pobre hombre hiciera el camino a pie.

—No importa. Luego desandaré el camino.

—Pero se le hará de noche y el bosque es peligroso.

No importa. Me quedaré a dormir donde me sorprenda la noche. Guido se colocó el brazo del pescador sobre el hombro y lo ayudó a montar. Luego le tendió los trebejos de pescar y una cesta con dos peces esmirriados, la pesca del día.

—Vamos allá —dijo, tomando el caballo de reata—. Vos me indicaréis dónde vivís.

Un noble joven y vigoroso, de buena estirpe, y aspirante a caballero llevaba en su caballo a un viejo andrajoso impedido con una llaga maligna. Era una visión bastante insólita, pero Guido se había criado lejos de la corte, en la aldea de san Bertevin, hijo de una viuda que lo había educado en la caridad y en el amor al prójimo y era un muchacho humilde y servicial, aunque a veces, ese alejamiento de la sociedad también pudiera hacerlo parecer algo bobo. Caminaron más de una hora en dirección opuesta a la que Guido llevaba hasta que, por fin, llegaron a una humilde cabaña de troncos en un claro del bosque.

—¿Vives solo, buen hombre? —Así es.

—¿Y no te atacan las fieras? Me han dicho que hay un jabalí peligroso.

—Hasta la presente he tenido suerte. He vivido toda mi vida aquí.

—¿Y cómo puedes llegar tan lejos con esa pierna?

No faltan almas caritativas que me ayuden.

La cabaña se prolongaba en un pequeño establo con un pesebre, de los tiempos en que el pescador tenía una mula.

—Ya murió de vieja —dijo— después de hacerme compañía durante más de veinte años. Me conforta saber que vuelve a haber un animal en esta cuadra.

Guido pensó que podía regalarle el caballo. Con aquella herida supurante era cruel que el anciano tuviera que caminar tan largo trecho para llegar al lago. Lo pensó y tuvo que reprimirse. El caballero Lucas lo aleccionaba a veces sobre el sentido de la caridad. «Nunca tienes nada, Guido, siempre lo estás regalando todo. El vicio más feo es la avaricia, pero tu excesiva generosidad es también censurable».

En la cabaña sólo había una estrecha cama de hierba seca cubierta con una manta agujereada. El pescador se la ofreció a su joven invitado.

—Yo soy viejo y puedo dormir en el suelo, delante de la chimenea.

—De ninguna manera —dijo Guido—. Yo estoy acostumbrado a dormir sobre mi capa en suelos de piedra. Esta noche dormiré como un bendito sin miedo a que el monstruo del bosque nos devore a mí o al caballo.

Cenaron sopa verde, de hierbas y ajo, con un corrusco migado de pan que Guido traía en su talega y se echaron a dormir.

Guido tardó en conciliar el sueño. El viento susurraba sus misteriosas palabras al deslizarse entre las copas de los árboles y por los intersticios de la cabaña.

Al final, el muchacho se durmió profundamente. Cuando despertó abrió los ojos y por un momento pensó que estaba soñando. Los cerró y los abrió de nuevo. Veía un techo perfectamente ensamblado de vigas de madera pintadas que reproducían escudos, caballeros y escenas piadosas.

Saltó de la cama alarmado.

—¿Dónde estoy?

Era una habitación desconocida, con los muros de piedra sillar bien escuadrada. Había dormido en el suelo, pero a su lado había una cama ancha y bien alhajada, con sábanas y una colcha damascena magnífica. En las paredes había tapices de los caros. La ventana estaba cubierta con una gruesa cortina. Sé asomó y comprobó que estaba en la torre redonda de un castillo, con su foso de agua en el que nadaban cisnes.

¿Estaba prisionero? Corrió a la puerta y la encontró abierta. Recorrió un pasillo de piedra adornado con una cenefa azul. Se asomó a varias habitaciones bien amuebladas y desiertas. Descendió por una hermosa escalera circular, de buenos peldaños canteados.

—¿Hay alguien aquí? —preguntó varias veces, al final casi gritando, pero nadie le respondió.