El forastero había desembarcado en Burnham al mediodía, después de una semana de navegación en el mercante hanseático La Colipava Rumbosa, que hacía la ruta entre La Rochele y Bristol con un cargamento de vino y lana. Sin perder un momento Sven había adquirido un caballo, por el que pagó nueve libras de oro, tras breve regateo, y se había encaminado a la Floresta Tenebrosa. Cuando lo sorprendió la noche, en las inmediaciones de Highbridge, se acercó a las primeras luces que vio cerca del camino, las de la única posada en varias leguas a la redonda, Sin Pegar Ojo, un edificio destartalado y sombrío que se alzaba en la confluencia. El forastero, que resultó ser el único huésped, pidió un aposento alto, sin puta, sólo dormir, avena para el caballo y una cena como Dios manda para él, un estofado de carne de ciervo, media hogaza de pan y una jarra de cerveza.
La hambruna se había señoreado de Inglaterra desde que el buen rey Ricardo la dejó. Muchos campesinos habían tenido que abandonar sus campos para mendigar en las ciudades, al tiempo que aumentaba el número de forajidos que vivían de la violencia, con la cabeza a precio, refugiados en los impenetrables bosques del país. Sven le Berg, mientras consumía su cena con avidez, resarciéndose de las dos semanas navales a tasajo y bizcocho revenido, parecía ajeno al hecho de que tres viajeros, a los que había adelantado en las afueras de Burnham, eran los mismos tipos ociosos que lo habían observado cuando desembarcaba, y que lo habían seguido a las cuadras donde adquirió el caballo. Los tres forajidos vivían de asaltar a los viandantes en medio del campo. Estaban a punto de caer sobre él a medio camino de Highbridge cuando la presencia de una partida de alguaciles que escoltaba a un rico comerciante de Wells les aconsejó aplazar el atraco. Ahora estaban en la posada y ocupaban una mesa cerca del forastero. No había ningún otro huésped en el local. El posadero, antiguo compinche de los bandidos, había cerrado la puerta exterior con la doble tranca y había prevenido a los criados para que desaparecieran en el momento oportuno. El viajero rubio cenaba tranquilamente y con gran apetito. Ignoraba que aquella podía ser su última cena y que había caído en una trampa mortal. En el corral de la posada, detrás de una pila de palos donde no hozaran los cerdos, en la galería de una antigua mina abandonada, habían recibido sepultura, en el curso de los últimos tres años, hasta docena y media de viajeros solitarios.
Los facinerosos llevaban tanto tiempo en el oficio que se habían envilecido. Ya no se conformaban con matar al viajero. Antes acostumbraban a divertirse con él, hacerle sentir el miedo de la muerte.
Llegado el momento el jefe de los bandidos se levantó arrastrando el taburete y se acercó al forastero.
—¿Vienes de muy lejos? —le preguntó colocando su bota enorme y enlodada sobre el taburete contiguo.
Sven lo miró y no respondió. El que lo interpelaba era corpulento y musculoso y vestía de matachín, con mucho cuero. Tenía una mirada feroz, dos ojos hundidos oscuros en un rostro ancho, con una barba negra casi azulada en la que brillaba la pringue pues tenía la costumbre de usarla como servilleta.
—¡Gracias por invitarme a beber! —dijo el bandido con su terrible vozarrón, y tomando el jarro de Sven lo apuró hasta la ultima gota dejando que parte de la cerveza le resbalara por las comisuras de los labios y le manchara el pecho.
—Creo que no te había invitado —apuntó Sven casi con humildad, sin dejar de comer su asado de ciervo.
Sven sabía interpretar las señales. Observó que el posadero, un tipo de ruin apariencia, con una cicatriz en la mejilla, que revelaba un anterior oficio menos pacífico, le guiñaba un ojo a su pinche y que ambos se retiraban de la escena apresuradamente. Sonó el cerrojo al correrse por fuera. Sven comprendió que estaba encerrado con los tres facinerosos.