—¿Tomarás mi bendición? —preguntó Jorge Cantacuzanos.
—Naturalmente, padre —dijo Guido arrodillándose ante él.
La víspera, Jorge Cantacuzanos había ayudado a decir misa al anciano párroco de Santa María del Mar. Poca gente asistía al misterio. Sólo media docena de viejas, viudas de pescadores, que acudían a dialogar con las almas de sus difuntos. Mientras el párroco consagraba el pan, Cantacuzanos emitió un largo sollozo y abandonó precipitadamente la ceremonia. Guido pensó que el Señor lo dispensaría si dejaba la misa en el momento del misterio para confortar a su compañero. Afuera la ventisca traía el olor del salitre y el mar. Cantacuzanos se había sentado en una roca, detrás de la iglesia y miraba las olas violentas restallando en la playa y salpicando de espumas la arena a sus pies. Lloraba desconsoladamente. Después de una vacilación, el joven Guido se le acercó y le puso una mano en el hombro.
—¿Qué sucede, paternidad? ¿Por qué abandonáis el misterio? Dios ha bajado a esta humilde iglesia para consolar a sus pobres criaturas.
Cantacuzanos levantó sus ojos enrojecidos hacia el muchacho.
—¡Ay, Guido de St. Bertevin, mi buen amigo! ¡Cuántas cosas terribles ignoras! No puedo presenciar el misterio porque no soy digno de él.
Guido no pudo disimular la perplejidad que le causaban aquellas palabras.
—Pero el Santo Padre de Roma os ha elegido a vos para liberar a la Cristiandad —objetó—. Eso quiere decir que en el mundo no hay un clérigo más digno ni más sabio.
—Ni un clérigo más carcomido por las dudas —replicó el sacerdote.
¡Ay, amigo mío! La sabiduría infiere dolor. Tú caminas por el mundo con media docena de certezas y eres feliz. A mí me aquejan siete docenas de dudas, a cual más mortificante. Esos poderes míos no sé si me los otorga el bien o su enemigo. Soy una brizna de hierba en medio de un torrente arrastrado por fuerzas superiores, perdido y angustiado y sin un confesor al que abrir mi corazón.
—Podéis decir vuestras cuitas al ermitaño que custodia la Sara. Parece un hombre sabio y comprensivo.
No puedo confiarme a nadie porque después de hablar conmigo él mismo no estaría seguro de qué altar es el que contiene el misterio, si el de la Sara o el de la cabecera del templo donde dice misa.
—No os comprendo, padre Jorge.
No sé si será mejor que no intentes comprenderme —dijo el clérigo—. Tu inocencia es tu escudo y Dios, quienquiera que sea, resplandece en ella.
Ya Cantacuzanos se había serenado. Se levantó de la piedra y regresó al templo seguido de Guido. La misa terminó y las mujerucas se agolparon en la capilla de Sara, apenas una alacena en un muro renegrido por las velas, para besar la piedra esférica que servía de peana a la imagen de la egipcia negra, Sara de los gitanos.
Después de la misa, los viajeros regresaron al resguardo de la choza donde acampaban. El semiorco había salido de caza y había capturado dos conejos y una serpiente gruesa, que llevaba en el estómago una rata de pantano. Pedro el Raposo desolló los conejos, los evisceró, los frotó con ajo y tomillo y los puso a asar, abiertos, en la parrilla de los pescadores. Gorgo, por su parte, viendo que ni los humanos ni el enano parecían entusiasmarse con la serpiente y la rata, se los comió él mismo, crudos, después de sacarles la piel y las tripas. Le había entristecido que le rechazaran aquel bocado que entre los orcos se considera exquisito. Gorgo estaba acostumbrado a aceptar el desprecio, el asco y el miedo, todo a un tiempo, que provocaba en los humanos, pero desde que estaba al servicio de Guido había aprendido que también, en determinadas circunstancias, pueden sentir afectos por las criaturas. Los había visto mimar a los caballos. ¿Por qué no podían sentir el mismo afecto por él, que era medio humano? ¿Quizá rechazaban esa mitad? Con su limitada inteligencia, el semiorco no comprendía algunas cosas.
Después del desayuno, Cantacuzanos se levantó y dijo.
—El camino prosigue por el reino de Aragón, que está a siete jornadas de aquí, pasando los montes Pirineos. Pero antes de llegar a la nueva Tierra Santa, el Santo Reino, donde los cristianos contienden con los sarracenos, el doncel debe recuperar las piedras anglias, la Melada y la Peregrina.
—Recuperar esas piedras no está exento de peligros —dijo Lucas—. Lo haré yo.
—La piedra Melada es muy caprichosa —observó el clérigo—. Solo se rendirá a un doncel, a un hombre virgen. Guido debe buscarla. Los rostros de los viajeros se volvieron expectantes.
—¿Eres virgen? —preguntó Pedro el Raposo, sorprendido.
Guido no supo si había sorna en su pregunta, probablemente sólo sorpresa. Lo había visto muy acaramelado con Isbela en la despedida de Beaucaire y daba por hecho que lo habían consumado.
—Sí, soy virgen —reconoció Guido, sonrojándose. Y dirigiéndose a Cantacuzanos preguntó:
—¿Qué debo hacer?
—Sólo ser tú mismo.
—¿Dónde debo buscar la piedra Melada?
—Ella misma te indicará el camino. Tú déjate llevar.
Pedro el Raposo le preparó el caballo y le colgó del arzón una talega con carne seca y pan bizcocho, además de una cantimplora de vino fuerte del barrilete que habían adquirido en Arlés.
El muchacho apoyó el pie en el estribo y montó. El caballero Lucas, al despedirlo, le puso una mano en el muslo.
—Con Dios.
—Gracias, sire. Con la ayuda de santa María tendré suerte.
—Que la santa María verdadera te guíe —le dijo Cantacuzanos.
—¿La santa María verdadera?
Cantacuzanos no respondió. Palmeó la grupa del caballo y el animal echó a andar.
Guido invirtió toda la mañana en atravesar la llanura pantanosa de la Camarga por la vía romana, hacia el norte. Al caer la tarde, después del almuerzo, se encontró en un paisaje de colinas suaves, con manchas de bosque y roquedos entre los que crecían zarzamoras. Según caminaba, tomaba frutas del bosque maduras y oscuras, con granitos repletos de zumo, que se metía en la boca y aplastaba con la lengua para chupar golosamente el licor. La vida era bella, pero no podía apartar de su pensamiento a Isbela a la que no sabía cuándo volvería a ver. Se había prometido buscarla cuando alcanzaran la Mesa de Salomón, pero nadie sabía cuántos peligros y aventuras lo separaban de ella.
Declinaba el sol. Cantacuzanos le había entregado una bolsita de cuero para que la abriera al ponerse el día.
—Aquí estoy joven Guido: tú dirás.
—Yo diré ¿qué? —dijo Guido, asustado, pues no había nadie en muchos pasos a la redonda y la voz había sonado próxima, casi al oído.
—Tú sabrás —dijo la voz, despreocupándose—. Yo soy el viento Bóreas del que hablan todos los jodidos poetas sin conocerme. Estoy a tu servicio.
—¿Y qué puedes hacer por mí?
—Llevarte prestamente a donde me pidas…
—El padre Cantacuzanos, con esa costumbre suya de no aclarar nada, no me indicó adónde debo ir —objetó Guido—. Me dijo que siguiera mis impulsos.
—Pues yo tampoco sé adónde tengo que llevarte —respondió el viento—. Si quieres te levanto y te doy un garbeo y tú dirás dónde te poso. En eso consisten mis servicios.
Guido titubeó. Un viaje por el aire. Había oído que las brujas viajaban por el aire, pero nunca que un buen cristiano pudiera hacerlo, gracias al poder de un mago. Viniendo del mago del Papa, pecado no sería. Por otra parte, el relato del enano Grontal, que no se cansaba de contar su experiencia en las tertulias del campamento, frente a la hoguera, lo había entusiasmado. Viajar por el aire y ver la tierra a los pies. Como debían de verla los pájaros.
—¡Ea, vamos! —dijo el muchacho.
Bóreas lo levantó, con caballo y todo, y lo llevó a la altura de una elevada montaña, desde donde veía a sus pies el valle con las redondas copas de los árboles, las peñas diminutas como guijarros y los ríos y arroyos espejeando con los últimos rayos del sol.
Guido notó un cosquilleo en el estómago, la angustia agradable de volar y ver el mundo desde la altura de los ángeles y de los magos. El viento sonrió enredando en sus largas barbas las brisas menores que acariciaban, como dedos suaves el rostro casi lampiño del joven.
—¡Allá vamos! —dijo el bóreas.
Desde aquella altura se desplazó lateralmente. Dejaron a la derecha las luces de Tolouse, como ascuas dispersas de una hoguera, cuando las campanas de St. Sert tañían el toque de cubrefuegos. Sobrevolaron Clermont.
—¿Ves aquella plaza delante de la iglesia? —preguntó el viento.
—¡La veo! —gritó Guido para hacerse oír en medio del torbellino.
—Allí se juntaron el Papa y sus prelados vestidos de rojo hasta el suelo, y los nobles y los reyes cuando declararon la guerra santa a los sarracenos. Clamaban «¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!», tan fuerte y tan alto que mis compañeros los vientos esquivaban la ciudad y sufrió calma chicha durante un mes. Al final enviamos un lebeehe perdido que estaba en prácticas y regresó diciendo: «De esa plaza sube un hedor de sangre podrida al sol».
«¿Cómo de sangre? —se extrañó el maestro de los vientos—. Si la plaza está desierta y la ciudad medio despoblada».
«Pues huele a sangre —dijo el lebeche—. A sangre podrida».
El maestro de los vientos envió una comisión de alientos para que exploraran el lugar y efectivamente a ellos también les olió a sangre. Los vientos mayores, que, como sabes, somos siete, tardamos veintidós días en ventilar la ciudad de su hedor de muerte, turnándonos día y noche.
—Quizá el hedor de los sarracenos que los cruzados iban a degollar —aventuró Guido.
—¡Ah, no sé, yo en eso no me meto! Solamente soy un viento. Sobrevolaron Chinon. En las calles oscuras algunos fanales brillaban sobre los muros de piedra blanca.
—¿Ves esa casa de ahí abajo? —indicó el viento.
—La veo.
—Ahí morirá Ricardo Corazón de León dentro de tres años.
—¡Cómo que morirá! —se extrañó el muchacho—. ¿No vamos a conseguir la Mesa de Salomón? ¿No triunfará la Cristiandad?
—Todos tenéis que morir —dijo el viento—. Para eso sois humanos: agua coloreada, humores, carne, tendones, huesos, pelos… Si conseguiréis la tabla de las esmeraldas y despertaréis con ella la Mesa de Salomón es algo que ignoro. Sólo soy un viento.
Sobre Chartres pasaron entre las dos agujas de la catedral y el viento se arremolinó en la plaza, frente a los relieves de la portada.
—Siempre me acerco para acariciar el rostro de la Magdalena —se justificó.
Dejaron atrás el espejo del Loira y Caen y la península de Cotrentin a la izquierda, con sus trigales salpicados de rocas graníticas que desde la altura parecían ovejas paciendo en un prado.
En el canal el viento descendió hasta que la espuma del mar salpicó el rostro del muchacho.
—¡Respira el olor de las algas y de la vida, Guido! —le decía—. Yo soy un viento más de tierra adentro, pero cuando me sale un soplo por el mar no pierdo ocasión de rizar espumas. ¿Ves aquello que brilla a la derecha, en la inmensidad oscura del agua?
Guido miró hacia donde el viento le indicaba. Tuvo que hacer un esfuerzo para distinguirlo.
—¡Sí, como una vestidura de plata! —exclamó ilusionado—. ¿Es una ondina?
—No, un banco de sardinas ¿quieres ves las ondinas?
—Si no es mucho pedir…
El viento sopló cerca de la isla de Wight. Media docena de doncellas peinaban sus largas cabelleras sentadas en una roca gris frente a los acantilados.
—¡Lástima que tengan esos pelos verdes tan abundantes! —se lamentó el viento—. Porque, si no fuera por ellos, les verías las tetas que las tienen grandes y levantadas, con unos pezones como frambuesas que saben a percebe según aseveran los que las han catado.
—¿Conoces a alguno que haya estado con sirenas? —quiso saber Guido.
—A uno. Un marinero ciego que naufragó. Bueno, cuando naufragó veía, pero estuvo nueve años con las sirenas y se quedó ciego de las profundas aguas. Cuando lo encontraron en la playa, ya su viuda se había casado con otro, pero lo recogió. El hombre creía que había estado con las sirenas una noche. Por lo visto tienen la natura en la parte de pez, un poco fría, pero angosta y deleitosa.
El viento y Guido sobrevolaron una larga playa orlada por una cinta de espumas blancas que brillaban a la luna y luego prados verdes, colinas, caminos, riachuelos, caseríos, aldeas sin murallas.
—Esto es Albión —declaró el viento.
—¿Falta mucho para Inglaterra? —preguntó Guido. Empezaba a tomarle gusto al viaje.
—Ya estamos en Inglaterra, criatura. Albión es el nombre fino de Inglaterra. ¿Tú es que no lees poesía?
No mucho —reconoció Guido—. Estoy preparándome para caballero y no quiero que la lectura me gaste la vista.
—Pues has de saber que la pluma no es incompatible con la espada —señaló el viento—. Cuando regreses de este viaje vas a conocer a un poeta. Habla con él y aprende, a ver si te pule un poco.
Sobrevolaban una llanura moteada de pequeñas colinas, casi toda cubierta de espesa arboleda, que alternaba con grandes claros de pastizales en los que se veían alquerías con las chimeneas iluminadas.
—Esos bosques se llaman la Floresta Tenebrosa —dijo el viento— porque apenas llega la luz al suelo, tan espeso es la enramada. Los propios árboles muertos se sostienen sobre los vivos, sus troncos huecos sirven de madrigueras de alimañas y a toda clase de insectos y seres. Ahí incluso viven los enanos trolls. No quieren saber nada de los humanos cortadores de árboles. Se dedican al cultivo de hongos en sus cuevas subterráneas y a recoger frutos silvestres. Una comunidad feliz, no tiene mucho que hacer, todo el día pelándosela e imaginando adivinanzas.
Sobrevolaron un círculo de grandes piedras verticales con otras encima.
—Las piedras de los gigantes —dijo el viento.
—¿Hay gigantes en Inglaterra? —preguntó Guido.
—No temas —lo tranquilizó el viento—. La estirpe de los gigantes emigró hace muchos años al norte, cuando empezaron a llegar los humanos. Ya no queda ninguno.
Cuando empezaba a amanecer, con la lívida luz de la aurora aclarando el horizonte, avistaron una montaña negra de tierra y hierba y, un poco más allá, una abadía con sus patios, sus edificios, sus cocinas, sus establos, su iglesia, sus dormitorios, sus refectorios y todos las demás dependencias.
—Esa es Glastonbury, que antes del santo José se llamaba Avalon. Me refiero a José de Arimatea, el rico hombre que acompañó a la Magdalena a Francia. Luego vino a estas tierras, se estableció en la colina de Wearyhall y edificó la primera iglesia dedicada a la Virgen. Por cierto, que clavó su cayado en la cima y floreció un hermoso espino que todavía existe más robusto que cualquier árbol de la Floresta Tenebrosa. Cada día de Navidad, el espino echa flores, en pleno invierno, lo nunca visto.
El viento depositó a su pasajero en un descampado.
—Ea, adiós y que te vaya bien —dijo el viento—. Ahora abre tu bolsita para que me eche.
Guido abrió la bolsita y el viento penetró en tromba, aunque la bolsita parecía vacía y cabía en un puño.
Estaba a las afueras del pueblo. El lugar no parecía muy poblado, una calle central empedrada con su mercado y su plaza y unas docenas de casas, algunas en calles laterales de piso terrizo, embarrado a causa de las lluvias otoñales. Al fondo, como una mole amedrentadora, se alzaba el monasterio.
El muchacho echó a andar. En algunas casas asomaba una rendija de luz por debajo de las puertas porque la gente se estaba levantando. Mugían las vacas en los establos con las tetas prietas, pidiendo ordeño. En medio de la plaza, junto a la fuente y el abrevadero, había una picota de granito con un aro de hierro en la parte superior del que pendían media docena de cadenas. Había un delincuente en el cepo. Levantó la cabeza cuando sintió que alguien se acercaba.
—¡Agua, por el amor de Dios, agua! —suplicó.
—¿Cómo te la doy? —dijo Guido.
—¡Con las manos hombre, que los jóvenes no tenéis iniciativa ninguna: junta las manos en forma de cuenco y lo llenas en el pilón! Guido hizo lo que el penitenciado le pedía.
—En el caño ¿eh? —le advirtió el condenado—. No vayas a dármela de la pila, que tiene sanguijuelas.
—Descuida, hombre.
Guido dio de beber al sediento y le preguntó qué delito había cometido para que lo pusieran en la picota.
—Poca cosa. Solté un cuesco en domingo, el día del Señor.
—¿En la iglesia?
—No, hombre, en la calle.
Si lo suelto en la iglesia me cortan las orejas. En este pueblo hay un sheriff que no se anda con tonterías. Los desamparados echamos de menos al rey Ricardo. Con él a lo mejor tampoco se comía, pero por, lo menos te podías peer a gusto.
—Yo lo he conocido —lijo Guido con orgullo.
—¿Al rey Ricardo? Pero si está en Tierra Santa destripando sarracenos.
—Es que vengo de Tierra Santa.
—¿Y lo han visto tus ojos? —se interesó el hombre de la picota¿Cómo está?
—Fuerte como un león y valeroso, con una barba rubia en la que ya se le ven algunas canas.
—Eso debe de ser de los disgustos que le da su hermano Juan, el regente. ¡Que Dios te lo pague! Me has alegrado el día. Por eso quiero darte lo único que tengo de valor.
—No me tienes que dar nada —objetó Guido.
—Lo sé, pero, no obstante, quiero dártelo. Soy tan pobre que nada tengo, pero quiero compartir contigo mi secreto. Hace muchos años, cuando estos brazos eran más fuertes, era leñador. Una vez, en la Floresta Tenebrosa, me disponía a abatir un roble de mucho porte cuando la tierra se removió bajo mis plantas y salió el enano que cuidaba del árbol. No todos los árboles tienen un enano que los cuide, porque los árboles son muchos y los enanos pocos, pero aquel roble era un hermoso ejemplar y tenía su cuidador. Conque el enano salió, me llegaría por debajo de la cintura, gordo, con la barba de raíces, la piel terrosa, los ojillos diminutos, pero de mirada viva. Se encaró conmigo y me dijo: «¡A ver si tienes cojones de tocar este roble!»; «¿Qué dices? —le pregunté—. Tengo permiso del administrador del conde para abatir cinco árboles este invierno a cambio de entregar en el castillo la mitad de la leña. Si me pones pegas vuelvo al pueblo y el administrador me pondrá una escolta de guardias para que nadie me moleste mientras hago mi trabajo». El enano se lo pensó y dijo: «Si traes una guardia yo puedo traer a Krastig, conque tú veras lo que haces».
—¿Quien es Krastig? —preguntó Guido.
—¿En qué mundo vives, muchacho? Cómo se nota que no eres de por aquí. Krastig es un demonio encarnado en un jabalí verraco de más de diez pies de largo que pesa lo que una vaca, puro músculo, y es tan fiero que la salud se le desborda y va dejando un fétido rastro de semen descompuesto por donde pasa. Todo el mundo teme a Krastig.
—Ya veo que debe de ser peligroso. «¿Y si no corto el árbol, qué me das?», le pregunté al enano. «Una palabra que amansa a Krastig», me dijo el enano.
«¡Venga, trato hecho, la palabra», le dije. Al fin y al cabo me daba igual cortar otro árbol que no tuviese enano protector.
—Me dijo la palabra, que en realidad son dos: Xwesur vinuri Con eso se amansa el bicho. Así que te la entrego.
Guido notó que la palabra se quedaba impresa en su memoria.
—Te agradezco que hayas compartido conmigo tu secreto.
—No lo he compartido: te lo he entregado entero —precisó el penitente—. Yo ahora he olvidado la palabra y si me encuentro a Krastig en la Floresta Tenebrosa, Dios no lo quiera, me abrirá en canal.
—Si quieres te la devuelvo —ofreció Guido.
—No, quédatela, es una carga pesada y sospecho que a ti te hará falta antes que a mí.
—¿Dónde puedo hospedarme?
—En la posada La Chinche Infatigable. No tiene pérdida. Está al final de la calle, en el camino del monasterio.