CAPÍTULO LXII

Isbela profirió un alarido que resonó en todo el campo. Intentó acudir en socorro de su amado, pero dos manos poderosas la mantuvieron fija en su asiento.

En el celaje oscuro de la seminconsciencia, Guido escuchó la angustiosa llamada de Isbela. Entornó los ojos y vio a través de una neblina que Sven le Berg se disponía a rematarlo.

Al propio tiempo escuchó la voz de Pedro el Raposo que con un alarido le advertía:

—¡El turco Sarkis!

Era una alusión privada. En los ratos de asueto, Pedro el Raposo le había enseñado al muchacho trucos de lucha escuderil que bajo ningún concepto usaría un caballero. El golpe del turco Sarkis, una llave favorita de los turcopolos a sueldo de los cruzados, consistía en patear los testículos del adversario. No servía con los varegos castrados de la guardia del basileo, pero con cualquier enemigo entero de sus partes resultaba bastante efectivo.

La espada de Sven inició su recorrido hacia el pecho de Guido, apuntando entre las dos clavículas, pero en aquel momento la musculosa pierna del muchacho se disparó como una catapulta. Sven, alcanzado en plena natura, cayó había atrás con un alarido de dolor y se revolcó por el suelo hecho un ovillo con las manos en la parte lastimada.

—¡Ese golpe es innoble y propio de un sarraceno! —protestó Berenguer de Baux.

—Un golpe innoble en un combate innoble, nada importa —replicó Hugo de Merens—. También es innoble la traición, y tú la practicas.

Los otros nobles que ocupaban el cadalso permanecieron en silencio. Sabían que el prisionero tenía razón.

Ahora era Guido de St. Bertevin el que había recuperado su espada y la apoyaba sobre el cuello de su enemigo.

—¡Mátalo, mátalo! —le gritaba Pedro el Raposo.

El joven sacudió la cabeza disipando sus últimos mareos y, tras una breve vacilación, apartó la espada de la nuez de su enemigo y la devolvió a su vaina. Miró a Isbela que lloraba de alegría y su mirada se cruzó con la del noble Hugo de Merens, que sonrió y asintió. Guido desanudó el pañuelo de la muchacha del astil roto y lo pasó por la herida del costado antes de devolvérselo a su dueña, teñido con su sangre. Los dedos temblones y sucios del guerrero acariciaron brevemente los de la muchacha.

—¡Siempre amor! —suspiró Arnaut de Ventadour, el trovador, desde su posición, en un carro de heno.

El faraute levantó el brazo y la trompeta tocó convocando al siguiente encuentro.

Berenguer de Baux se levantó furioso del sillón.

—¡Aún no hemos decidido este torneo, faraute! ¿A quién corresponde el arbitrio máximo en este asunto de acuerdo con las leyes de la caballería?

Los caballeros presentes intercambiaron miradas de asombro.

—Al rey o, en su defecto, al conde que preside el torneo.

—El conde soy yo y declaro vencedor al caballero negro, el que ha luchado con arreglo a las leyes de la caballería con honor y denuedo. Por el contrario, declaro deshonrado al caballero blanco que ha recurrido a una treta artera cual es la execrable patada en los cojones, dicho sea con disculpa si ofendo a las damas escuchantes, pero es que a uno lo ponen en tal disparadero que pierde hasta los modales.

—¡Maldición e ignominia sobre ti, conde de Baux! —exclamó el anciano Hugo de Merens—. ¡Acumulas infamia sobre infamia!

Atacaste a traición mis estados, me has cargado de cadenas contra todo derecho y ahora intentas casar a mi hija, que es la flor de Provenza, con esa mala bestia de tu hermano, un asno, un imbécil babeante, un follaburras, una criatura de Dios que no acertaría a la boca con la mano. ¡Invoco a la santa Magdalena y a su sagrada estirpe para que esta injusticia no se cometa!

En estas razones andaban cuando Pedro el Raposo, que se había abierto paso hasta el pie de la tribuna real, sacó de su zurrón una maza de hierro, y, tras desmayar a un guardia que intentaba cerrarle el paso, saltó sobre el palenque y haciendo palanca con el mango forzó los grilletes de Hugo de Merens y lo liberó.

—¡Vamos señor, que se nos hace tarde y tengo los caballos listos! —lo animó.

—No temas padre —le dijo Isbela—. Es amigo mío.

Berenguer de Baux llamó en su auxilio a la guardia al tiempo que pugnaba por despojarse del manto ceremonial, pesado como una albarda, que le impedía desenvainar la espada. Cuando lo consiguió, sus prisioneros habían huido. Hugo de Merens, su hija y Pedro el Raposo se abrían camino entre la multitud seguidos por el enano del hacha y el orco. Todo había ocurrido tan de súbito que los seis hombres que guardaban el palenque no acertaron a reaccionar a tiempo y cuando lo hicieron e intentaron detener a los fugitivos, el barullo de campesinos y espectadores que huían cada uno por su lado, les impedía el paso. Cuando escaparon de la marea humana, los fugitivos habían montado ya en sus caballos, que el enano Grontal había prevenido detrás del palenque, y huían hacia el bosque.

—¡Tomás de Agen, haz algo! —grito Berenguer volviéndose hacia su mago.

El mago comprendió que debía intervenir con toda la energía posible si quería conservar el puesto. Se elevó de su silla de cuerno, levitando sin esfuerzo, y lanzó un conjuro de los más poderosos contra los fugitivos.

—¡Ajada xad cadagadajabazaja ha ajadacadaja za jajadagafaza kadafafadac!

El anciano conde, su hija, el enano, Guido y el orco casi habían alcanzado la linde del bosque. De pronto, el galope tendido de sus caballos se ralentizó. Avanzaban en medio de un aire denso como lodo. Cuando el brujo terminó el conjuro se habían detenido y quedaron inmóviles.

—¡Ya son nuestros: ahora podemos degollar a esos malditos y el obispo me casará con Isbela de Merens! —gritó jubilosamente Blas el Bobo—. ¡Prometo preñarla a la primera!

—Antes de que nadie intervenga debo deshechizar a la muchacha —advirtió el mago.

—¡Pues deshechízala! —le gritó Berenguer—. ¿A qué esperas?

El mago descendió del palenque por la escalera posterior. La muchedumbre que había asistido al prodigio le abrió paso en respetuoso silencio.

Los fugitivos estaban a menos de doscientos metros.

—¡Guardias, acompañadlo por si os necesita —ordenó el tirano—. Y en cuanto haya realizado el conjuro me traéis las cabezas de esos malditos!

Allá fueron el mago y dos docenas de guardias.

Tomás de Agen, aunque había cursado con aprovechamiento los estudios de la alta magia, carecía de experiencia. Antes de hallar acomodo en la corte de los Baux, había servido en Roma y en París tras un noviciado largo en Egipto. Algunas artes no las dominaba todavía.

Había algo en el aire que lo desconcertaba, como un flato a podrido. Se detuvo a pensar. ¿Qué significa esto? Debería oler a agua de rosas que es el olor natural de este conjuro sublime.

Pero olía a perro muerto, a cadáver.

—¿Qué es lo que apesta? —le preguntó al sargento de los guardias.

—Yo no huelo nada, señor —dijo el sargento.

El rudo militar ignoraba que la magia caldea se rige por olores que, a su vez, se relacionan con el ordenamiento espacial de las moléculas que los provocan. Cuando olemos una rosa no percibimos la química de su perfume, sino la geometría de la disposición de sus moléculas. Si tomamos otras sustancias químicas y las disponemos según el mismo esquema geométrico de las de la rosa, el resultado es el mismo perfume.

Tomás de Agen olía una disposición contraria a su hechizo. El conjuro más poderoso de que era capaz había ordenado la materia que regía el mundo a la manera que el brujo deseaba, pero algún elemento se resistía y ahora el mundo se desordenaba en su contra. Advirtió que, después de una vida de trabajo y estudio, después de vender su alma y sus conocimientos por el oro de los poderosos, la suerte suprema le fallaba y aquella limitación quizá le acarrearía la muerte. Lo que olía era la premonición de su propio cadáver descompuesto. De pronto comprendió que el enano no estaba tan petrificado como el resto de los hechizados: una avispa le zumbó cerca de la nariz y había movido un músculo de la cara para espantarla.

Cuando tuvo al brujo cerca, Grontal descabalgó parsimoniosamente del percherón inmenso que montaba y descolgó su hacha del arzón.

—Uno de los forasteros se está moviendo —observó el secretario de cartas de los Baux desde la tribuna.

—¡Ya veo que se mueve! —gruñó Berenguer.

—¿Por qué no te has hechizado como los otros, enano del diablo? —espetó el mago. Junto al enano, el hedor a cadáver era ya tan insoportable que le hacía saltar las lágrimas.

—¿No lo sabes tú que eres brujo y adivino? —repuso tranquilamente Grontal.

El mago comprendió:

—Ya entiendo. Llevas contigo una de las piedras del dragón que te protege de los hechizos, la dragontía.

Grontal sonrió y se introdujo la mano en la faltriquera: Sacó la piedra Templada y la sostuvo a la vista del brujo entre el pulgar y el índice.

—Has comprendido tarde —le dijo, levantando el hacha, y le descargó un golpe que le entró por el hombro y lo abrió hasta más abajo del pecho. Los intestinos del mago se derramaron como serpientes. Tomas de Agen se desplomó y al tocar el suelo el cadáver ya parecía llevar muerto un mes.

Los guardias que seguían al mago retrocedieron horrorizados.

—No podemos luchar contra la magia —dijo el sargento bajando su arma.

El hechizo se deshizo y los fugitivos recobraron el movimiento. Se quedaron indecisos en el límite del bosque sin saber muy bien qué ocurría, rodeados de guardias que habían trocado la agresividad por mansedumbre.

—¡Sargento, te he ordenado que degüelles a los fugitivos y captures a Isbela de Merens! —clamó Berenguer de Baux desde el palenque. El sargento no se determinaba a obedecer. Los guardias lo miraban y tampoco se movían, respetuosos con la cadena de mando. También porque sospechaban que el señor de Baux no tenía mucho porvenir y pensaban que más les valía no significarse hasta que se viera por dónde discurrían los acontecimientos.

Isbela había echado pie a tierra y con agilidad de gacela había encordado el arco que llevaba en el arzón. Colocó una saeta emplumada, tendió el arma y disparó. La saeta cruzó ante los ojos atónitos de la guardia, sobrevoló el campo verde y las cabezas de la muchedumbre paralizada por los acontecimientos y se clavó en la garganta de Berenguer de Baux, en el hoyuelo entre las dos clavículas.

El tirano contempló con mirada incrédula aquella vara de fresno que le salía de la garganta y le impedía hablar y respirar. De pronto se le nubló la vista. Berenguer se llevó la mano al cogote y palpó la punta de hierro que le sobresalía y que dejaba manar sobre la espalda un canalillo de sangre caliente. Antes de perder el conocimiento comprendió que lo había matado Isbela de Merens, la hija de su enemigo, la mosquita muerta, la dulce doncella que había deseado carnalmente desde que la vio en una visita a Beaucaire, cuando ella tenía doce años y los pechos pugnaces comenzaban a apuntarle bajo la túnica escarlata. Había concebido hacerla su amante, cuando ella hubiese parido un par de hijos de su hermano bobo que perpetuaran la estirpe. Aquellos sueños se desplomaban como un castillo de naipes.

El tirano cayó sobre el tablado alfombrado de juncia fragante. Antes de morir acertó a murmurar:

—¡Ay, Blasillo, qué va a ser de ti!

—Entonces ¿ya no me caso con Isbela? —preguntaba Blas el Bobo al secretario, más preocupado por satisfacer sus lujurias que por la muerte de su hermano.

—Me parece que no, sire —le dijo un guardia—. Y con tu hermano muerto me temo que tendrás que vagar por esos caminos de Dios mendigando un mendrugo. Creo que tus días de comer caliente se han terminado.

Los invitados se apartaron del cadáver, cada uno con la mano en sus amuletos particulares.

Alain de Cominges, señor de Lavet y decano de los nobles provenzales tomó la palabra y dijo:

—Es el momento de que se imponga la sensatez y se depongan las armas. Hemos acudido a esta fiesta como otros años, bajo la tregua de Dios y en aras de la paz, pero a nadie se le oculta que el conde Berenguer, que Dios se apiade de su alma, era un mal vecino y una mala persona que atropellaba a los débiles y acrecentaba sus estados por medio de la rapiña, el engaño y la traición. Algunos de nosotros hemos sido sus víctimas, otros, quizá, sus cómplices y aliados. Si ahora empezamos a hacernos reproches y a alentar suspicacias quizá su muerte, que debería ser para bien de todos, se convierta en la chispa que inicie una hoguera de la que muchos saldremos chamuscados. Eso es lo que menos nos conviene porque nos debilita y debilita los derechos divinos que nos asisten sobre nuestras propiedades y feudos, así como los privilegios que detentamos por ser nobles, particularmente el de apacentar a súbditos que trabajan para nosotros y para los clérigos a cambio de seguridad para esta vida y de oraciones para la otra. Ese es el orden natural de las cosas y no conviene apartarse de él, so pena que, por nuestra mala cabeza, vengan tiempos peores y más trabajados.

La mención del trabajo provocó un escalofrío helado en los espinazos de los nobles presentes, todos desacostumbrados a doblar la espalda como no fuera para rematar a un jabalí herido en una cacería.

—¡Que el obispo decrete paz y perdón! propuso uno. Los más indecisos se miraron.

—¿Y dejaremos sin castigo a los culpables? —dijo otro.

—¿De qué castigo hablas, Valery? —replicó un tercero—. ¿No fue este muerto que ves ahí el traidor que atacó alevosamente al noble Hugo de Merens, le incendió su feudo porque lo codiciaba, asoló sus campos y se los apropió contra todo derecho? ¿No proyectaba casar a su hija, la doncella Isbela (espero que siga doncella después de los ajetreos vividos en Ultramar), con este tonto de la baba como un medio de legitimar el atropello? ¿No nos hemos sentido avergonzados de tener ante nosotros al noble Hugo? ¿No hemos hurtado esta mañana la mirada incapaces de sostener la suya inquisitiva?

—Lo que dices está muy en razón —reconoció Valery. Los otros asintieron.

El obispo Bertrand se adelantó hasta situarse en medio de la concurrencia dispuesto a asumir su papel, siempre al lado del vencedor.

—Esto que ha ocurrido hoy ha sido un juicio de Dios —declaró con suavidad pastoral—. Dios ha determinado el castigo del réprobo y ha ensalzado al justo. Mi bendición sobre vosotros. Ya no hay más culpables ni más víctimas. Volvemos a la situación de hace dos años, conforme al derecho consuetudinario.

Hugo de Merens asistía a los razonamientos con el semblante resignado, como persona que está de vuelta de todo y que prefiere callarse lo que piensa por no complicar las cosas. Cuando escuchó al obispo comentó a su hija:

—Ya lo ves, Isbelilla, el obispo que iba a bendecir tu boda forzada con el bobo Blas, se escabulle también de la justicia y se otorga el perdón.

Isbela asintió con un suspiro.

El asunto de la boda estaba olvidado. La muerte de Berengucr acarreaba otros problemas.

—¿Quién nos empleará a nosotros a partir de hoy? —dijo el sargento de los Baux—. Porque el conde nos adeudaba la soldada de tres meses y nos tenía prometidas ciertas cargas de cebada y vino para la próxima cosecha.

Los nobles se reunieron en conciliábulo. Algunos aprovecharon para exponer ciertas reclamaciones. Un molino, para Carlos de Verdon, un olivar para Juan de Venosque, dos aranzadas de viña para Conto de Brignoles… Los que lindaban con Baux sacaron tajada del condado con la aquiescencia de la asamblea y los que no lindaban acordaron repartirse el contenido del castillo hasta dejarlo en las paredes mondas.

—¿Y a quién le otorgamos el feudo en el futuro? —inquirió el de Verdon.

—Al bobo no, que esta criatura no sabrá regirlo y en cualquier caso morirá sin descendencia —opinó el de Brignoles.

—¿Qué me decís del monasterio de Riez? —propuso el obispo Bertrand—. Que los buenos monjes lo tengan y cesarán las disputas por lindes y derechos.

—Sea —dijo el conde de Venosque. Los otros se mostraron de acuerdo.

Después se reanudaron las fiestas mientras dos guardias se llevaban el cadáver de Berenguer de Baux y lo sepultaban en un estercolero cercano.

El bobo Blas, compuesto y sin novia, se sumó a un corro de alegres bebedores que lo acogieron como a uno más. Había amanecido noble y poderoso en víspera de su boda y esa noche no tendría techo bajo el que dormir, pero así es la vida.

Dos días después, los viajeros se trasladaron a Beaucaire, el feudo de Hugo de Merens, y al entrar en sus tierras sus antiguos súbditos los recibieron con gran alborozo.

—Veo que las noticias viajan rápido —comentaba el conde Hugo complacido.

—Los trovadores lo van cantando por los caminos, sire.

Cuando llegaron al castillo encontraron a un grupo de antiguos siervos que habían acudido con picos, palas y hachas dispuestos a restaurarlo en cuanto Hugo de Merens les explicara las trazas. Entre ellos estaba también Jorge Cantacuzanos, tan hosco como siempre, aunque le costó trabajo disimular la alegría de ver a sus compañeros sanos y salvos.

—¡Lo que se ha perdido, paternidad! —le dijo jovialmente el enano Grontal.

—No me he perdido nada —replicó el clérigo—. He participado en todo con mis oraciones y en las largas y solitarias noches he contendido con la Abominación.

Grontal le entregó la Templada y él la guardó con las otras piedras en la cajita que llevaba al costado.

—El caballero de Tarento mató a la Tarasca, pero no tenía la piedra —informó el enano.

—Lo sé. Está en la barca del altar de Santa María del Mar —repuso Cantacuzanos.

—¿Y no nos lo advirtió? —protestó Pedro el Raposo.

Nadie me lo preguntó. Estabais demasiado deseosos de hacer vuestra guerra particular.

Había que reconstruir el castillo incendiado y aportillado. Hugo de Merens había conseguido una crecida indemnización a cuenta del tesoro del difunto conde Berenguer con la que podría acometer las obras y las del molino. La vida regresaba al valle.

Aquella noche comieron ciervo asado y salchichas picantes. Durmieron poco entre los jolgorios y los cánticos de la celebración. Al día siguiente los despertó el sol contentos y satisfechos. Había que proseguir el camino. Los viajeros se despidieron con grandes muestras de cariño de Hugo de Merens y de su hija, que quedaba al amparo del padre. La doncella y Guido habían bajado la tarde anterior a la fuente de la melusina y se habían prometido amor. Isbela incluso le permitió a Guido que la abrazara brevemente, sin magreo, y que la besara en los labios. Castamente, sin lengua.

—¿Me esperarás? —le preguntó el enamorado.

—Claro que sí —dijo Isbela—: Contaré los días.

—En cuanto cumplamos la misión correré a tu lado y pediré tu mano —le prometió Guido.

Isbela tuvo que reprimir las lágrimas en la despedida.

Subieron a los caballos y se alejaron del feudo, esta vez tristes, porque Isbela, la doncella a la que habían tomado tanto cariño, no los acompañaba.

Invirtieron dos días en descender el Ródano, que venía crecido con las lluvias de otoño, y desembarcaron en un lugarejo de la Camarga, la extensa llanura de yerbazales, lagunas y caballos. Tres días después llegaron a Santa María del Mar, una iglesia de piedra oscura, levantada en la arena de una playa desolada. La rodeaban media docena de cabañas de pescadores.

Entraron sin advertir que traspasaban una de las siete puertas. La iglesia estaba en tinieblas. Había un tosco altar mayor de piedra y sobre él una barca antigua como ya no se veía en el mar, sobre la que habían dispuesto dos sencillas imágenes que representaban a las dos Marías (la Magdalena estaba en su propio santuario de Baume). Detrás de la barca, una figura más tosca y medio oculta representaba a Sara la Goda, la esclava egipcia de María Magdalena, sobre una esfera de piedra que los pescadores adoraban antes de la cristianización de aquellas tierras.

La iglesia estaba desierta. Cantacuzanos, con las seis piedras dracontías en la faltriquera, se acercó al altar mayor llevando una lamparita de aceite en la mano y recitó un conjuro.

Al instante, la piedra Reluciente, la que santa Marta arrancó a la Tarasca, emitió una viva luz desde el cuerpo de la barca en la que estaba disimulada figurando una cuña. El clérigo adelantó la mano y la piedra se desprendió sola y vibró ligeramente en su palma.

—Bienvenida a mí, la luminosa —susurró el clérigo y la besó antes de guardarla con las otras.