CAPÍTULO LXI

La dragona Tarasca reconocía el vientre de la montaña, las familiares rocas, la oscuridad telúrica de la sima que había sido su sepulcro durante un milenio. No podía volar, pero podía arrastrarse hasta el exterior con su naturaleza de serpiente. Plegó las amplias alas de murciélago y las apretó contra el cuerpo escamoso hasta que fueron dos delgadas láminas y comenzó a reptar penosamente la peña arriba, caminando sobre las escamas erectas. A veces enroscaba la cola en las estalactitas para impulsarse. De este modo ascendió hasta el lugar donde la luz se filtraba débilmente del exterior.

Dilató los ollares de su hocico y respiró los aromas del aire que penetraba por la grieta. Se encontraba a pocos pasos de la gruta donde había establecido su antigua guarida. No era fácil salir por ella porque la angostura era tan estrecha que sólo podría pasarla comprimiendo sus agudas costillas de serpiente y desollándose la cabeza huesuda y poderosa contra las paredes. Percibió, entre los variados olores del bosque, el olor humano. Allí afuera había un hombre. Por el sudor del miedo, la dragona dedujo que se trataba del mismo que había lanzado a la sima la sangre necesaria para resucitarla. Y aunque temía seguía allí y la esperaba. ¿Por qué? Sólo cabía una explicación. Un caballero que se había propuesto matarla por segunda vez, un enemigo astuto que la aguardaba. Salir de la angosta grieta iba a ser difícil y mientras lo intentaba estaría a merced del hombre. La Tarasca, con su astucia de reptil, sacó primero la ágil cola, aquel poderoso látigo de carne escamosa rematado en aguijón y sacudiéndolo al aire en todas direcciones palpó la oquedad de la gruta buscando a su enemigo. Lucas vio el mortífero aguijón de escorpión, grande como la cabeza de un niño, con la aguda punta goteando su veneno mortal y se refugió lejos de la grieta. Su situación era comprometida. No llevaba la cota de malla ni el escudo, que habían quedado abajo, junto al caballo, y en estas circunstancias estaba inerme frente al látigo venenoso de la dragona. De repente se le ocurrió una idea. Agarró al aguilucho huérfano, que no dejaba de rebullir y protestar, y lo depositó en el centro de la gruta. Después volvió del revés el nido vacío y se resguardó debajo, como en una choza. El aguijón del monstruo siguió tanteando la cueva entre espantables silbos que brotaban de la grieta, hasta que encontró carne, la del aguilucho gritador, y se clavó en ella e inoculó su veneno. La Tarasca, convencida de que había matado al hombre que trataba de inmolarla, retrajo la cola venenosa y se concentró en el trabajo de salir de la grieta comprimiendo su abultado abdomen para hacerlo pasar por la hendidura. Solo cuando estaba a mitad de camino, la cabeza encajada entre las dos peñas descubrió sobre ella la mirada curiosa del hombre y la espada de mortal acero que empuñaba.

—¿No te ha matado el veneno? —le dijo—. ¿O es que érais dos?

—No éramos dos —respondió el guerrero—. Has matado a un aguilucho.

En los ojos vivos como ascuas de la Tarasca sólo había resignación. Hizo un supremo esfuerzo, cerró los ojos y terminó de sacar la cabeza arrancándose en el esfuerzo las escamas de las resecas y huesudas mejillas. El pescuezo largo y poderoso brotó tras la cabeza tan largo como los brazos extendidos de un hombre. Lucas saltó hacia atrás esquivando la primera dentellada y la puñalada venenosa de su lengua bífida, al tiempo que atacaba con la espada. El certero tajo decapitó al reptil antes de que pudiera liberar de la grieta el resto de su cuerpo. La cabeza quedó en el suelo de la gruta y el resto desprovisto de vida tiró del pescuezo cercenado y se precipitó nuevamente en las profundidades de la fosa ciega donde había permanecido durante un milenio.

—En esa cabeza, bajo la lengua, en la bolsa donde guarda el veneno, está la piedra Reluciente —había dicho Cantacuzanos.

Lucas de Tarento reprimiendo las arcadas de asco que le producía aquella cabeza espantosa y la sangre maloliente que manaba del pescuezo, se dispuso a explorar la bolsa del veneno. En vano intentó separar las fuertes mandíbulas. La Tarasca había muerto apretando el receptáculo de su único tesoro.

Recurrió a la pata de cabra que todo lo abre, la extrajo de su zurrón y con ella forzó las mandíbulas del monstruo desencajándolas, luego metió la garra metálica bajo la lengua y removió la bolsa del veneno.

No encontró nada.

Volvió a intentarlo con más cuidado, más profundamente. Nada.

—Por un momento creí que la Tarasca acabaría contigo —le susurró el Misterio al oído—. ¿Qué haces ahora?

—Busco la piedra Reluciente.

—¿Por eso has matado a la pobre bicha?

—¿Por qué si no? —se impacientó el caballero—. ¿Qué crees, que ando por el mundo haciendo esto por deporte? Es que necesito esa jodida piedra.

—¡Alma de Dios, haber empezado por ahí y no habríamos tenido que montar todo este número! —le regañó el Misterio sin perder su tono tranquilo y susurrante—. ¿Crees que no tengo otra cosa que hacer que asistir a caballeros pirados que no se informan debidamente?

—¿De qué me hablas?

—La pobre Tasrasca no tiene ya la piedra Reluciente. Santa Marta se la arrebató.

—Entonces, ¿dónde demonios está la piedra?

—En Santa María del Mar, en la iglesia de las tres Marías, adornando la barca que hay sobre el altar mayor. Eso lo sabe todo el mundo; pero, como la piedra parece un guijarro normal y corriente sin valor, nadie la roba.