CAPÍTULO LVIII

Guido se abrió paso entre la multitud y salió hasta la empalizada donde todos lo vieran. Los espectadores contuvieron el aliento. El forastero se había dirigido de manera insolente a Berenguer de Baux, un delito sobradamente merecedor de la muerte. No obstante, como la ofensa se había inferido delante de sus súbditos y de los invitados extranjeros, seguramente el tirano le reservaría alguna ejecución pública especialmente refinada para que su justicia fuera ejemplar. La turba se entusiasmó ante la perspectiva de una ejecución que no figuraba en el programa. La mañana prometía.

De Baux miró al insolente muchacho con más curiosidad que cólera.

—¿Quién eres tú, castrador de puercos, para apelar a la caballería?

—Guido de St. Bertevin, de la sangre de los Foix. Mi padre tiene un castillo en Bretaña.

—¿A qué apelas? —le preguntó el anciano de rey de armas.

—Apelo a un juicio de Dios —respondió Guido con aplomo—. Esa mujer me ha hecho promesa sagrada de matrimonio y apelo a Dios para que en este campo del honor, mediante torneo singular, demuestre que la razón y el derecho me asisten.

Dos o tres invitados nobles juntaron las cabezas en conciliábulo. El mayor de ellos, que era también el de más autoridad, dijo:

—Berenguer de Baux, creemos que el muchacho dice la verdad. Los tres hemos tratado a los Foix en otro tiempo y todos tenían ese mismo aspecto, anchos de espalda y narigones. El derecho de sangre le asiste.

—Que hable el rey de armas —dijo de Baux.

El rey de armas era su compadre Alain de Monfra, conde de Pierrepertuse, un hombre experimentado que se percató de la situación. Aquel mozalbete Guido de St. Bertevin, estaba desafiando al prometido de Isbela, Blas de Baux, pero el tonto de la baba no sabía levantar una espada, ni era capaz de tenerse en pie más de un minuto.

Por lo tanto, era razonable que escogiera un campeón para que lo sustituyera en la lucha.

—Decreto que un campeón luche por el caballero Blas de Baux. Cualquiera de los caballeros que aquí concurren.

Berenguer de Baux se puso en pie.

—Y yo ofrezco una recompensa de cien monedas de oro al campeón que defendiendo las armas de mi hermano en un duelo a muerte me traiga la cabeza de este deslenguado.

Un duelo a muerte eran palabras mayores. Los siete campeones presentes intercambiaron miradas.

—Yo me retiro —dijo uno—. No he venido a matar a nadie, sino a justar.

—Yo hago lo mismo. Bastante sangre he derramado ya —dijo el de la tienda de rayas rojas y blancas.

Los otros titubeaban. Se miraban entre ellos o miraban al suelo. Cien monedas de oro era más de lo que algunos habían visto o esperaban ver en su vida.

—¿No habrá un hombre al que no le tiemble la barba? —preguntó Berenguer encolerizado a la muda muchedumbre.

—¡Yo lo haré!

Un misterioso caballero vestido con malla negra de doble anilla y un yelmo que le ocultaba los rasgos de la cara se adelantó traspasando el cinturón de los guardias.

Pedro el Raposo lo reconoció al instante: Sven le Berg.

El voluntario cruzó el prado hasta situarse frente al palenque condal. Se levantó la celada y dedicó una sonrisa irónica a Guido de St. Bertevin cuando se colocó a su lado. Era algo más alto que el muchacho y mucho más fornido.

—Sven le Berg, volvemos a encontrarnos —le dijo Pedro el Raposo.

—No hemos dejado de encontrarnos desde que salisteis de Tierra Santa, pero estáis ciegos.

—Era un aspirante a templario que renegó de la Orden en los Cuernos de Hattin —explicó el Raposo a Guido en voz baja—. Conoce todos los trucos y sabe luchar. Será mejor que no te enfrentes a él.

—¿Qué pretendes? —preguntó Guido al caballero.

—Las cien monedas de oro.

—No creo que lo hagas por las cien monedas. Si nos has seguido y conoces la misión que nos han encomendado no querrás interferir en ella, porque eso puede acarrear la eterna condenación de tu alma.

—¿Mi alma? ¿Quién te ha dicho que quiero salvar mi alma? Yo sirvo a la Abominación.

—Ya tenemos el campeón —anunció Berenguer de Baux satisfecho—. Blas, querido, entrégale tu prenda.

El hermano bobo se adelantó babeante y ató su pañuelo rosa en el astil de la lanza que Sven le Berg le tendía.

—Yo también tengo mi campeón —dijo Isbela levantándose—. Acercaos, caballero.

Guido se aproximó al palenque para que Isbela anudara su pañuelo verde en el astil de su lanza.

El rey de armas levantó la mano y un trompetero hizo sonar su instrumento, castigando los tímpanos de los observadores más cercanos. Los pájaros levantaron el vuelo en los árboles que ribeteaban el prado.

Tocaba sortear el campo. El rey de armas y los dos ancianos caballeros que lo asistían comparecieron en el palco condal:

—La cara para el caballero negro, la cruz para el blanco —dijo Berenguer de Baux.

El negro era Sven le Berg. Lanzaron la moneda al aire.