CAPITULO LVII

Lucas de Tarento recorrió la calle maestra desierta y desembocó en la plaza frente a la iglesia de santa Marta, un adusto edificio de piedra, sin ventanas, hosco, con una espadaña torcida y sin campanas.

El caballero descabalgó y ató las riendas a una argolla del muro. La iglesia estaba oscura como una cueva. Al fondo, dos velas de sebo apenas iluminaban el altar, bajo una tosca talla de la santa pisando al monstruo. Los pasos del visitante resonaron en las bóvedas desnudas. Se detuvo frente a la angosta escalera de gastados peldaños que descendía hasta la cripta. ¿Qué invisible fuerza lo empujaba a explorar aquel subterráneo? ¿Acaso el cuerpo de la santa podía infundirle valor o experiencia para la prueba que se avecinaba? El antiguo templario descendió unos peldaños salitrosos y se halló en una cámara subterránea parecida a una caja de piedra. Olía a tierra mojada y a cadáver. Las paredes destilaban regueros de humedad y salitre. Las gotas de humedad condensada que se desprendían del techo habían formado un charco en el suelo. Al remover con sus pisadas el barro del fondo se elevó un aroma a rosas frescas.

La Dama de la Rosa Azul.

Lucas de Tarento frotó un asperón y encendió un cabo de vela. La luz vacilante le reveló una lápida cubierta con una inscripción antigua, ya ilegible.

—Marta y Diana, busco a la Tarasca —dijo Lucas de Tarento.

—La Tarasca está en su cueva de la montaña —susurró el Misterio, como un eco, desde los cuatro ángulos de la cripta. Su voz era apenas audible, ronca y asmática. Se trasladaba por las paredes describiendo ondas de sonido, y convergía en la piedra central del techo, desde la que se derramaba en suspiros hasta los oídos del caballero:

—Sal por el camino de la herrería y al llegar a la bifurcación, donde hay una cruz de piedra a la que le falta el trozo de arriba, tomas el camino de la izquierda. A medida que te internes en la montaña se irá estrechando, apenas una veredita medio borrada por las hierbas.

Sigue a pesar de todo sin desviarte hasta la peña de la Muela y allí mismo encontrarás la cueva.

Lucas de Tarento siguió la instrucciones, salió de la iglesia, atravesó el pueblo dormido, pasó ante la herrería silenciosa, encontró la cruz decapitada y el camino sin huellas que se perdía en la espesura de la montaña frente a la peña de la Muela. Una vez allí se detuvo indeciso, sin saber por dónde seguir. Nuevamente la voz le susurró al oído:

—Descabalga y camina hasta la peña.

Obedeció. La hierba y los helechos terminaban en la base de un farallón casi vertical de peña viva. Miró hacia arriba. La vista se perdía sin ver la cumbre, en la comba muralla de piedra compacta. Sólo piedra y cielo.

—¿Qué hago ahora? —se dijo.

Esta vez la voz permaneció muda. Lucas miró alrededor por si veía a alguien, pero no había nadie en muchas leguas a la redonda. Anduvo unas docenas de pasos hacia un lado y otro por ver si la peña tenía alguna cortada por donde escalarla. Nada. Peña lisa imposible de escalar. Ni siquiera sabía con seguridad que la guarida de la Tarasca estuviera arriba.

Estuvo todavía un buen rato cavilando hasta que recordó que en el arzón del caballo estaba la pata de cabra de Pedro el Raposo. La tomó y golpeó con ella la peña.

—¡Ábrete!

Un temblor agitó las hojas de los arbustos y conmovió la hierba, como si una ráfaga de brisa la hubiese sacudido. La peña se hendió en una grieta tan ancha que permitía el paso de un hombre. Dentro apareció una rampa suave que invitaba a recorrerla. Lucas se guardó la pata de cabra y comenzó a ascender por el camino mágico. La rampa serpeaba por el corazón de la peña elevando al viandante. Ascendió por la cuesta internándose en el corazón de la roca. Sin embargo, siempre tenía a la vista el paisaje circundante, como si la peña se hubiera vuelto transparente y le permitiera ver el exterior, con el caballo que pastaba en el prado y se iba empequeñeciendo a medida que el jinete ascendía, los troncos de los árboles, luego las copas, el bosque a vista de pájaro y las lejanas alquerías.

Después de un buen rato llegó a una gruta tan amplia que podría contener a doscientos hombres, el bostezo de la montaña, la guarida de la Tarasca. La cueva parecía deshabitada. Un techo de roca alto como el de una iglesia, con estalactitas que pendían como los lagrimones de una vela y el suelo lleno de ramas petrificadas, escombros humanos propios de un osario y basuras antiguas, todo cubierto por una gruesa capa de polvo y tierra. En un extremo de la cornisa, el intruso encontró un nido de águila con un polluelo del tamaño de una gallina, cubierto de plumón. Al percibir su presencia lo confundió con la madre que le traía la comida y se puso a chillar desaforadamente.

—¿Es aquí donde habita la Tarasca? —preguntó al aguilucho el caballero Lucas.