CAPÍTULO LVI

Isbela de Merens le dirigió una mirada llena de odio al secretario de los Baux. Se enjugó las lágrimas y compuso un semblante altivo.

—¡Sois repugnantes y tú más que ninguno, servidor de la hiena! El secretario sonrió al cumplido.

—Soy feliz royendo los huesos que la hiena desecha —contestó—. No te replicaré porque hoy mismo serás mi señora. Bienvenida a Baux. Tu prometido, Blas de Baux, te espera con impaciencia de enamorado y las Cortes de Amor llevan una semana celebrando vuestro himeneo con encendidos versos.

Aquello era más de lo que Guido podía soportar. Se adelantó y propinó un puñetazo al insolente. El secretario era más bien alfeñique y cayó al suelo sangrando por la boca y las narices.

—¡A mí la mesnada! —gritó.

No fue menester el aviso porque ya varios guardias armados habían rodeado a los viajeros y los encerraban en un círculo de lanzas.

—¡Obispo! —gritó Guido dirigiéndose al prelado que lucía su atuendo escarlata y su mitra en el palenque—. ¡Apelo a la tregua de Dios! Soy un caballero que he venido en paz para participar en el torneo. El obispo cuchicheó algo al oído de Berenguer de Baux.

—¡Hermano, es Isbela! ¡Es Isbela, más buena que el pan candeal! —señaló Blas de Baux, babeando de gozo.

Berenguer dirigió a su hermano una mirada piadosa.

—Lo sé, Blas. Es Isbela. Aquí la tenemos como te prometí. Cuando termine el torneo el obispo Bertrand os casará.

—¿Y podré llevármela entonces al castillo?

—Podrás.

—¿Y hacerla mía?

—Claro que sí. Será tu mujer.

—Me refiero a jugar con ella al animalito de las dos espaldas.

Los invitados reprimieron unas risas. No sabían si el humor de Berenguer toleraba que se rieran de la simplicidad de su hermano.

Berenguer enrojeció ligeramente y sonrió un tanto avergonzado.

—Sí, hermano. Tendrás que consumar el matrimonio y engendrar en ella lo antes posible un robusto Berenguerito que herede nuestros estados. Con la bendición de la Iglesia todo será legal.

El obispo Bertrand asintió debidamente.

Mientras tanto, los guardias desarmaron a los viajeros y los condujeron hasta el pie del palenque.

Isbela se zafó de los guardias y se abrazó a las piernas de su padre, el noble Hugo de Merens, y le mojó los pies descalzos con sus lágrimas. El viejo intentaba mantener la compostura, pero no pudo evitar que las lágrimas bañaran también sus curtidas mejillas.

Berenguer de Baux contemplaba la escena con una sonrisa cruel. El bobo Blas babeaba tasando los encantos de su prometida con mirada lujuriosa. La saliva le goteaba por la pechera bordada del manto.

—¡Hola, Isbela! —saludó a la muchacha con su voz gangosa y le dedicó una sonrisa llena de dientes podridos.

La muchacha escupió en el suelo por toda respuesta, y eso que se había educado con las monjas.

Berenguer de Baux se volvió hacia sus invitados para mostrarles a la muchacha. Algunos habían puesto en duda que compareciera para la boda, como el mago Tomás de Agen había vaticinado.

—Isbela de Merens —dijo Berenguer con su voz de trueno—. Sube a este tablado y siéntate al lado de tu prometido. Regocíjate porque lo que estamos celebrando es el torneo de vuestras bodas.

Dos guardias tomaron a Isbela por los brazos y la obligaron a subir, pero una vez arriba ella se zafó y corrió a abrazarse a su padre.

—Un encuentro enternecedor —observó Berenguer—. Padre e hija llevaban dos años sin verse. Dejemos que lo disfruten puesto que quiero agradar a mi consuegro y a mi futura cuñada.

—¿Me siento con ella? —preguntó el bobo—. ¿Puedo meterle mano ya?

—No, déjala tranquila con su padre —concedió el tirano—. Tiempo tendrás de sentarte con ella y de acostarte con ella, hermano. Va a ser tuya para toda la vida, con la bendición del obispo Beltrand que representa al Señor. Ahora quizá sea mejor que comience el torneo.

—¡Apelo a la caballería! —gritó Guido desde el cerco de los guardias.