CAPÍTULO LIX

—Aquí es —respondió la voz susurrante al oído de Lucas—. La grieta del fondo de la cueva es la boca cerrada del abismo.

El caballero se asomó a la grieta. Su anchura no excedía de un par de palmos y su longitud equivaldría a diez zancadas de un hombre. No se veía nada dentro porque un saledizo ocultaba el fondo. Lucas arrojó una piedra de buen tamaño y percibió sus rebotes contra las rocas durante un buen trecho hasta que el sonido se perdió en las profundidades de la montaña.

—¿Cómo es posible que la Tarasca habite aquí? —preguntó—. Un monstruo tan poderoso no cabe por esta rendija.

—La Tarasca murió hace más de mil años, pero espera ahí abajo como la crisálida de la mariposa espera en su capullo —dijo el Misterio—. No hay más que despertarla.

—¿Cómo puedo despertarla?

—Enviándole la sangre de los animales que la componen: el murciélago, el águila y la serpiente.

Al fondo de la cueva había una pequeña galería medio ocluida por los escombros de cuyo techo pendía una nube de murciélagos dormidos. Lucas de Tarento vació su bolsa de costado, la llenó de murciélagos y los fue cortando en dos y arrojando a la sima de la Tarasca. Los animales agonizantes cayeron hasta las profundidades.

—¿Donde encontraré una serpiente? —se preguntó el caballero. El Misterio susurró a su oído.

—Si tu corazón es puro, Dios te proveerá.

Apenas lo había dicho cuando una sombra se abatió sobre la cueva y apareció un águila real de gran envergadura, la que habitaba en la gruta, que traía en el fuerte pico y en las garras una serpiente gruesa como la muñeca de un leñador y más larga que un hombre.

El águila, al ver su gruta ocupada por un extraño, soltó el cadáver de la serpiente sobre el nido y atacó al intruso. Lucas la esperó con la espada desenvainada al fondo de la gruta, donde el techo se aplanaba y el vuelo del ave sería más difícil. El águila enfurecida se arrojó sobre él avanzando las temibles garras, el pico atento para romperle el cráneo, pero el caballero abatió su espada y le cercenó limpiamente la cabeza y un ala.

Una garra hizo presa en el hombro y hundió las crueles uñas en la carne del cruzado antes de que la muerte le infundiera laxitud y olvido.

Lucas arrebató la serpiente al aguilucho, que ya había comenzado a picotearla, la troceó y la arrojó sangrante por la grieta, luego troceó el águila real y arrojó sus cuartos al abismo.

En el interior de la rendija, a tres sogas de distancia dentro del corazón de la peña, la angostura se ensanchaba en una especie de bolsa que era el final de aquel intestino de la montaña. Allí reposaban en su sueño los restos momificados de la Tarasca desde que santa Marta la mató, mil años atrás. Solamente quedaban huesos recubiertos de una piel de serpiente reseca y unos pergaminos desarbolados y rotos de lo que fueron las alas, con excrementos de murciélagos y de restos más menudos de otras sabandijas caídas en aquellas oquedades.

Sobre aquellos vestigios del monstruo cayeron los cadáveres ensangrentados de los murciélagos, de la serpiente y del águila. Las sangres se mezclaron y siguieron filtrándose gota a gota entre la basura hasta que tocaron el cadáver descompuesto de la dragona. En la perfecta oscuridad de la gruta se percibió, entonces, un gorgoteo apagado, y un leve hervor seguido de un movimiento casi imperceptible, como el de la masa de pan cuando la levadura hace su efecto y comienza a hincharse. Así comenzó a hincharse el cadáver reseco de la Tarasca. Sus huesos se removieron entre el polvo y se fueron concertando, sus tendones, sus músculos y la piel conformaron lentamente el espantoso cuerpo, las escamas de la serpiente cobraron vida y vigor, la cola terminada en cruel aguijón engordó y se mostró nuevamente lozana e inquieta como un látigo. La Tarasca se recompuso, levantó la cabeza guarnecida de duras placas córneas, extendió sus fuertes alas membranosas y bostezó con su boca de aliento ponzoñoso nuevamente guarnecida de tres filas de afilados dientes. Emitió un silbo y miró hacia arriba desde donde se filtraba una remota raya de luz, calculando su posición.