Habían instalado el palenque en un prado ameno que se abría entre una fila de roquedos y el río. A un lado estaban las tiendas de los campeones, de planta circular, más altas que anchas, rematadas en un aro de madera pintado de brillantes colores y un mástil. Había una de listas blancas y negras, otra roja y blanca, otra blanca con flores de lis, e incluso una negra con tréboles verdes recortados y cosidos. No había dos del mismo color porque las lonas reproducían los colores de cada casa. Delante de cada tienda estaba plantada la banderola del campeón. Casi todas adornadas con leones rampantes, unicornios, ciervos con muchas puntas, jabalíes y otros animales heráldicos.
Guido admiró los magníficos arreos de los caballeros, que se exhibían sobre caballetes.
—Habrá que cuidarse del caballero que no tiene enseña —comentó Pedro el Raposo señalando con un gesto a una tienda negra, sin adorno alguno, a cuya puerta ondeaba una banderola del mismo color.
Una empalizada de madera y cañas que llegaba a la cintura de un hombre, discurría por el centro del prado, entre las peñas y el río. Los contendientes tenían que partir de los extremos y galopar cada uno a un lado para embestirse a mitad de camino, frente al palenque ducal. El que derribaba a su contrario vencía, pero si los dos se derribaban mutuamente continuaban a espada o con las armas que decidiera el rey de armas, un caballero anciano que arbitraba el torneo.
En el centro del prado, pegado a las rocas de la montaña, delante del lugar donde chocaban los torneadores estaba la presidencia, un espacioso palco de madera, cobijado por un palio de lona roja y adornado con paños de brillantes colores, tapices y cortinas. Asistían al torneo los Baux y sus invitados más ilustres, aliados de otros condados vecinos. La corte de los Baux resplandecía con todos los refinamientos que Berenguer de Baux había traído de sus correrías por Francia, corte real incluida. No faltaban mástiles con gallardetes adornando el campo, ni guirnaldas de boscaje verde enroscadas en las empalizadas que contenían a la vociferante y festiva multitud que se agolpaba en el prado para asistir a los torneos, con la esperanza de ver manar la sangre.
En la tribuna condal, dos docenas de invitados ataviados con sus atuendos más ceremoniales departían alegremente en espera del comienzo de los juegos. Les habían traído sillones, jamugas y hasta un aparador en el que podían servirse pan, vino y carne asada en los intervalos de los torneos.
Los campeones se alinearon en un extremo del campo. Llegó el momento de hacer las presentaciones y demostrar los trofeos.
—¡Mi padre está en la tribuna! —señaló Isbela emocionada.
—¿Quién es? —le preguntó Guido.
—El anciano de la izquierda, el de la barba blanca y el semblante triste.
El muchacho reparó en la noble figura que parecía distraída y ajena a la alegría que lo rodeaba.
—Tiene las manos encadenadas —observó Pedro el Raposo.
—Lo usan como reclamo para cazarnos.
—Porque me buscan a mí —dijo Isbela con la voz quebrada—. No soporto que mi padre sufra por más tiempo.
La muchacha no pudo reprimir un sollozo. El secretario de cartas de los Baux, que andaba examinando a la multitud en compañía de dos guardias reparó en los forasteros y se acercó a ellos. Reconoció inmediatamente a la muchacha.
—¡Isbela de Merens, te esperábamos! —le dijo dedicándole una helada sonrisa. Y volviéndose a su escolta ordenó—: ¡Guardias, prendedla!