CAPÍTULO LIII

Lucas de Tarento había entrado en el valle Tenebroso y, después de seguir el único camino posible, llegó a la ermita de san Martín, donde descansó junto a la higuera que sombrea la fuente. El anciano ermitaño le contó la historia de la Magdalena.

—Habréis de saber que en la crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo, tres mujeres acompañaron su agonía al pie de la cruz: María Magdalena, María Jacobea y María Salomé, las tres Marías. María Magdalena tenía una hermana, Marta, y un hermano, Lázaro el resucitado. María Magdalena, o María de Magdala, era la esposa de Cristo, porque habéis de saber que Cristo, a pesar de su carácter divino, en su afán de padecer las mismas limitaciones que cualquier hombre, no se había sustraído a la calamidad del matrimonio. De hecho ningún judío mayor de veintidós años escapaba al casorio porque la religión mosaica los obligaba a casarse y a reproducirse para obedecer el mandato divino de creced y multiplicaos, aparte de que no habría mundo si no nos reprodujéramos, por eso Dios, en su infinita sabiduría, ha puesto la vena del gusto en los respectivos órganos sexuales del macho y de la hembra, que, al acoplarse y una vez producidas las necesarias sacudidas pélvicas del macho, desencadenan un orgasmo placentero y así lo hacemos cuantas veces se apareja con mucha delectación. Ese gusto tan grande es, aunque los clérigos insistan en lo contrario, el más bello canto con el que las criaturas pueden agasajar a su Creador.

Lucas de Tarento convino en que así era.

—Después de la muerte de Cristo —prosiguió el anciano—, los derechos dinásticos de la Casa de David recaían en el niño que María Magdalena llevaba en su vientre y era de temer que sus enemigos la mataran o mataran al niño al nacer. Por lo tanto, María Magdalena huyó de Judea para parir su hijo lejos, donde pudieran vivir en paz, y se embarcó en secreto, junto con algunos parientes y amigos, en una nave fletada por un rico mercader, José de Arimatea. Cruzó el mar, impulsada por vientos favorables, y vino a la Provenza.

Con María Magdalena llegaron Marta y Lázaro y una criada egipcia, Sara, que conocía los secretos de su pueblo. María Magdalena desembarcó en un lugar de la Camarga llamado Santa María del Mar. Ahora hay un santuario dedicado a las Tres Marías al que acuden los peregrinos a postrarse ante una talla de una barcaza con dos mujeres de pie, las Marías.

—¿Dos y no tres? —preguntó Lucas de Tarento.

—Dos, porque se supone que María Magdalena vivió y murió toda la vida en soledad en una cueva de los montes de Baume, a donde se retiró después de tener su hijo, la Sangre Real, es decir, el vástago de Cristo, el rey del mundo.

En este punto la verdadera historia se entrevera con los relatos piadosos inventados por los devotos. Han disimulado a la esposa de Cristo haciéndola pasar por una prostituta que se arrimó al grupo apostólico y nos dicen que al llegar a esta tierra hizo penitencia en una cueva de los montes del Bálsamo Santo (Baume) durante los treinta y tres años que le quedaban de vida. El hijo de Cristo y de la Magdalena fundó en Francia una estirpe judía vinculada a los sicambrios y a los merovingios, los llamados «reyes de los cabellos largos» a «reyes ociosos» porque no reinaban. El Papa y Roma no cejaron hasta que una nueva estirpe, la de los carolingios, desplazó a la merovingia, la sangre de Cristo. Hoy la orden secreta del Temple, no la que conocéis, sino otra más secreta que crece en ella, se esfuerza en restaurar la Sangre Real.

El anciano habló de otras cosas, algunas de ellas confundidas en las nieblas de la vejez y, al final, se quedó dormido al solecito tibio del otoño. Lucas de Tarento le cubrió la cabeza calva con la capucha y tomando de reata el caballo prosiguió su camino.