Cuando amaneció descubrieron que el semiorco había desaparecido.
—Se ha pasado al enemigo —supuso Pedro el Raposo, sin disimular su ira—. Ya lo he visto otras veces. Los orcos viven en la manada. En cuanto ha olfateado a otros orcos se ha unido a ellos. Les dirá cuántos somos y cómo peleamos y llegado el caso será él mismo el que nos degüelle.
Guido salió en su defensa.
—No lo creo. Más bien habrá decidido no acompañarnos, por cualquier otra causa y no se ha atrevido a decirlo. Ellos piensan a su manera y quizá no tienen el alto concepto del amor o de la obediencia que nos lleva a los humanos a despreciar el peligro antes que faltar a nuestro deber.
La mención de la muerte extendió una leve capa de pesimismo sobre los viajeros. Nadie lo había dicho hasta entonces, pero probablemente caminaban hacia ella. Se iban a enfrentar a un enemigo experto y más numeroso que luchaba en su terreno y esta vez no contaban con la magia protectora de Cantacuzanos.
Levantaron las tiendas y se internaron de nuevo en el monte de encinas, pinos y alcornoques. A medida que avanzaban, los árboles eran más pequeños, debido al suelo rocoso, y menudeaban los berruecos. A media mañana una muralla natural les cortó el paso. El Raposo se adelantó a reconocer el terreno y regresó con malas noticias. El único camino posible discurría por un barranco estrecho.
—Pasemos rápido —propuso el Raposo—, porque es el lugar ideal para tender una emboscada.
Cuando llevaban un buen trecho, en lo más angosto del camino, se escuchó el inequívoco rugido de Gorgo. Al instante lo acompañaron otros rugidos. El orco padre, que mandaba en la manada, se lanzó contra Gorgo y lo abofeteó por haberse precipitado. Aquel grito a destiempo los había delatado antes de que los humanos llegaran al lugar preciso de la emboscada. El orco padre no podía imaginar, debido a su limitada inteligencia, que Gorgo lo había hecho adrede, para proteger a los humanos.
—¡Atrás, atrás! Nos están aguardando —gritó Guido de St. Bertevin—. Hacia aquellos árboles. Hay que armarse.
Cabalgaron hacia el lindero del bosque. Guido se caló su cota de malla y Pedro y Grontal sus perpuntes. Se ajustaron los yelmos con la celeridad que aconsejaba el apurado trance. Mientras tanto, Isbela de Merens había encordado su arco galés forzándolo contra el suelo sin ayuda de nadie. Se colocó la aljaba en bandolera.
Guido y Pedro subieron a sus caballos.
—Recuerda Isbela: a los orcos hay que acertarles en el cuello o a la cara —dijo Pedro—. En el pecho no sirve de nada.
Los orcos tienen las costillas anchas y tan fuertes que es como si llevaran una coraza natural bajo la piel.
—¡Warw sbunsk bia gs swkarssi! —rugió el orco padre a la manada—. Sgies gst wyw ue oie wkkia. ¡Snywerw!
Los orcos salieron de las rocas blandiendo sus mazas y corrieron contra los invasores saltando de piedra en piedra. Guido y Pedro picaron espuelas y les salieron al encuentro, el muchacho lanza en ristre y Pedro el Raposo con su adarga sarracena y su palanqueta, que brillaba con un intenso azul luminoso al reclamo de la sangre.
Guido se lanzó contra el orco padre, esquivó su maza y le asestó una lanzada en el sobaco del brazo que sostenía el arma. La lanza penetró dos palmos de través y atravesó el corazón, aunque del orco todavía tuvo fuerza para aferrarla y partirla antes de desplomarse. En su carrera, el alazán que montaba Guido había atropellado a un orco delantero. Sólo estaba aturdido, antes de que se despabilara el muchacho le asestó un tajo que casi le separó la cabeza del tronco.
—Eso ha estado bien, alevín —le gritó el Raposo desde el otro extremo del barranco. Había descargado su palanqueta en dos cráneos y los había abierto como si fueran de mantequilla.
Los orcos supervivientes titubearon entre rugidos encolerizados. Habían descubierto demasiado tarde que eran víctimas de una traición. Gorgo, el semiorco fugitivo de un mercader de esclavos que se había unido a ellos, estaba de parte de los humanos. Ya había degollado a tres de sus congéneres y se disponía a atacar al cuarto.
El enano Grontal, mientras tanto, había eliminado a dos orcos con su temible hacha. Sólo quedaban tres en condiciones de pelear.
Intentaron huir, pero uno se desplomó alcanzado en la garganta por una flecha de Isbela y el otro anduvo unos pasos con el hacha de Grontal clavada en la espalda antes de caer en tierra abatiendo de paso un pino joven.
—Hemos vencido en la primera batalla —anunció exultante Guido al ver despejado el campo.
—Gracias a la ayuda de Gorgo —reconoció Pedro el Raposo.
Era la primera vez que el escudero pronunciaba su nombre. Hasta entonces nunca se había dirigido a él. Gorgo dejó escapar una lágrima y respondió con un gruñido agradecido.
Entones Isbela de Merens reparó en la sangre que goteaba por la mano abatida del semiorco.
—¡Gorgo está herido!
Uno de los orcos le había acertado cerca del hombro con su maza guarnecida de trozos de metal cortante y le había abierto una brecha.
—¿Donde está la botica? —reclamó la muchacha.
Pedro el Raposo descolgó de su arzón la bolsa de cuero que contenía las curas. Palmeó cariñosamente el brazo sano del semiorco.
—Tendrás que disculpar que desconfiara de ti? le dijo. —Debo reconocer que eres un guerrero honorable.
Algunos semiorcos desarrollan cualidades humanas. Gorgo desconocía las exigencias del honor, pero sabía ser fiel aún a costa de su propia vida.
Isbela de Merens reprimió la repugnancia que producía la piel orca, formada de costras terrosas de las que mana un efluvio a estiércol, y lavó la herida con vinagre, antes de aplicarle manteca, cortezas cocidas, pasta de hierba cicatrizante y un vendaje. Gorgo, con lágrimas en los ojos, disimulaba el dolor y se dejaba hacer. De vez en cuando elevaba la mirada a Guido, como disculpándose por causar aquella inconveniencia a su prometida.
—Uno de los orcos ha escapado —dijo el Raposo—. Me temo que irá con el cuento al castillo.
Prosiguieron el camino y al caer la tarde llegaron al valle de Arpilles desde el que se avista la ciudadela de los Baux, emplazada a gran altura entre los estratos rocosos del valle, con el pueblo al pie de la roca atravesado por un riachuelo.
Entraron en el pueblo ya anochecido y tuvieron que dirigirse a varias posadas, que encontraron llenas, antes de encontrar alojamiento en un hostal modesto, El Sarraceno Cojo y Manco.
El mozo del mesón acompañó a Pedro el Raposo a las cuadras para acomodar las cabalgaduras y darles cebada.
—¡Menudo nombrecito tiene el establecimiento! —comentó el escudero.
—En realidad el dueño le quería poner El Sarraceno, a secas, pero le encargó el cartel a un pintor muy malo, por ahorrarse unos denarios, y el moro le salió con una pierna más gorda que la otra y con un brazo más corto, así que cuando vino el rotulista a poner debajo el nombre del mesón, el posadero estaba tan cabreado por las bromas de los parroquianos que decidió que se llamara El Sarraceno Cojo y Manco.
—¡Eso es un hombre! —alabó con sorna el escudero—: ¡Con dos cojones: sostenedla y no enmendadla!
Después de refrescarse, llegada la hora de la cena, pasaron al comedor donde degustaron el mejor plato de la casa, unos piedpaquets, o callos rellenos de ajo, cebolla y hierbas aromáticas.
En la mesa de al lado había un trovador que había acudido a las justas poéticas. Los Baux eran los señores más rudos, más crueles y más despiadados de la Provenza, pero, al propio tiempo, Berenguer de Baux era aficionado a la poesía occitana y se rodeaba de una caterva de trovadores, algunos buenos, otros pasables y otros francamente malos. Muchos de ellos no reunían las mínimas condiciones y sólo se habían dado al laúd para huir del trabajo.
El trovador Arnaut de Ventadour, pálido y enteco, vestido con un jubón raído y unas calzas remendadas con esmero, con la barbita y el bigotillo recortados al estilo de la corte de Aquitania, se estaba comiendo, con gran pulcritud y ceremonia, dos berzas cocidas y una rebanada de pan. Masticaba lentamente para que durara. Pedro el Raposo, viéndolo hambreado, le ofreció un cucharón de callos de la fuente comunal. El trovador le quedó tan agradecido que le prometió mencionarlo en una de sus endechas. Entablaron conversación. Arnaut de Ventadour conocía todos los chismes relativos a las últimas generaciones de los Baux. El abuelo había pasado a cuchillo a los habitantes de Courthézon; una hermana suya había descuartizado a su marido en prisión; un hijo de esta sitió el castillo de una sobrina encinta con la que se había encaprichado.
La sobremesa fue larga y distendida. Los viajeros pidieron sidra joven e invitaron al trovador, que se unió al grupo gustosamente. La conversación derivó hacia el reciente invento de la poesía amorosa cortesana. En Provenza y Occitania había decenas de poetas dedicados a la producción de toda clase de endechas y poemas en los que declaraban su amor sin malicia, puro arrobo platónico, a las más altas y famosas señoras, cuyos nobles maridos, lejos de mosquearse, los obsequiaban con plumas de pavo real y alguna que otra moneda.
—La moda procede de los sarracenos de España que, a su vez, la han tomado de oriente, de una tribu de Arabia, los Banu Udra, por eso lo llaman amor udrí —explicaba Arnaut—. Consiste en perpetuar el deseo y no llegar nunca al acoplamiento.
—O sea, que se dan un calentón, pero no follan —dedujo crudamente Pedro el Raposo.
—Es un modo bastante basto de decirlo, pero por ahí va la cosa —reconoció el trovador.
—Me parece una solemne mentecatez —opinó el Raposo.
—El amante prefiere la muerte a profanar el cuerpo del ser amado —prosiguió Arnaut de Ventadour—. ¿No habéis notado esa laxitud, ese decaimiento que sigue al coito, ese deseo de soledad, ese girarse en la cama y roncar? Es el síntoma de que la realización del coito nos sume en la tristeza. El hombre es el animal triste tras el coito, lo dijo Aristotil. Nosotros, los trovadores, tomando la idea básica de los sarracenos, la hemos perfeccionado y hemos hecho a la mujer imagen de Dios y, por lo tanto, inalcanzable. Lo bueno es adorarla, sin deseo interpuesto. Por eso la comparamos con el sol, con las estrellas y con la Virgen María, porque es un amor casto. El hombre tiene una visión total de la perfección divina en el reflejo de la mujer. Y por eso escogemos como criatura del amor a las esposas de nuestros protectores; ellos saben que por ese lado no hay nada que temer, aparte de que, para subrayar la idea, vestimos como maricas, con colorines y cascabeles, y tocamos el laúd en plan lánguido, para acompañar nuestras endechas. Ellos, nobles y brutos como son, desprecian todo lo que no sea partir un árbol de un mazazo, rajar un tronco de un mandoble o apagar un cirio de un eructo. Esto que digo se verá mejor en un poema. ¿Os lo recito?
—Si no hay más remedio… —se resignó el Raposo. Arnaut tañó su laúd, lo afinó y comenzó a cantar:
Aunque estaba dispuesta a entregarse a mí, me abstuve de ella y desobedecí a Satanás, que me tentaba con su carne, porque no soy como las bestias sueltas y destrabadas que toman los jardines como pasto y los ensucian con sus cagajones.
¿Qué os parece?
—Muy inspirada —dijo Guido.
—De lo más fino —comentó el Raposo.
—Bueno, en realidad no es mía —reconoció el trovador—. La composición pertenece a un poeta sarraceno, un tal Ahmed ibn Farash de Jaén, pero yo la he arreglado a mi manera y le he añadido el último verso, el de los ensucian con sus cagajones, que, a mi juicio, presta una gran fuerza expresiva al resto del poema, ¿no os parece?
—En efecto —convino Guido—, le presta mucha fuerza expresiva. Pedro el Raposo no acababa de entender el amor cortés.
—¿Y nunca se ha dado el caso de que un trovador pase de la poesía a las veras? Quiero decir ¿no se enfadan estos señores porque os declaréis enamorados de sus mujeres?
—Está admitido que la cosa va de finezas, sin pretensión carnal alguna. No obstante, así en confianza, os diré que es mejor hacerse más fino de lo que uno es. No sé si me entendéis.
Guido y el Raposo se miraron.
—No, no te entienden —gruñó Grontal.
Arnaut de Ventadour miró alrededor para cerciorarse de que sus confidencias no saldrían del círculo de sus benefactores.
—Quiero decir que es mejor que sospechen que eres gay. De esta manera te acercas a sus mujeres sin despertar recelo, no te vaya a pasar lo que al pobre Guillem de Cabestanh.
—¿Qué le pasó? —preguntó el Raposo.
—Un buen amigo mío, pobrecillo. —Las lágrimas acudieron a los ojos de Arnaut—. Lo tenía todo: tenía muy buena mano para la poesía amorosa; tenía una manera de pulsar el laúd que imitaba el trino de la pajarería; tenía una voz más armoniosa que la de los ángeles de los coros celestiales, pero también tenía cuarta y mitad de miembro dentro de la bragueta y consiguió insertarlo en lo más íntimo de la señora de este castillo.
—Lo natural —aprobó Pedro el Raposo—. ¿Y qué ocurrió?
—Esa fue su desgracia. Berenguer de Baux descubrió el asunto, lo hizo detener, le rajó con sus propias manos el pecho, le arrancó el corazón palpitante y se lo entregó a su cocinero para que preparara unos farcis de carne que le sirvió calentitos a su esposa para la cena. Ella comió los canutillos sin advertir que el relleno era el corazón de su amante. Cuando Berenguer de Baux se lo dijo, esperando horrorizarla, la señora comentó, con su dulce voz, que jamás había probado carne tan deliciosa ni esperaba volver a probarla. A continuación subió a las almenas de la torre redonda y se arrojó al vacío.
—Y ese Berenguer, que por lo que veo es una mala bestia, ¿sigue mandando aquí? —inquirió el Raposo.
—El mismo. Todos los días se solaza con mujeres y cuando sale de campaña viola a las que puede, pero no ha vuelto a casarse desde que enviudó. Por eso va a casar a su hermano Blas el Bobo con la princesa de Merens, para conseguir descendencia que perpetúe la estirpe. La boda es mañana, pero, por lo que yo sé, la novia todavía no ha comparecido. No obstante el mago Tomás de Ageu, que está invitado en el castillo, ha asegurado que vendrá y ese hombre tiene fama de no equivocarse nunca.