—Los dos hermanos acuden puntuales a su cita —dijo el capitán aspirando las brisas marinas.
Se refería a los vientos de otoño en la costa provenzal, los dos hermanos ímpetu y Oso, que juntos componen el Impetuoso y que tienen la peculiaridad de que, cuando se ponen marineros, se dividen racionalmente el trabajo porque uno sopla en una vela y el otro en la siguiente, o los dos en la misma, pero de través, si la galera les cae simpática y navega de bolina. Los dos hermanos empujaron la galera Caminito de la Sardina hasta las verdes costas de Francia, en el país provenzal, donde la embarcación tocó tierra en un recóndito puerto de pescadores, Le Lavandou. Allí los viajeros celebraron la buena travesía con un cordero de los afamados de Sisteron, que Pedro el Raposo adobó con tomillo, ajo y vino blanco y asó sobre unas piedras con mucho arte, sobre el propio embarcadero, sin perder de vista la nave. Acudieron pescadores locales y labriegos de más adentro por la curiosidad de ver a un orco, y Gorgo, al verse tan admirado, hacía ruidos con los distintos orificios de su cuerpo, lo que provocaba grititos en las mujeres y carcajadas en los hombres.
Aquella noche durmieron en un buen cobertizo, donde los pescadores sacan sus barcas en invierno, y tuvieron que taparse con lienzos encerados porque de madrugada cayó un chaparrón. Guido veló sus amores contemplando el bulto que hacía Isbela bajo la manta. El muchacho estaba triste porque la víspera, cuando avistaron la cinta verde de la costa, su amada había dejado escapar dos lágrimas mientras decía: «Ya huelo la chimenea de mi casa». A Guido le parecía que la doncella lo miraba menos y con indiferencia a medida que se acercaba a sus lares, o como se mira a un hermano, no como a alguien que un día te dio la mano y te hizo sonrojar.
Amaneció una mañana radiante con sus pájaros piadores y su cielo luminoso y azul. Los viajeros zarparon de nuevo, y fueron costeando, de cabotaje, hasta dejar la islas de Levante y de Cros a barlovento y también la de Porquelloras. Al caer la tarde, la Caminito de la Sardina enfiló el estrecho que esta isla forma con el cabo de la Torre Derretida.
A Lucas de Tarento le traían recuerdos aquellos parajes porque los había recorrido en otro tiempo con una carraca templaria que cargaba vituallas para Tierra Santa en el puerto de Tolón.
—En ese promontorio —informó— se refugió hace cincuenta años o más el Carpón, un monstruo marino que se moría de viejo. Yo conocí a un perfumista ciego que lo vió antes de perder la vista. Era grande como una iglesia, con unas aletas mayores que la vela de un trirreme. El monstruo se abrazó a la torre vigía, suplicando bautismo cristiano, que el obispo de la diócesis le negó por no ser criatura, y allá murió y se pudrió, infestando con su hedor ponzoñoso a toda la comarca. Cuando las alimañas se lo acabaron de comer y el cuerpo se quedó en los huesos resultó que sus jugos eran tan ácidos que habían derretido la piedra de la torre. Por eso la llaman la Torre Derretida.
—Ese monstruo que dices era un hijo de Leviatán —señaló Cantacuzanos—. Cada mar tiene el suyo y cada ciento veinte años ponen un huevo y se mueren pidiendo confesión. Ellos mismos se fecundan, porque entre ellos no hay distingos de macho y hembra, lo que es un capricho de la Abominación. Por eso están malditos de Dios.
—Sí que es un capricho —comentó el Raposo—. Si los hombres fuéramos a la vez machos y hembras no sé qué sucedería. Más de la mitad se pasarían el día dale que te pego, practicando el amor propio, y se descuidarían las cosechas y el trabajo y el mundo caminaría al revés.
De allí prosiguieron costa arriba y aunque se apartaron algo de la línea terrestre al pasar ante Marsella, se cruzaron con muchos barcos de varias naciones y hechuras que iban o venían de aquel activo puerto. Navegaron un día más y al amanecer del siguiente vieron que el mar se había tornado más gris que verde.
—Ahí delante tenemos el Ródano —dijo Lucas de Tarento—. Esta agua que navegamos es dulce.
Para demostrarlo lanzó el odre al agua, lo recogió y bebió de ella. La encontró amarga, pero disimuló. «Nada es como se recuerda» —reflexionó tristemente, y el pensamiento puso una sombra en su corazón. Había acumulado demasiados recuerdos terribles en la bolsa de su memoria, tantos que incluso los fugaces recuerdos felices se teñían de amargura, como el agua. Lo asaltó la fugaz visión de un cruzado saliendo de una choza con un niño de pecho ensartado en la sangrienta espada, en una aldea perdida, sin nombre, un día sin fecha, un camino sin dirección, en la tierra maldita que llaman Tierra Santa.
Enfilaron la corriente fluvial, una desembocadura tan ancha que no se distinguía de la costa. Cantacuzanos se fue a popa y con mucha reserva, dando la espalda a los presentes, entreabrió su saquito de los vientos y conjuró al Mistral para que soplara hacia el norte. El Mistral, violento, frío y seco, no es viento que se haga mucho de rogar. Al instante hinchó la vela y empujó al barco corriente arriba levantando espumas con el tajamar. De esta manera subieron el Ródano y al día siguiente, martes de mercado, amanecieron en Arlés, donde desembarcaron y almorzaron el famoso guiso de toro con aceitunas, el gardianne, en la reputada bodega El Atracón del Canónigo.
—¡Arlés! —suspiró Cantacuzanos en la sobremesa—. Aquí es conveniente encomendarse a san Trófimo, el santo que acompañó a las Tres Marías cuando vinieron a estas tierras, tras la crucifixión de nuestro señor Jesucristo, y evangelizó esta comarca, que antes adoraba a la Abominación, y la arrojó a los infiernos.
—¿La Abominación era una persona? —quiso saber Guido.
—Hijo mío, la Abominación adquiere múltiples formas para engañar a los humanos. La de Arlés se llamaba Venus y adoptaba la forma de una mujer hermosa en su plenitud.
—¡Cómo me hubiera gustado verla! —dijo Pedro el Raposo mientras apuraba un hueso de buey ante la mirada atenta de dos perros callejeros.
Cantacuzanos le dirigió una mirada severa.
—No digas necedades, escudero. El que la veía se prendaba de ella.
Su belleza irresistible era el recurso de Satanás para llevar al infierno a las criaturas. Ahora la ciudad está libre de Abominación, pero no está libre de pecado, me temo.
Lo decía porque cuando tocaron puerto y cesó el Mistral velero, habían percibido las inequívocas notas de un laúd en la taberna del puerto y sobre más de un balcón pendía un ramo verde, reclamo de las casas de lenocinio.
En Arlés sólo permanecieron una noche. Despidieron al amable capitán del Caminito de la Sardina y prosiguieron el viaje con los seis buenos tordos de la Camarga, que Lucas de Tarento había adquirido, después de mucho regatear, pues los precios se habían disparado después de las últimas sacas de los hospitalarios y de los mercaderes de Tierra Santa. Convenientemente aprovisionados, tomaron la calzada del norte, que remonta el río por su margen izquierda, camino de Beaucaire, el feudo familiar del padre de Isbela, Hugo de Merens.
Cuando se acercaban por bosques y sendas de su infancia, Isbela no podía disimular su alegría y señalaba tal cerro donde una vez un rayo escindió una roca o tal encina corpulenta a cuya sombra su tío Andrés mató un jabalí herido al que encontraron engastado en un colmillo un anillo de oro, o tal fuente donde un día abrevó su caballo san Martín.
Los viajeros entraron en el valle de Beaucaire, marcado por un peñasco elevado en cuya cima crecía con dificultad un frondoso almendro. Tras pasar el primer bosquecillo, lo primero con lo que se toparon fue el molino de Trens, que había ardido, y estaba sin techo y silencioso. Sólo quedaban las cuatro paredes tiznadas y la maquinaria herrumbrosa estropeada del incendio.
Una corneja pasó graznando por el lado izquierdo. Cantacuzanos se inclinó hacia Lucas de Tarento.
—La muchacha no va a encontrar a su familia —observó—. ¡Lo que nos faltaba!
Se levantó una niebla espesa que borraba en el horizonte las torres del castillo de Baucaire. Después de caminar otro rato, sin cruzarse con nadie, llegaron ante una choza miserable, construida con troncos y barro. Al ruido de los caballos salió un campesino que se asustó al ver a un grupo armado ante su vivienda.
—No temáis buen hombre —lo tranquilizó Isbela, cada vez más alarmada—. ¿Que ha ocurrido que no se ve a nadie?
—Princesa, ¿no me conoces? —dijo el campesino.
Isbela se fijó en aquel rostro rojizo, de barba rala y gris, en aquella boca trémula y desdentada.
—¿Voisin? —aventuró. El viejo afirmó en silencio, con los ojos arrasados en lágrimas—. ¿Qué te ha pasado? ¿Qué te han hecho?
—¡Ay, señora! —se lamentó el pobre hombre. Y se echó a llorar con desconsuelo.
Lucas de Tarento levantó la mano para ordenar un alto. Descabalgaron y rodearon al campesino.
—Fue hace año y medio —dijo el hombre—, unos meses después de vuestra marcha, princesa. Una mañana llegaron los hermanos de Baux con sus mesnadas y lo arrasaron todo. Vuestro padre intentó proteger sus estados, pero ellos traían más gente además de diez oreos en traílla que les había alquilado un comerciante de esclavos. El choque fue terrible, pero al final los de Baux desbarataron nuestras tropas, mataron a mucha gente, cautivaron a otros y han dejado el valle para pasto de ganado. De aquí al castillo solo veréis cabreros y pastores de los Baux.
—¿Y qué fue de mi padre?
—Combatió como bueno, pero lo descabalgaron y lo hirieron. Cuando lo llevaban prisionero, atado como un fardo sobre una mula, no cesaba de repetir: «Un día volverá mi yerno con mi hija y os lo hará pagar caro!».
Isbela disimuló su silencioso llanto. Ignoraba si su padre había muerto y en cualquier caso, ella no se había casado en Ultramar. No existía yerno alguno que pudiera defender su causa. Solamente un pretendiente al que, aunque había demostrado ser bravo y guerrero, no se atrevía a pedir amparo puesto que todavía no lo habían consagrado caballero.
Aquella noche, en el campamento, Cantacuzanos se reunió con Lucas.
—¿Qué haremos ahora? Hemos traído a la muchacha a su casa, pero la casa ya no existe. Creo que deberíamos dejarla en el monasterio de Nimes. Allí las monjas acogen a las muchachas nobles desamparadas. Debemos proseguir nuestra misión sin más aplazamientos.
A Lucas de Tarento le disgustaron las palabras del clérigo.
—He estado meditando sobre ello y yo soy de la opinión de que el código de la caballería nos obliga a restituirla a su padre.
—¡Su padre está preso en una mazmorra de los Baux, unos locos homicidas que tienen a su servicio un batallón de orcos y no sé cuántos hombres de armas! No podemos poner en peligro esta expedición, que es vital para la Cristiandad. Cuando salimos de Tierra Santa yo sabía que la muchacha nos acarrearía problemas.
—Asumiré esa responsabilidad —respondió Lucas—. Tampoco yo me ofrecí voluntario para esta misión. En Tierra Santa advertí que buscar las piedras del dragón y la Mesa de Salomón era superior a mis fuerzas. Desde entonces me ha abrumado esta carga. Ahora quiero observar la noble ley de la caballería que me obliga a defender a los desamparados.
—No contéis conmigo para esto —advirtió Cantacuzanos—. Si tan fuerte os veis, hacedlo sin ayuda de la magia.
—Lo haremos como podamos.
Hablaban tan alto que Guido escuchó lo que decían y se entristeció al comprobar que el clérigo odiaba a la muchacha. Gorgo le puso la mano en el hombro y le enseñó los dientes. Era su forma de mostrarse agradecido y de comunicarle que podía contar con él.
Gorgo miraba a Isbela, que se había retirado a orar a la capilla en ruinas. La grácil figura de la muchacha se recortaba al trasluz sobre una sábana que había tendido sobre el muro derruido para preservar su intimidad.
Guido tomó su caballo de la rienda y bajó al manantial de Nomeolvides. Un caño de bronce vertía agua sobre la cantarera. Mientras el animal abrevaba en la gran pila de piedra, el joven sentía su corazón inflamado de amor. Envidiaba aquellos muros, aquellos árboles, aquellas aguas que habían acompañado a su amada todos los años en que estuvo ausente de su vida. ¿Cómo pudo vivir sin ella y sin embargo ser feliz? Ahora aquella ausencia le parecía insoportable.
—Te quiero y daré mi sangre por defenderte —murmuró.
La melusina que habitaba en el manantial escuchó estas palabras. El hada antigua había acunado a la semielfa en su nacimiento, la había acompañado en sus primeros pasos y en sus juegos y se había encariñado con ella. Al escuchar las razones del mancebo enamorado se sonrió con ternura. El hada tenía el aspecto de una adolescente rubia de largos cabellos, en todo semejante a una muchacha excepto en que vestía una túnica pasada de moda y su cuerpo era enteramente transparente. Tomó las palabras del muchacho antes de que se disolvieran en el aire y las enrolló en su dedo índice.
La noche caía lenta sobre los árboles y los caminos.
La melusina llevó las palabras del enamorado al oído de su enamorada junto con la brisa susurrante. Isbela, al oírlas, lo miró y permitió que, por un momento, sus lágrimas brillaran a la luz de la luna.
Aquella noche pernoctaron en las ruinas. Durmieron un sueño intranquilo, excepto Gorgo, que roncó, como siempre, en el prado donde tendió su camastro, e Isbela, a la que la melusina de la fuente acunó con las canciones de su infancia para que lograra un sueño reparador.
La mañana amaneció envuelta en una niebla algodonosa tan espesa que a duras penas se veía la mano extendida. Tuvieron que llamarse a voces y tras desayunar unas galletas con pasta de anchoas y aceite, la anchoiade, que el Raposo había preparado, Lucas de Tarento convocó a la asamblea en el patio de armas.
Carraspeó antes de hablar, como hacía en las declaraciones solemnes.
—He meditado las distintas opciones que se nos presentan y he decidido que intentemos rescatar al noble Hugo de Merens y le restituyamos su estado. Sé que esto nos aparta de nuestra misión principal, pero lo exigen las leyes de la caballería, que son la orla que ennoblece a la cristiandad. Deberéis saber que no contaremos con la magia, pues Jorge Cantacuzanos está en desacuerdo conmigo y no quiere participar, una decisión que yo respeto, pero aun así lo intentaremos.
Cantacuzanos se había sentado en una almena caída en medio del patio y miraba hacia otro lado aparentando indiferencia.
Guido no pudo ocultar su entusiasmo ante la idea de rescatar al padre de Isbela, lo que, además, le permitiría prolongar sus días junto a la muchacha.
—Somos tres hombres de armas, cuatro contando a Gorgo —dijo— y ya otras veces nos hemos batido con treinta y hemos vencido con la ayuda de Dios y de las piedras del dragón.
—Somos cuatro hombres y una mujer de armas —intervino Isbela decididamente—, pues llegado el caso combato como uno más. Guido la miró. Estaba hermosa por la mañana, con el pelo recogido en una cola, con los mechones rebeldes orlados de diminutas gotitas que depositaba en ellos la niebla. La capa que cubría sus hombros y la preservaba de la humedad se había entreabierto y dejaba ver el brial de paño ceñido marcando los dos pechos separados y valientes: ¿Cómo no arriesgar la vida por aquella mujer?
—Esta vez las piedras no nos darán ventaja —decía Lucas de Tarento— porque he decidido que se queden con Cantacuzanos. No podemos exponernos a que nos las arrebaten si perdemos el combate. La alta misión de la Cristiandad debe seguir sin nosotros. Si caemos, otros caballeros nos relevarán.
Pedro el Raposo miró a su señor con asombro. Ahora renunciaba a la ventaja de las piedras dragontías. Él era un simple escudero, pero sabía algo de guerra y uno de los principios más elementales del combate consistía en no desaprovechar ventaja alguna. Nunca entendería las leyes de la caballería.
Ensillaron y partieron. Cantacuzanos, hosco y serio, convino en aguardarlos tres días en las ruinas del castillo. Si no regresaban al cabo de ese plazo, se presentaría ante el obispo de Marsella y pondría en sus manos las piedras del dragón para que la Iglesia decidiera qué hacer con ellas.
Los expedicionarios tomaron el sendero que discurría hacia el este, las tierras de los Baux. Durante tres horas caminaron por medio de bosques y prados sin ver más allá de la grupa del caballo que los precedía. Después, la niebla comenzó a disiparse y abrió paso a una mañana soleada con la hierba, los altos helechos y los árboles salpicados de rocío. Los caminantes llegaron al lugar que llaman el anfiteatro, donde una roca semicircular, que parece cortada a cuchillo, cobija una fuente de agua fría y cristalina. En medio del prado había un carromato pintado de vivos colores con escenas que figuraban a Mucio Scévola quemándose una mano para demostrar el valor de los romanos, a Lucrecia suicidándose para demostrar la honestidad de las romanas y a Alejandro Magno contemplando el incendio de Persépolis tras derrotar a los persas. La viñeta estaba ejecutada con tal maestría que los ateridos propietarios del carromato se estaban calentando a su lado y extendían las manos hacia el incendio y se las frotaban. Cuando vieron acercarse a un grupo de caballeros con lanzas y caballos de guerra no se inmutaron. Había costumbre.
—¡Dios guarde! —saludó Lucas de Tarento—. ¿Venís de Baux?
—Sí, señor, somos juglares y saltimbanquis que venimos de la feria de Baux. Aquello está bastante animado, pero hemos hecho poco negocio porque hay muchos trovadores que nos hacen la competencia a los profesionales.
—¿Qué es lo que celebran?
—¿No lo sabéis? Celebran las bodas del menor de los Baux, el hermano tonto, Blas, con la hija de Hugo de Merens.
Los visitantes se miraron asombrados.
—No sabía que tuvieras una hermana —dijo Guido.
—Y no la tengo —se apresuró a aclarar Isbela—. Soy hija única. Mi madre murió cuando nací yo.
Lucas de Tarento miró a la muchacha.
—¿No tienes ninguna prima o pariente que se llame como tú?
—No. Yo soy la única Isbela de Merens. Lucas reflexionó.
—En ese caso, saben que nos dirigimos a sus tierras, lo han sabido quizá antes que nosotros, y nos aguardan.
Pedro el Raposo interrogó a los juglares acerca de la fuerza de los hermanos Baux. La información no era nada halagüeña. Los diez orcos alquilados seguían con ellos. Además, mantenían su mesnada de doce hombres de armas y seis caballeros aliados habían acudido a las fiestas cuya atracción principal era un torneo con una jarra de plata como premio.
—A pesar de todo, perseveraremos en nuestro propósito —decidió Lucas de Tarento. Espoleó su caballo y retomó la senda del este. Los demás lo siguieron.
—Los caballeros lo ven todo muy fácil —observó Pedro el Raposo hablando consigo mismo—, pero a veces se meten en estacadas de las que salen con los pies por delante para que los juglares canten su muerte heroica. Sin embargo, del escudero que muere nadie se acuerda. Le sacan de la faltriquera lo que pueda tener de valor, que nunca es mucho, y lo entierran bajo un palmo de tierra para que lo desentierren los perros o los trudentes. Así es la vida. Si por lo menos tuviéramos con nosotros a Grontal, el maldito enano con su hacha.
—¡Lo tenéis! —bramó una voz enanil a su espalda.
Se volvieron sorprendidos. Allí estaba Grontal, sobre un caballo lanudo de los que se crían en los valles suizos.
—Nunca me he alegrado tanto de ver a un jodido enano —dijo Pedro el Raposo abrazándolo.
El enano mostraba su risa poderosa y dejaba escapar un par de lagrimones de los ojillos terrosos y arrugados.
—¿Íbais a meteros en danza sin mí? —riñó—. Aquí me tenéis de nuevo y traigo un presente para nuestro capellán: la piedra Templada que guardaba el gigante Antulfas.
—La verdad es que todos pensábamos en ti y te echábamos de menos —dijo Isbela—. ¿Cuándo has llegado?
—Ya me estoy acostumbrando a volar —dijo Grontal—. Estaba tan tranquilo en un pueblecito suizo donde la mujer de un panadero se disponía a mostrarme ciertas preseas que guardaba en el arcón de su dormitorio y, de pronto, un viento me ha arrebatado y me ha sacado por la ventana, con la bragueta desabrochada y todo, tal como estaba. Viniendo por los aires me creció debajo este caballo que se llama Impetuoso y he venido a caer entre vosotros. Parece cosa de brujería.
—No es brujería, es magia —dijo Guido—. Espero que Cantacuzanos esté detrás de esto.
—Cantacuzanos quiere mantenerse al margen y no creo que cambie de parecer —dijo Lucas de Tarento—. Más bien habría que achacárselo a la virtud de la piedra Templada. Las piedras, según tengo entendido, tienen voluntad propia. Quizá la Templada ha querido participar en esta aventura.
Prosiguieron el camino entre unos cañaverales espesos en los que se abría un sendero ancho, realzado con losas, que los condujo al Ródano. Había un embarcadero y una vieja choza de troncos en la que aguardaba el barquero, un viejo encorvado por la edad.
—¿Queréis pasar al otro lado del río, je je? —rió—. ¿Sabéis por qué lo sé? Je je, porque si no quisierais pasar no habríais escogido este camino, viene de Les Antul derecho al río, no va a ninguna otra parte. Yo tenía diecisiete años cuando mi mala cabeza me puso aquí por un pecado que cometí y desde entonces estoy condenado al río.
No nos interesa tu historia —lo interrumpió Pedro el Raposo—. Dinos la tarifa, te pagamos y nos pasas.
—¿La tarifa? Para vosotros, nada. Os pasaré de balde. —Trato hecho, entonces— dijo el Raposo.
La barca era en realidad una balsa construida con viejos tablones con un mecanismo de tracción servido por cuatro mulos que tiraban de una soga tendida sobre el agua. El final de la soga eran unos pesebres situados a una distancia conveniente. Cada vez que la barca se ponía en movimiento los mulos alcanzaban unos bocados de cebada. Tras la cebada les entraba sed y regresaban al río a beber, con lo que otra vez traían la balsa de regreso.
La barca con los viajeros y sus caballos cruzó el Ródano, que bajaba turbio y caudaloso con las lluvias del otoño. Cuando llegaron al otro lado, Lucas de Tarento le dijo al barquero:
—Acepta esta moneda por tus servicios. El viejo dio un paso atrás.
—No sire, no puedo aceptarlo.
—¿Acaso no eres pobre? ¿Por qué rechazas lo que te corresponde?
—Porque lleváis la muerte con vosotros y a la muerte no le cobro. De lo contrario, Dios prolongaría mi ancianidad y ese el peor castigo que puede darme.
—Adelante —dijo. Su caballo echó a andar.
Los otros lo siguieron.
No hablaron mucho aquella tarde. Ese día pernoctaron en un collado, junto a una fuente.
—Mañana entraremos en el Valle del Infierno —dijo Lucas—. Ahora conviene que durmamos.
—¿No ponemos centinelas? —dijo Pedro el Raposo.
—No. No serán necesarios.
Pedro el Raposo no preguntó más. Llevaba algunos años sirviendo a su señor, desde que era fraile templario, y nunca lo había visto proceder tan descuidadamente. Procuró dormir poco y apostó a Gorgo, al que, de todas formas, le costaba poco velar, al otro lado del campamento.
Aquella noche, Lucas de Tarento se desveló y salió a dar un paseo por el claro del bosque donde brillaba la luna en todo su esplendor. La lechuza, perchada en una rama alta, vigilaba con sus inmensos ojos. El caballero se sentó a contemplar la luna desde una roca en torno a la cual crecía la hierba de la desdicha. Al rato los efluvios de sus flores lo adormecieron. Soñó con la Dama de la Rosa Azul, que lo tomaba de la mano y lo conducía a través de un bosque hasta la alta peña en la que habitaba la dragona Tarasca.
—Señora —le dijo—, deteneos un momento para que pueda reflejar mis ojos en los vuestros. Entonces la muerte podrá tomarme a su antojo. Dejadme calmar esta sed devoradora, dad sentido a mi lucha, mostradme el camino de vuestros labios.
Nevaban pétalos azules y el aire perfumado trastornaba los sentidos. En la oscuridad, un aura espectral iluminaba el hermoso cuerpo de la dama envuelto en flotantes gasas azules y blancas. El cabello al viento abrazaba la piel del caballero. Alzó los ojos y vio su rostro, sus ojos, el bosque revivió en armoniosos sones. La pajarería saludaba la aurora.
Ella, ahora en la distancia, le tendía una mano, humedecía sus labios de miel templada y sonreía. Lucas hizo por alcanzarla, pero una fuerza misteriosa se lo impidió. La roca inmensa roja anaranjada y gris se abría a su paso para tragarlo. Luchaba por regresar alargando su mano hacia la que la Dama le ofrecía y, cuando sus dedos se tocaban, brotaba la sangre impetuosa de miles de heridas abiertas por las espinas de rosas azules engarzadas en un inextricable zarzal que lo separaba de la Dama. Lenguas de fuego calcinaban los campos, los árboles, las piedras. Se desplomaban los palacios, tronaban las tormentas, los hombres luchaban y morían en la Desolación.
—Luchad. De vos depende —advirtió la dama, alejándose.
Era dulce como la miel, profunda como el océano, reluciente como la piedra. Lucas de Tarento sintió el encontrado oleaje del desaliento y la esperanza.
—Os esperaré siempre en el reflejo del cielo azul, en el mar, en el agua riente de los arroyos, de los lagos, de los ríos. Buscadme y me hallaréis.
La dama, blanca como la espuma, etérea como el aire, se acercaba entregada y con un gesto suspendía la vida alrededor, el pájaro en el viento, la hoja en su caída, la mariposa de plegadas alas. Con amor infinito acariciaba las heridas del caballero, las sanaba, el tiempo detenido, el grano de arena suspendido en la ampolleta, la gota de agua flotando en la clepsidra, ella acercaba su boca a los labios sedientos del caballero, los ojos bien abiertos, para dejar en ellos la humedad de un único beso, profundo y apasionado, un beso que lo abrasaba y lo consolaba a un tiempo. Intentó abrazarla y se encontró despierto y agitado en la soledad de su camastro.
Amaneció. Desayunaron unas gachas con ajo que preparó Pedro el Raposo antes de proseguir su camino entre arboledas silenciosas, sin pájaros.
Sin pájaros. El bosque había enmudecido. Lucas de Tarento comprendió.
—Escuchad —dijo, volviéndose hacia sus compañeros—. No lejos de aquí está la roca en la que habita la dragona Tarasca que custodia la piedra Reluciente. Quizá si la conquisto los asuntos que nos esperan en la corte de los Baux se nos presenten más favorables. Vale la pena intentarlo.
Los otros se ofrecieron a acompañarlo, pero él los rechazó.
—La dragona es asunto para un solo caballero. Esperadme aquí.
—Os aguardaremos aquí, sire —dijo Guido—, pero estaremos atentos al toque del olifante para acudir en vuestro auxilio.
Partió Lucas de Tarento y los expedicionarios acamparon junto al arroyo Zarzal, en cuyas aguas había oro en tiempos de la Abominación.
Después de esperar un día, el Misterio se les apareció en forma de un chisporroteo que brotaba de la hoguera.
—Hugo de Merens está en peligro en el castillo de los Baux —les dijo—. No hay tiempo que perder. La melusina madrina me envía para deciros que deberéis continuar porque ella protegerá al amor de su ahijada.
Se deshicieron las chispas y quedaron las peladas llamas rojas amarillas y azules que brotaban de los troncos de encina. Discutieron lo que convenía hacer. No contaban con el consejo de Cantacuzanos, ni con su magia, ni tenían la experiencia de mando de Lucas de Tarento, pero la angustia de Isbela por las noticias de su padre los espoleaba a todos. Decidieron seguir adelante y tomaron la senda de Baux. Delante de ellos se erguían unas rocas espectrales, como dientes que surgieran de la tierra, con perfiles afilados y cortados entre los que el viento soplaba inarmónico.
—Este es el Valle del Infierno —dijo Isbela—. Ya estamos en la tierra de los Baux.
Tardaron más de cuatro horas en avanzar una legua por un laberinto de peñascos que brotaban de la tierra como lomos erizados de animales prehistóricos. A veces seguían un sendero encajados entre dos crestas rocosas y, al cabo de un rato de andar, desembocaban en un callejón sin salida y tenían que regresar sobre sus pasos para buscar otro camino. Otras veces, para salvar un picacho, tenían que rodearlo durante un buen rato caminando en círculo y cuando llegaban al final se encontraban casi en el punto de partida.
—Ahora entiendo por qué lo llaman el Valle del Infierno —dijo el Raposo.
El viento soplaba en los ventisqueros y emitía su lúgubre lamento.
—Dicen que son los suspiros del ejército de Atila, al que san Trófimo derrotó en este lugar —dijo Isbela—. Otros dicen que el santo derrotó a un dragón.
Al caer la tarde descrestaron un picacho y vieron a sus pies un valle que parecía más llano, con algunas huertas y arboledas continuas, pero para alcanzarlo tuvieron que descender por un desfiladero pedregoso encajado entre un muro rocoso y un abismo. Descabalgaron y prosiguieron a pie. De vez en cuando un caballo resbalaba y los guijarros que desprendía daban tumbos por el barranco oscuro.
Cuando salieron del Valle del Infierno, la noche los tomó en el centro de un bosque recorrido por un arroyo. Trabaron los caballos para que pastaran y encendieron una fogata para preparar la cena. Pedro el Raposo estaba preocupado. Había visto rastros de gente armada a caballo y estaba seguro de que los vigilaban.
—Os vigilan, pero no nos atacarán —dijo el Misterio chisporroteando en la hoguera—. Sólo están escoltándoos para que lleguéis a tiempo a la ceremonia.
—¿A qué ceremonia? —quiso saber Guido.
—A la boda de Isbela con Blas de Baux, también conocido como Blas el Bobo.
—¡Jamás me casaré con él! —saltó la muchacha—. Tiene los ojos churretosos y el labio de abajo es como el de un mulo y babea.
¡Antes la muerte!
—Lo sé, niña. —El Misterio le acarició una mejilla, un gesto que provocó en ella un estremecimiento porque el tacto era igual al de su padre, el noble Hugo, llamado el Rey Pescador.
—Las cosas que tengan que ocurrir ocurrirán —dijo el Misterio—, y vosotros estáis aquí para que ocurran.
Aquella noche, Lucas de Tarento, a treinta leguas de allí, pernoctó en un bosquecillo de abedules. Desvelado se levantó para salir como otras veces al encuentro de la Dama Azul, pero la dama no compareció esta vez.