CAPÍTULO IX

Al tercer día de marcha acamparon junto al manantial de las Adelfas, en el valle de Tirkut, y encendieron una hoguera al abrigo de unas rocas. A Lucas de Tarento le extrañó que Jorge Cantacuzanos contemplara impasible cómo dos criados se esforzaban una y otra vez en prender el fuego sobre un vellón de yesca húmedo. Al clérigo le hubiera sido muy fácil extender un dedo y encender la hoguera con su magia. Quizá era cierto lo que había oído en el campamento, que Jorge Cantacuzanos había renunciado a la magia y vivía el resto de su vida como una expiación. De hecho, las dos noches precedentes se había retirado a dormir aparte del grupo y durante el viaje se mostraba poco comunicativo, abismado en sus pensamientos. Sin embargo, esa noche, después de la cena, sostuvo pensativamente entre dos dedos el escobajo del racimo que había comido y habló:

—Conviene que sepáis algo sobre el Viejo de la Montaña. A la muerte del profeta Mahoma su primo y yerno, Alí, y su suegro Abu Bakú se disputaron la sucesión. Al final, el suegro alcanzó el poder y estableció el califato de Damasco, pero Alí, y después sus sucesores, no cejaron en sus pretensiones al trono. Así fue cómo el Islam quedó escindido en dos grandes sectas: los sunnitas y los chiitas o ismaelitas.

—¿Lo mismo que los cristianos que nos dividimos en romanos y ortodoxos? —intervino Guido de St. Bertevin.

—Algo parecido, sí —convino Cantacuzanos sin dar señales de molestia por la interrupción—. Tiempo después, en Kerbala, un sicario enviado por los sunnitas, uno que tenía una mancha en la cara y tartajeaba al hablar, asesinó, de un espadazo en el cráneo, a Hussein, el hijo y sucesor de Alí. La sangre de Hussein fue la semilla de la secta chiita. Desde entonces, la separación entre sunnitas y chiitas se hizo más patente y los actos violentos menudearon. Cada año, al aniversario de la muerte de Hussein, los chiitas más devotos peregrinan a Kerbala, desenvainan las espadas y se autoinfligen heridas en la cabeza. Se hacen unos cortes de hasta treinta puntos de sutura florentina, veintidós si la aplica un galeno de la escuela bagdadí, acuden moscas al sabor de la sangre, cagan en las heridas, se infectan y más de uno muere a causa de esta devoción.

—Una bizarra manera de celebrar al santo —comentó Lucas.

—Hace muchos años, no se sabe cuántos —prosiguió Cantacuzanos—, surgió en las montañas del Líbano un predicador chiita llamado Hassan ibn Sabah, al que conocemos por el Viejo de la Montaña. Este hombre fundó la orden de los asesinos.

—¿Qué significa asesinos?

—Respiradores de hachís. Es una planta que queman para respirar el humo. Eso los pone en trance y les infunde visiones paradisíacas, que les da fuerzas para luchar y valor para morir.

—Debe de tener muchos años el Viejo de la Montaña —aventuró Pedro el Raposo.

—Nunca se sabe. Del mismo modo que se van sucediendo los Papas de Roma, en Alamut se suceden los Viejos de la Montaña, aunque ellos fingen ser siempre el mismo y por eso adoptan el nombre del primero: Hassan ibn Sabah.

—¿Qué es Alamut? —quiso saber Guido.

—La residencia del Viejo de la Montaña, un castillo inexpugnable emplazado sobre una cresta rocosa y rodeado de precipicios. Está en las montañas de Irán, a un mes de camino. Ese castillo guarda la primera de las Siete Puertas.

Antes de proseguir, Cantacuzanos se contempló las manos grandes, fibrosas, morenas, surcadas de pequeñas cicatrices que se anillaban en las muñecas como pulseras:

—El Viejo de la Montaña exige a sus seguidores una obediencia ciega. La doctrina es simple: lo que obedece a su deseo, conduce al Paraíso; lo que contraría su voluntad, merece la muerte. Dentro de la secta hay tres categorías: la más alta y cerrada es la de los maestros. Estos se esparcen por la faz de la Tierra y predican las doctrinas de la secta; en segundo lugar están los compañeros, que apoyan a los maestros, espían para ellos y sirven los designios del Viejo de la Montaña desde sus oficios encumbrados o humildes. La orden es secreta: un compañero puede ser visir de Saladino o puede ser mozo de establo en el más humilde mesón del camino.

Ellos tienen sus señales secretas con las que se reconocen. En tercer lugar están los muhaidines que son devotos procedentes de Arabia, Egipto, Persia, Tierra Santa, Libia, Turquía o cualquier rincón del mundo islámico. Son personas sencillas, algunas incluso faltas de luces, pero fanatizadas y entrenadas para cumplir al pie de la letra las órdenes del Viejo de la Montaña, por absurdas que sean. Se distinguen porque cuando van a perpetrar sus asesinatos visten túnicas blancas y cinturón y babuchas rojas.

—Entonces será fácil reconocerlos.

No tan fácil: suelen llevar otra ropa por encima, para disimular el vestido de la pureza.

—Me han dicho que matan a sabiendas de que van a morir, incluso entre atroces torturas.

—Así es. No se detienen ante nada, ni temen nada porque anhelan abrirse las puertas del Paraíso. Para eso los maestros de la doctrina se lo muestran previamente.

—¿Cómo puede mostrarse el Paraíso si pertenece a la otra vida? —quiso saber Pedro el Raposo.

Jorge Cantacuzanos lo miró con indulgente severidad.

—La magia y las drogas conocen caminos —respondió—. El Viejo de la Montaña domina unos veinte castillos emplazados en peñascos de montañas inaccesibles, encerrados entre torres y murallas, pero en medio de ese inhóspito paisaje han conseguido recrear los verdores y las bellezas del paraíso en valles secretos recorridos por rientes arroyos de frescas aguas en cuyas riberas crece verde la hierba, las flores expanden su aroma y los pájaros su música, ocultos entre tupidas arboledas. Ese es el Paraíso para cualquiera que haya cruzado el pedregal desierto bajo un sol abrasador, sin una sombra, con escorpiones y víboras bajo cada guijarro.

Hablaron luego de distintas materias. Jorge Cantacuzanos se levantó bruscamente y miró a Lucas de Tarento. El antiguo templario entendió. El clérigo deseaba prolongar la conversación a solas, lo siguió.

—En ese paraíso natural —prosiguió Cantacuzanos—, oculto entre las gargantas montañosas, el Viejo de la Montaña ha instalado palacetes y quioscos de plata, en los que los muhaidines encuentran manjares deliciosos y frutas frescas. Junto a las fuentes de aguas frías, hay mesas de metales preciosos repletas de platos exquisitos y de jarras de hidromiel y leche recién ordeñada que atractivas muchachas, expertas en los recursos de la lujuria, sirven al que llega. Si una muchacha le apetece a un candidato a muhaidín, sólo tiene que tomarla de la mano y llevársela a la espesura. Ella misma lo conducirá a algún lugar escondido, donde encontrarán un quiosco más íntimo en el que no faltan las gruesas alfombras y mullidos cojines bajo doseles de plata. Los muhaidines pueden tener cuantas muchachas deseen. Todas son complacientes.

Antes del amor derraman perfumes sobre la cabeza de varón y le masajean el miembro con gran pericia. Después de saciarlos con el fruto concupiscente, los dejan dormir y se quedan al lado, espantando los insectos, hasta que despiertan por si les apetece repetir.

—¿Y repiten? —preguntó el antiguo templario con expresión distraída. El severo monje asintió:

—Cuantas veces quieran.

—Eso suena tentador.

—Por eso no he querido referirlo ante la chusma y los criados. Porque estos descerebrados son capaces de cambiar la eterna salvación de su alma por el falso paraíso del Profeta —explicó Cantacuzanos.

—Bien pensado —argumentó Lucas de Tarento—, es que nuestro paraíso no parece tan atractivo.

—Ver perpetuamente el rostro magnificente de Dios Nuestro Señor, ¿no os parece atractivo suficiente? —replicó, severo, el clérigo.

—He querido decir para una persona ignorante y sencilla —se excusó Lucas de Tarento—. Por supuesto que para una persona de miras elevadas no hay duda posible: el paraíso cristiano prevalece sobre el musulmán.

Pasearon un poco más en silencio. Luego el antiguo templario preguntó:

—¿Cómo haremos para llegar a Alamut? En un mes de camino por territorio del Viejo de la Montaña nos pueden ocurrir muchas cosas. No traemos fuerza para defendernos de un destacamento regular.

—No vamos a Alamut —reveló Cantacuzanos—. Allí nadie podría llegar sin recurrir a medios mágicos. Nos dirigimos a otro de los castillos del Viejo de la Montaña, a Massiat, en el Líbano, cerca de Trípoli.

—¿Es más fácil entrar en él?

No será nada fácil —suspiró el clérigo—. Está aislado al norte por una serie de picachos coronados de fortalezas; al este, el litoral mediterráneo con sus acantilados inaccesibles; al oeste, precipicios infranqueables; al sur, el río Adonis.

—¿Y qué tiene de particular ese castillo?

—Fue un antiguo santuario de Baal.

—¿Baal? —inquirió Lucas—. ¿Quién es Baal?

—¿No habéis oído hablar de los cultos de Baal? El antiguo templario negó con la cabeza.

—Los fenicios que habitaban estas tierras en tiempos de los profetas de Israel adoraban a un dios heredado de la Abominación. Los cultos de Baal se habían conservado en estos valles aislados del mundo, cuando el Viejo de la Montaña extendió su poder a esta comarca introdujo esos cultos y su magia en sus logias secretas. También han heredado de los antiguos templos de Baal las recetas de pócimas que nublan la voluntad de un hombre y le hacen sentirse en el paraíso.

«Estos jarabes preparados con extractos extraídos del cáñamo, con vino, opio y hachís, se han mantenido en secreto desde la antigüedad en los templos de Baal: te permiten cierto estado de consciencia, pero irreal. La pócima activa los sentidos; los colores se perciben más vivos, los sonidos se ensanchan, la brisa que agita las hojas de los árboles suena como música celestial. Además, en los árboles cuelgan manojos de cuentas de cobre que al entrechocar producen sonidos deleitosos que se mezclan con los armónicos procedentes de las cañas huecas colocadas en los ventisqueros de las rocas. Todo ello produce una extraña música que refuerza la sensación embriagadora de la bebida. A esto se suman los perfumes de la vegetación, las fragancias de maderas exóticas que arden con lenta brasa en invisibles pebeteros… Y luego están las muchachas, como huríes del edén de pechos opulentos, firmes traseros y muslos como no los disfrutó Salomón, el de la sulamita —Lucas de Tarento miró a Cantacuzanos con extrañeza, pues aquella descripción demasiado viva de las apariencias de la mujer parecía desdecir de su condición clerical, pero se abstuvo de interrumpirlo—. Es conocido que la bebida es afrodisíaca, que empina el miembro y lo endurece como si fuera un hueso —proseguía el clérigo— y además refuerza la sensación de placer al copular. Cuando despiertan, los muhaidines creen que han estado en el Paraíso de su fe y se obsesionan con regresar. Cada minuto que pasan en el mundo les parece intolerable, después de haber conocido la gloria. ¿Dónde está el Jardín de las Delicias? se preguntan. Los maestros les tienen preparada la respuesta. Si quieres regresar al Jardín de las Delicias y disfrutarlo eternamente, debes primero merecerlo. Se gana con la obediencia y con el sacrificio de la propia vida. Se está una vez vivo y para el resto de la eternidad muerto por la causa».