CAPÍTULO III

En Rissu, al oeste de Gizeh, no lejos de El Cairo, un hombre y un muchacho caminaban por el pedregal en dirección a la cueva que llaman de las Serpientes. Era mediodía y el sol caía a plomo sobre los cerros yermos y las barrancas del desierto.

—Tengo miedo, padre —dijo el muchacho. El hombre se detuvo y lo miró.

—¿Miedo?

—De las serpientes —dijo el muchacho.

—No temas. Las cobras no se acercarán a Asmodeo de Sinán. Siguieron caminando en silencio. Asmodeo de Sinán vestía como un mendigo, con una chilaba descolorida y manchada y un turbante corto de los que usan los pobres. Era un hombre alto y delgado, con la cara larga y morena, los ojos hermosos y oscuros, brillantes como si los devorara la fiebre, la boca grande, los labios finos y pálidos, la barba negra con mechones grises hasta la mitad del pecho. El niño era un ahijado de Asmodeo. Sus padres habían perecido en la hambruna de Damieta, diez años antes, después de vender a su hijo de un año a un mercader, acaso para salvarlo. Asmodeo lo adquirió por un besante bizantino de oro, por eso lo llamaba así, Besante, «una palabra ni cristiana ni islámica que todo el mundo aprecia», le explicaba a su ahijado.

Los dos caminantes ascendieron con dificultad la duna de arena acumulada junto a la boca de la cueva y penetraron en la umbría oquedad. Un ídolo de piedra antiguo, carcomido por el tiempo y semienterrado se cruzaba en la entrada, a la sombra. Asmodeo de Sinán se sentó en él y su hijo lo imitó. Permanecieron en silencio, respirando con agrado el aire templado y refrescante de la cueva después del paseo abrasador. Al cabo de un rato, el muchacho dijo:

—Ahora me alegro de haber venido, padre. Uno se siente aquí…

—¿Como eufórico? —lo ayudó Asmodeo.

—Sí, algo así. Muy tranquilo —dijo el muchacho. Sacó la calabaza de agua y se la ofreció a Asmodeo, que bebió un corto trago. Después bebió el muchacho.

Asmodeo meditó un momento y después suspiró como si le costara tomar una decisión, apoyó su mano en el hombro del muchacho y dijo:

—Hubo un tiempo en que estas arenas estériles eran una tierra fértil cubierta de bosques, de huertos con árboles frutales, de plantas de muchas clases y de fresca hierba, en la que pastaban vacas y caballos, ovejas y cabras. Entonces estas colinas pedregosas estaban llenas de vida: había leones, antílopes, elefantes y pájaros de diversas especies que llenaban el cielo. Los hombres vivían desnudos en su primitiva inocencia y no tenían que esforzarse para alcanzar el sustento porque la tierra producía de sobra, sin necesidad de cultivarla. El mundo estaba poblado por cuatro razas inteligentes: los elfos, los hombres, los gnomos y los enanos, pero las comunidades eran tan pequeñas y dilataban tanto unas de otras que apenas se relacionaban. Cuando se encontraban, cada cual seguía su camino porque sobraba de todo y nadie quería poseer más de lo necesario para sustentarse.

—¿Que son elfos, padre? Asmodeo miró al muchacho.

—Una raza de seres inteligentes. Nunca ha habido muchos. Suelen refugiarse en rincones poco accesibles. Algunas veces se han mezclado con los hombres y han producido semielfos.

Asmodeo guardó silencio durante unos minutos antes de proseguir:

—Hubo un tiempo, la Edad de Oro, en que los hombres vivían en armonía entre ellos y con las otras razas del mundo, bajo la égida de la Diosa —explicó al muchacho.

—¿Una diosa? —replicó el muchacho—. ¿Puede Dios ser hembra?

—Ese dios macho que hoy adoran los hombres de todas las religiones es un usurpador. Al comienzo de los tiempos sólo había una diosa común para la humanidad, una diosa amable y pródiga que velaba por sus criaturas, la Diosa. Ella hacía germinar los campos, fertilizaba a los animales y llenaba de cálida alegría el corazón del hombre. Después surgieron pueblos pastores que despreciaban la naturaleza y sólo pensaban en esquilmarla. Adoraban a un dios macho aficionado a la guerra y sediento de sangre. De ese Dios, que señoreó la tierra, un dios terrible que aspira a la exterminación de sus rivales han surgido los que hoy adoran los pueblos.

—Padre, ¿cómo sabes esas cosas que nadie conoce?

—Las sé —respondió el hombre.

Asmodeo raramente hablaba de su pasado. Había nacido cristiano al otro lado del mar y había estudiado con los sacerdotes en la Sorbona de París y en Roma. Cuando estaba a punto de ser el obispo más joven de la cristiandad, había sufrido una crisis y se había apartado del mundo para hacerse ermitaño en el desierto de la Tebaida. Un cuervo al que alimentaba con trocitos de pan le habló un día con su ronca voz:

—Sí quieres saber, sígueme.

Lo siguió durante siete extenuantes días. Cuando el cuervo, que volaba delante, lo sentía desfallecer, se posaba en una piedra y le daba un respiro. Al séptimo día le ordenó: «Cava aquí». Asmodeo cavó y cavó en la arena y encontró una piedra con una argolla que cerraba la boca de un pozo antiguo. Descendió por unos empinados peldaños y se encontró en los subterráneos del templo de Pta. Recorrió las opresivas estancias de donde la vida había huido hacía miles de años y encontró el archivo del templo con las crónicas de los antiguos sacerdotes. A través de ellas había conocido los primeros pasos de la Humanidad y se había convertido a la antigua religión de la Diosa, la que las religiones del Libro denigran con el nombre de Abominación. Después había frecuentado los centros del saber: Alejandría, Bagdad, París y había aprendido magia en las antiguas escuelas que aún se mantenían.

—La Diosa dejó una preciosa herencia —dijo Asmodeo—, unos conocimientos que nos permiten comprender la naturaleza y armonizarnos con ella. Tú sabes que los seres vivos estamos sometidos a los ritmos de la vida: la respiración, los latidos del corazón, el ciclo menstrual de las mujeres. Pues bien, la naturaleza también tiene esos ritmos. El sol, la luna, las estrellas, las constelaciones. Después de la primavera, viene el verano y después el otoño y el invierno, a eso me refiero. Esta tierra que pisamos está recorrida por una energía que el hombre puede aprovechar y que se manifiesta en determinados lugares. En tiempos de la Diosa, los hombres percibían las vibraciones de la naturaleza, de la tierra y del cielo y aprovechaban esa energía de las corrientes telúricas.

Asmodeo explicó a su ahijado la función de las pulsiones electromagnéticas, (llamadas áykfie en la antigua lengua de los iniciados) que recorren la tierra concentrándose o dispersándose debido al relieve, a la conductibilidad del terreno, a la existencia de fallas, la temperatura interior y la presencia de aguas subterráneas. Le hizo ver que los dykfie eran las terminaciones nerviosas por las que la tierra irradiaba su energía.

—Los dykfie suelen ser especialmente intensas en el interior de cavernas y abrigos y en los berruecos rocosos.

—Por eso se está tan bien aquí, en esta cueva —dijo el muchacho. Asmodeo sonrió.

—Por eso.

En tiempos de la Diosa los dykfie se convirtieron en lugares sagrados, centros de peregrinación, puertas del cielo, especialmente las Siete Puertas, y los hombres levantaron en ellos sus santuarios a los que peregrinaban cuando la posición de los astros mejoraba las condiciones del lugar. Visitarlos equivalía a renovar la materia, a nacer de nuevo. También, con el mismo efecto, erigieron enormes piedras aisladas, alineadas o en círculos, para aumentar la energía natural de la tierra. Cuando los pueblos pastores impusieron sus dioses masculinos y persiguieron a las sacerdotisas de la Diosa, usurparon estos santuarios y los dedicaron a sus ídolos. Detrás de ellos llegaron otros cultos y así se han transmitido hasta hoy en que muchos yacen debajo de las iglesias, de las mezquitas y de las sinagogas.