La Fogosa está jodida, sire —informó el sargento—. Veinte prestaciones en una mañana es demasiado. Además, los hombres también necesitan un descanso.
—Asígnale hombres de refresco, y que no descanse hasta que yo lo ordene —replicó Guy de Forbes, el ingeniero del rey Ricardo.
—Nos la vamos a cargar, sire —insistió el sargento.
—Tú eres el que te las vas a cargar, si das la tabarra.
El sargento se encogió de hombros y regresó al foso donde doce hombres desnudos, fornidos y sudorosos, se empleaban con La Fogosa.
—Duro con ella —ordenó—, que el senescal no quiere que descanse. —La vamos a desgraciar— advirtió uno de los guerreros.
—Mejor a ella que no a mí: no quiero que me corten las orejas por desobedecer —replicó el sargento—. Duro con ella y no desmayéis. Dos hombres musculosos tirando de sendas sogas tumbaron el tronco de palmera que formaba la pértiga de la mangonela La Fogosa. Cuando el extremo tocó el suelo, lo afirmaron con un trinquete. Mientras tanto otros trepaban por las escaleras laterales y descargaban piedras en el cajón del contrapeso. Cuatro hombres en cada lado trabajando a buen ritmo tardaban dos avemarías en llenar el cajón. Mientras tanto, el ingeniero del rey Ricardo, un hombrecillo enteco que se resguardaba del sol abrasador con un sombrero ancho de viaje, supervisaba a los operarios. Unos fijaban con mazos las cuñas del ingenio; otros ayudaban al engrasador que vertía pez y alquitrán en el engranaje central. El mecanismo humeaba al recibir la mezcla aceitosa.
—Está muy caliente, sargento —advirtió el engrasador.
—Hay que seguir disparando. Ya has oído al ingeniero.
La Fogosa era una de las siete máquinas emplazadas frente a la muralla de Acre, a prudente distancia de la Torre Maldita, a salvo de las catapultas sarracenas. La Fogosa y sus compañeras eran capaces de lanzar piedras de cincuenta kilos a doscientos pasos de distancia. Unos tiros certeros contra la esquina de la torre que parecía más débil habían conseguido desencajar los sillares. En aquel momento, la torre amenazaba ruina y a cada nuevo impacto sus defensores se asomaban con preocupación a las almenas. Un destacamento de mercenarios turcopolos que aguardaban, a prudente distancia, apostados tras manteletes rodantes. Cuando la torre se derrumbara, treparían por sus ruinas, irrumpirían en la ciudad, abrirían una puerta al ejército de los cruzados y Acre volvería a ser cristiana.
En uno de los manteletes avanzados, el aprendiz de caballero Guido de Sant Bertevin, llegado en la última hornada de franceses, se informaba sobre la situación.
—Tenéis suerte —le decía un veterano compatriota—; habéis llegado justo para participar en el botín, porque Acre es una fruta madura a punto de caer. Os habéis ahorrado los meses de duro asedio, hambre y miserias que llevamos pasados. Y piojos, ni os cuento.
—¿Es rica la ciudad? —se interesó Guido.
—¿Rica? La más rica de esta tierra, más rica que Jerusalén. Por eso el rey de Jerusalén, Guido de Lusignan prefiere recuperarla y que Jerusalén siga en manos de Saladino.
—¿Crees que Saladino levantará el asedio si tomamos la ciudad? El veterano se encogió de hombros. Esa predicción era más difícil. La situación era delicada. Guido de Lusignan, había cometido la locura de sitiar el puerto y la ciudad de San Juan de Acre con menos tropas de las que la ciudad contenía. Saladino, por su parte, había sitiado a los sitiadores. Cristianos y sarracenos formaban dos anillos concéntricos en torno a la ciudad, una situación bastante comprometida para los cristianos porque, si los sitiados atacaban, podían verse atrapados entre dos fuegos. Solamente los considerables refuerzos llegados de la cristiandad europea les permitían prolongar el asedio.
—¿Cuál es la situación aquí? —preguntó el joven Guido mientras mordisqueaba un trozo de pan sobre el que había extendido una loncha de tocino.
—Peculiar. Los cristianos de Tierra Santa están divididos en dos bandos: los que apoyaban a Guido de Lusignan, al que sostiene el rey de Inglaterra, y los partidarios de su rival y enemigo Conrado de Montferrato, el defensor de Tiro, cuya candidatura al trono apoya el rey de Francia. Yo creo que los dos son meros muñecos de los reyes. Felipe de Francia y Ricardo de Inglaterra, en lugar de enfrentarse directamente prefieren hacerlo a través de sus respectivos monigotes.
Guido miró al cielo y vio que el sol comenzaba a declinar. Iba sintiendo cierto desasosiego en el estómago. Hora de cenar. Se despidió del soldado, se echó la ballesta alemana sobre el hombro y se dirigió a las tiendas del rey de Francia a través del vasto campamento. Además de los «peludos», como los europeos llamaban a los cristianos nacidos en Tierra Santa, descendientes de los primeros cruzados allí afincados, en el campamento había mesnadas de distintos orígenes: normandos, daneses, ingleses, frisones, flamencos, sajones y hasta gentes venidas de regiones más remotas, contingentes de mercenarios y guerreros de fortuna que hablaban ásperas lenguas y miraban con recelo a los nobles que comandaban el ejército cristiano. Más alejados estaban los cuarteles de los mercenarios turcopolos y cerca de ellos los de hospitalarios y templarios que los contrataban.
Para detener a Saladino y recuperar Jerusalén, el papa había enviado a Tierra Santa tres ejércitos al mando de tres reyes. El primero en acudir fue Federico Barbarroja de Alemania, que escogió el camino terrestre porque un mago le había avisado del peligro que le acechaba en el agua. Sin embargo, se ahogó al atravesar el río Salef en Cilicia y nunca llegó a Tierra Santa; los otros dos, Felipe Augusto de Francia y Ricardo Corazón de León, de Inglaterra, hicieron el viaje por mar. Se odiaban mutuamente y desconfiaban el uno del otro. De hecho habían aplazado la partida durante meses porque ninguno de ellos quería abandonar sus tierras el primero por temor a que el otro aprovechara su ausencia para atacarlas.
Cuando Guido de St. Bertevin llegó a las tiendas de su mesnada, su tutor, el caballero Lucas de Tarento, estaba vistiéndose con la ayuda de Pedro el Raposo, su escudero. Parecía un rey con su manto de fiesta y la espada de los desfiles al cinto.
—¿Dónde te metes? —le reprochó—. Vístete de bonito, que hay trabajo.
—Pero sire, ¿y la cena?
—Cenarás cuando se pueda.
Guido ayudó al escudero a ensillar el caballo con la silla damascena, minuciosamente adornada con hilos de plata embutidos en el cuero brillante. Después cubrieron, y cubrió al animal con una rica gualdrapa bordada en la que destacaba la torre de plata coronada con el brazo que empuñaba una espada.
Cuando lo tuvo todo dispuesto Guido ayudó a subir a su tutor y lo acompañó, llevando las riendas, hasta la capilla del campamento, una amplia tienda de listas blancas y rojas en la que los reyes se reunían.
Estaban todos: Ricardo Corazón de León, fuerte y membrudo, con su melena y su barba pelirroja; Felipe Augusto de Francia, delgado y nervioso, jugando con los eslabones de la gruesa cadena de oro que adornaba su pecho, la barba negra escasa, recortada; Aimery de Limoges, patriarca de Antioquia, solemne e investido con su manto de seda bordado y todos sus abalorios religiosos. Lo acompañaban dos clérigos, que permanecían apartados, pendientes del prelado. Unos pajes con la librea de Francia acabaron de servir las copas de hidromiel y se retiraron. Cada rey llevaba un séquito de tres caballeros que aguardaban fuera de la tienda.
—Saladino no tiene fuerzas para derrotarnos y nosotros no tenemos fuerzas para derrotar a Saladino —informó Ricardo—. Esos son los hechos desnudos. Sin embargo, el tiempo corre a su favor. Saladino está en su tierra, sólo tiene que sentarse a esperar tiempos mejores. Nosotros, por el contrario, procedemos del otro lado del mar. Cuando no haya botín que repartir, los barones que nos han seguido se despedirán y regresarán a sus posesiones. Ya ha ocurrido otras veces en las cruzadas anteriores. La Cristiandad está cada vez menos interesada en sacrificios por los Santos Lugares. La fe ya no es lo que era.
—Eso que dices es cierto, pero ¿qué propones? —replicó Felipe Augusto.
—Los dos hombres que rescataron a Isbela de Merens espiaron la conversación de dos jefes sarracenos. Saladino está buscando un talismán que le dará la victoria.
—¿Un talismán? ¿Qué talismán?
—Los sarracenos lo llaman el Espejo de Salomón —concluyó Ricardo—. El patriarca de Antioquía, aquí presente, quizá nos pueda explicar de qué se trata.
El patriarca, de venerable barba blanca y profundas ojeras, se aclaró la voz antes de decir:
—A pesar de la incultura que disculpa vuestra condición de nobles, quizá hayáis oído hablar de Salomón, el sabio rey de Israel que gobernó estas tierras en los Tiempos de los Caudillos, mil años antes del nacimiento de Cristo. Salomón era rey, pero también era un mago poderoso. Después de la Abominación, la raza de los hombres se debatía en la oscuridad de la ignorancia y buscaba a Dios. Algunos pueblos seguían al sol; otros, a la luna, pero ninguno encontraba el sendero que conduce al sol y a la luna conjuntamente. En esta tierra que pisamos, el sol de los judíos, Yavé, pugnaba con la diosa de los antiguos cananeos, Ashera, la sabiduría. Salomón los unió, por eso lo tenemos por espejo de sabios, y, al unirlos, descubrió la mecánica de la creación, entendió el Shem Shemaforash y lo plasmó en ese talismán que pretende conseguir Saladino, el Espejo de Salomón o Mesa de Salomón.
—¿En qué quedamos es un espejo o es una mesa? —se impacientó Felipe Augusto.
El anciano sonrió ante la impaciencia del joven.
—Es las dos cosas, sire: tiene el aspecto de una mesa circular baja, pero en su superficie se dibujan los siete cielos y puede verse la Creación, por eso lo llaman espejo. Quien sepa leerlo descubrirá en él la Palabra Suprema, el Shem Shemaforash.
—¿El Shem Shemaforash? —preguntó el rey Ricardo—. ¿Qué demonios significa?
—Es hebreo —respondió el patriarca—. Significa el Nombre del Poder. La Mesa de Salomón contiene el Nombre Secreto de Dios, el Shem Shemaforash, un conjuro más poderoso que todos los conjuros conocidos por los magos, la palabra de la que Dios se sirvió para crear el mundo.
Se hizo un profundo silencio sólo turbado por el chisporroteo de un trozo de sándalo en un pebetero. El patriarca humedeció sus pálidos labios con un sorbo de hidromiel y continuó:
—El poder de los magos más poderosos palidece ante el poder de ese conjuro que contiene el nombre secreto de Dios. De hecho, la magia consiste en el dominio de las fuerzas ocultas de la naturaleza. Desde antes de la Abominación, los magos han desarrollado diversos conjuros de los que se obtienen resultados parciales. El hombre que domine el Shem Shemaforash dominará la Creación. Ese es el conjuro máximo.
Ricardo asintió. Felipe Augusto, desde su sitial, adornado de lises, observaba atentamente a su primo. ¿Cómo podía odiarlo tanto?
¿Por simple envidia, porque era rico, hermoso y valiente o por el resquemor que le producía su propia inferioridad?
Felipe Augusto era endeble, cobarde y poco agraciado. A veces, mirándose al espejo, se preguntaba por qué sus padres no lo golpearon contra un muro al nacer, como era costumbre hacer con los neonatos deformes o enfermos. Estaban tan deseosos de un heredero que lo conservaron. Lo metieron entre algodones y se empeñaron en que viviera. Para colmo había heredado un reino prestigioso, pero débil y con tendencia a desaparecer entre la ambición de los Plantagenet, con los que limitaba por el oeste, y la del inmenso imperio germánico, su vecino del este. Cuando Felipe Augusto se ensimismaba en estos sombríos pensamientos, lo que ocurría con cierta frecuencia, tenía la manía de mordisquear un mechón de su rala barbita.
—Shem Shemaforash, ¿eh? —saboreó las extrañas palabras al pronunciarlas—. Y ese conjuro mágico ¿está escrito en la mesa de Salomón?
No exactamente —dijo el anciano—. Al parecer la Mesa sólo contiene una serie de círculos y de rayas que forman estrellas y conjuntos geométricos, pero un mago instruido puede deducir el Nombre del Poder a partir de esas señales.
Felipe Augusto asintió. Un mago experto. La Iglesia tiene magos expertos. Después de todo es su oficio, administrar la magia, pero ¿dónde encontraría él un mago experto? Se arrepintió de haber quemado a varios magos acusados de hechicería por el arzobispo de París, antes de partir para la cruzada.
—En los tiempos del antiguo Israel —prosiguió el patriarca— el Shem Shemaforash estaba custodiado por el Baal Shem o Maestro del Nombre, como también se llamaba el Sumo Sacerdote. Una vez al año, el sumo sacerdote, protegido por el pectoral de las doce facetas, penetraba en el Sancta Sanctorum del Templo para pronunciar ese Nombre en voz baja en un rincón donde estaba depositada el Arca de la Alianza. De este modo actualizaba la Alianza entre Dios y la humanidad y renovaba la creación para que el mundo continuara existiendo. Al construir la Mesa, Salomón aseguró la transmisión del secreto de la Alianza: cada Baal Shem instruía a un discípulo que lo sucedía en el misterio del Shem Shemaforash para que la tradición no se perdiera. Por tanto, los poseedores del secreto eran siempre dos, aunque solamente uno compareciera en presencia del Santísimo para la renovación de la Alianza.
—¿Y qué ha sido de ese Sumo Sacerdote? —preguntó Ricardo.
—Ahora los judíos no lo tienen. Perdieron su reino y están dispersos por el mundo. Pero aquel que se haga con el Espejo y consiga arrancarle su conjuro podrá proclamarse Rey Sagrado y reinar sobre la tierra. Ese será el tiempo de la armonía universal, un solo pueblo con una sola religión bajo un solo caudillo, sin guerras. Para ello no basta dar con la Mesa. El Baal Shem que conjure su poder debe comparecer ante esta con el pecho cubierto con una lámina de oro en la que se engasten las Doce Piedras del pectoral sagrado.
—¿Doce piedras?
—Sí. Son doce piedras dracontías, los cálculos terrosos duros como el pedernal que crecen bajo la lengua de las dragonas, dentro de la glándula del veneno. Cada piedra tiene su forma propia, su color y su textura. Son tan distintas que incluso cada una tiene su nombre: la Fogosa; la Intrincada; las tres de san Todaro, que se llaman Manchada, Luciente y Nuececita; la Templada; la Reluciente; la Melada; la Peregrina; la Honda; la Granito y la Dolorida. El que opere sobre el nombre divino en la Mesa debe llevarlas cosidas sobre el pecho. Eso lo librará de la muerte porque la Mesa tiene tal poder que mata al que la ilumina.
—¿Y esas piedras donde están?
—Dispersas por el mundo desde hace siglos, pero con el poder de los magos del pontífice hemos conseguido conocer el paradero de casi todas ellas.
Los reyes de Francia y de Inglaterra intercambiaron una mirada. Ricardo tenía treinta y cinco años y era un hombre curtido por la vida. Felipe Augusto sólo veinticinco, aunque aparentaba diez más. Felipe Augusto no estaba contento con la herencia de su padre. Sus dominios directos solo abarcaban París y un reducido territorio de su entorno. Luego había una serie de provincias, supuestamente sometidas a su autoridad, en las que apenas podía reclutar tropas o recaudar impuestos. Ricardo sí era fuerte. Los dominios de la dinastía Plantagenet no sólo abarcaban Inglaterra sino que, por medio de matrimonios y alianzas, se había extendido por todo el este de Francia, Normandía, Bretaña, Poitou y Aquitania. Paradójicamente, Ricardo, como duque de Normandía y de Aquitania era nominalmente vasallo de Felipe Augusto, rey de Francia, pero si Felipe Augusto le hubiera dado una orden se habría reído de él en sus barbas. Felipe Augusto lo odiaba con toda su alma. Aquel hombre poseía en abundancia todas las cualidades de las que él carecía: belleza, apostura, valor físico y sobre todo, tierras y soldados.
El rey de Francia ahuyentó los malos pensamientos para atender al patriarca de Antioquía.
—Os he mandado llamar porque esta mañana he recibido una bula papal en la que el Santo Padre se pronuncia sobre la Mesa de Salomón. Ordena al Maestre del Temple que indague sobre su paradero.
—¿Por qué el Maestre del Temple? —saltó Ricardo con su vehemencia acostumbrada. Ricardo desconfiaba de los templarios. Los templarios tenían su casa madre en París y cuando el rey de Francia estaba en apuros económicos, que era casi siempre, le prestaban el dinero necesario. Sospechaba que, puestos a escoger, favorecerían a Francia antes que a Inglaterra, aunque sólo fuera por cobrar sus deudas.
—Los templarios son los únicos cristianos a los que el Viejo de la Montaña respeta —explicó el patriarca—. Cuando sepamos dónde se encuentra la Mesa, enviaremos a rescatarla a un grupo de hombres justos y puros que vosotros, los jefes de la cruzada, designaréis. Ahora arrodillaos y recibid la bendición del Señor.
Lo obedecieron y recibieron la bendición.
De regreso a su tienda, Felipe Augusto cavilaba: «Si yo pudiera hacerme con ese talismán, el Espejo o la Mesa de Salomón, me proclamaría rey del mundo: podría agregar a mis reinos los dominios de los Plantagenet y quizá las tierras del imperio germánico».
Felipe Augusto se detuvo en seco golpeado por una sospecha. Pero ¿y Ricardo? ¿No ambicionaría, él también, el talismán? Por supuesto que sí. Un Plantagenet no podría dormir tranquilo mientras sus posesiones lindaran con las de otro rey. Aquellos malditos pelirrojos hijos de la melusina aspiraban a poseerlo todo. Cuanto más tenían, más codiciaban. Habían ascendido en un par de generaciones abriéndose paso a codazos entre las casas reales de Europa sin saciarse jamás. El abuelo de Ricardo, Godofredo, se casó con la viuda del emperador germánico, una mujer quince años mayor que él, para conseguir la corona de Inglaterra. Enrique, el padre de Ricardo, se casó con Leonor, la esposa divorciada del anterior rey de Francia, para conseguir el ducado de Aquitania. El taimado Ricardo Corazón de León estaría rumiando cómo hacerse con el talismán. Felipe Augusto no podía fiarse del Plantagenet: llevaba en la sangre la ambición desmedida. Seguramente estaba ya maquinando la manera de apropiarse de la Mesa o el Espejo o lo que demonios fuera.
Al llegar a su tienda de lona azul tachonada de flores de lis blancas, Felipe Augusto sintió un malestar en el estómago y vomitó saliva y bilis en su jofaina de plata.
Su médico personal acudió a socorrerlo con una toalla mojada, que le aplicó en la frente. Felipe Augusto respiraba pesadamente. —Esta maldita guerra va a acabar conmigo— rezongó. —¡Maldito el día en que me metí a cruzado!