Sueño que me encuentro otra vez en mi casa. Eden está sentado en el suelo, dibujando un garabato extraño en las baldosas. Tiene cuatro o cinco años y las mejillas regordetas de un bebé. Cada pocos minutos se levanta y me pide opinión sobre su obra de arte.
John y yo estamos sentados en el sofá, intentando arreglar la radio que hay en casa desde hace años. Todavía recuerdo el día en que mi padre la trajo. «Así sabremos en qué barrios se ha extendido la peste», dijo. Pero ahora tenemos en el regazo un montón de tornillos y resortes que no funcionan. Le pido ayuda a Eden, pero se ríe y dice que lo hagamos solos.
Mi madre está sola en la cocina. Intenta hacer la cena; esta es una escena que conozco muy bien. Tiene las dos manos envueltas en vendas: debe de haberse cortado con alguna botella rota o con una lata abierta mientras limpiaba hoy los cubos de basura de alrededor de Union Station. Hace una mueca mientras separa unos granos de maíz congelados con ayuda de un cuchillo. Le tiemblan las manos.
—Espera, mamá. Yo te ayudo —digo. Intento moverme, pero tengo los pies pegados al suelo.
Al cabo de un rato, levanto la cabeza para ver qué dibuja ahora Eden. Al principio no distingo las formas: están mezcladas, como si hiciera garabatos al azar. Cuando me concentro, me doy cuenta de que ha pintado soldados que entran en la casa. Los colorea con lápiz rojo.
Me despierto con un respingo. Por una ventana se filtran franjas de luz grisácea. Oigo el débil rumor de la lluvia. Estoy en lo que parece la habitación abandonada de un niño; el papel de las paredes es azul y amarillo, desprendido en las esquinas. Dos velas iluminan el cuarto. Siento que mis pies sobresalen de la cama y que mi cabeza reposa en una almohada. Cuando me muevo, se me escapa un gemido. Cierro los ojos.
Entonces suena la voz de Tess.
—¿Me oyes? —grita.
—No hables tan alto, hermana —murmuro, sintiendo mis labios agrietados.
Me palpita la cabeza; la jaqueca es aguda y cegadora. Tess ve mi expresión y guarda silencio mientras cierro los párpados de nuevo y espero a que se calme el dolor.
Pero no desaparece: continúa como un martilleo en la nuca. Después de una eternidad, comienza a desvanecerse y logro abrir los ojos.
—¿Dónde estoy? ¿Te encuentras bien?
Tess me mira. Lleva el pelo recogido en una trencita y tiene los labios sonrosados. Sonríe.
—¿Qué si yo estoy bien? Llevas inconsciente dos días, Day. ¿Cómo te encuentras? Me invade una oleada de dolor: debo de tener todo el cuerpo magullado.
—De maravilla.
La sonrisa de Tess desaparece.
—Has estado muy cerca esta vez. Si no hubiera encontrado a alguien que nos recogiera, creo que no habrías salido de esta.
De pronto me asaltan los recuerdos: la puerta del hospital, el robo de la tarjeta de identificación, las escaleras, el laboratorio, la larga caída, el cuchillo que lancé al capitán, las alcantarillas… la vacuna…
La vacuna. Intento sentarme, pero hago un gesto demasiado brusco y el dolor me golpea como un latigazo. Me llevo la mano al cuello de forma automática y descubro que no tengo colgante que agarrar.
Es como si se me rompiera algo en el interior del pecho: lo he perdido. Mi padre me dio ese colgante y yo he sido tan descuidado como para perderlo.
—Venga, tranquilo —intenta calmarme Tess.
—¿Mi familia está bien? ¿Los medicamentos sobrevivieron a la caída?
—Algunos sí —Tess me ayuda a echarme y luego apoya los codos en la cama—. Supongo que un amortiguador es mejor que nada. Ya los dejé en casa de tu madre, junto con el paquete de regalo. Fui a la parte trasera y se lo entregué todo a John. Me pidió que te diera las gracias.
—¿Le contaste lo que pasó?
Tess pone los ojos en blanco.
—¿Crees que podría mantenerlo en secreto? Todo el mundo ha oído hablar del robo en el hospital y John sabe que estás herido. Se ha enfadado mucho.
—¿Te ha dicho quién está enfermo? ¿Es Eden o es mi madre?
—Eden —murmura mordiéndose el labio—. John me dijo que tu madre y él se encuentran bien, por el momento. Y Eden puede hablar y está despierto. Intentó levantarse de la cama para ayudar a tu madre a arreglar una fuga del fregadero porque quería demostrarle que se encontraba bien, pero ella le mandó de nuevo a la cama. Tu madre ha tenido que romper dos de sus camisas para utilizarlas como paños fríos para bajarle la fiebre, así que John me ha dicho que si encuentras algo de ropa que le sirva, perfecto.
Dejo escapar un suspiro. Eden. Claro que es Eden. Y sigue actuando como un ingeniero en miniatura, aunque tenga la peste. Al menos he podido conseguirle medicamentos. Todo se solucionará. Eden se encontrará algo mejor durante un tiempo, y no me importa que John me sermonee. En cuanto al colgante… Bueno, no creo que mi madre llegue a enterarse. Mejor: le rompería el corazón.
—No encontré ninguna vacuna, y no tuve tiempo de buscar más.
—No te preocupes —replica Tess mientras prepara un vendaje nuevo para mi brazo. Tras ella, en el respaldo de la silla, veo colgada mi vieja gorra—. Has ganado algo de tiempo para tu familia. Ya habrá otra oportunidad.
—¿De quién es esta casa?
En cuanto hago la pregunta, oigo el sonido de una puerta que se cierra y luego pasos que se acercan desde la habitación contigua. Miro a Tess alarmado, pero se limita a asentir tranquilamente y me indica con un gesto que me calme.
Un hombre entra sacudiendo un paraguas mojado. En la otra mano lleva una bolsa de papel marrón.
—Ah, ya estás despierto —comenta—. Eso es bueno.
Estudio su rostro: es redondo, de tez muy pálida. Tiene las cejas pobladas y una expresión amable en los ojos.
—Chica —dice dirigiéndose a Tess—, ¿crees que podrá moverse mañana por la noche?
—Ya estaremos en camino para entonces —responde ella mientras alza un frasco lleno de líquido transparente (supongo que será alcohol).
Moja la punta de la venda y me estremezco cuando toca la zona del brazo donde me rozó la bala. Es como si me posará una cerilla ardiendo en la piel. Tess levanta la vista.
—Le agradezco mucho que nos haya dado refugio —murmura.
El hombre gruñe con expresión dubitativa y asiente sin demasiada convicción. Luego mira a su alrededor como si buscara algo.
—Me temo que no puedo tenerlos aquí más tiempo. La patrulla antipeste hará pronto otro reconocimiento —duda, saca dos latas de la bolsa y las coloca sobre el aparador—. Les he traído chili. No será lo mejor, pero al menos llena. Y también pan.
Antes de que podamos decirle nada, sale a toda prisa de la habitación con el resto de los alimentos.
Por primera vez, bajo la vista y contemplo mi cuerpo. No llevo más que unos pantalones marrones del ejército, y tengo el pecho y los brazos vendados. También una pierna.
—¿Por qué nos ayuda? —le pregunto a Tess en un susurro.
—No seas tan desconfiado —responde, levantando la vista mientras me ajusta el vendaje del brazo—. Tenía un hijo que trabajaba en el frente de batalla. Murió de la peste hace unos años.
Tess le hace el nudo final al vendaje y suelto un gemido.
—Respira profundamente, Day —dice, y empieza a palparme el pecho con delicadeza. La obedezco, aunque siento como si me atravesara con un cuchillo. Las mejillas de Tess se ruborizan; está haciendo un esfuerzo de concentración.
—Puede que tengas una fisura en una costilla, pero no hay nada roto —sentencia al fin—. Creo que tardarás poco en estar como siempre. De todas formas, este hombre no quiso saber cómo nos llamábamos y yo tampoco le pregunté su nombre. Mejor no saberlo. Le conté que estabas herido y creo que le recordaste a su hijo.
Dejo caer la cabeza en la almohada. Me duele todo el cuerpo.
—He perdido mis dos cuchillos —murmuro para que no me oiga el hombre—. Eran los mejores que tenía.
—Lo siento, Day —Tess se aparta un mechón de pelo de la cara y me tiende una bolsa de plástico transparente con tres balas plateadas en el interior—. Encontré esto entre los pliegues de tu ropa y supuse que las querrías para tu tirachinas, o algo por el estilo.
Me guardo las balas en un bolsillo y sonrío. Cuando conocí a Tess hace tres inviernos, no era más que una huerfanita esquelética de diez años que hurgaba en los contenedores de basura del sector Nima. Por aquel entonces necesitaba tanto mi ayuda que a veces se me olvida lo mucho que dependo ahora de ella.
—Gracias, hermana —le digo.
Murmura algo que no entiendo y mira para otro lado.
Al cabo de un rato caigo en un sueño profundo. Cuando me despierto de nuevo, todo está oscuro. He debido de dormir mucho, porque ya no me duele la cabeza. Puede que sea el mismo día, pero me da la sensación de que ha pasado más tiempo. No han venido los soldados ni la policía ciudadana. Aún seguimos vivos. Me quedo inmóvil un momento, despierto en la oscuridad. Parece que nuestro benefactor no nos ha delatado, todavía.
Tess duerme acurrucada en el borde de la cama, con la cabeza oculta entre los brazos. A veces me encantaría encontrarle un buen hogar, una familia que se ocupara de ella. Pero cada vez que lo pienso, acabo por rechazar la idea: Tess pasaría a estar del lado de la República si formara parte de una auténtica familia. La obligarían a someterse a la Prueba, que nunca ha hecho. Además, descubrirían que ha sido mi compinche y la interrogarían. Sacudo la cabeza: es demasiado ingenua, demasiado fácil de manipular. No puedo dejarla con nadie.
Además… la echaría de menos. Los dos años que estuve por mi cuenta en las calles fueron muy solitarios.
Muevo el tobillo con cautela, haciendo un círculo. Está un poco entumecido, pero no me duele mucho y no parece estar inflamado. Todavía me arde el brazo donde lo rozó la bala, y el dolor de las costillas es desgarrador, pero consigo sentarme sin demasiados problemas. Me llevo las manos al pelo de forma automática. Está suelto. Lo sujeto en una coleta usando una sola mano y le hago un nudo apretado. Me giro hacia Tess, tomo mi gorra y me la pongo. Me duelen los brazos del esfuerzo. Huele a chili y a pan; en el aparador hay un tazón que humea, con una rebanada de pan apoyada en el borde. Recuerdo las dos latas que nos dejó nuestro benefactor y me gruñe el estómago. Devoró el contenido del cuenco hasta dejarlo limpio.
Mientras me chupo los restos de chili de los dedos, una puerta se cierra en algún lugar de la casa. Oigo pasos que se acercan muy rápido hacia nosotros. Me pongo tenso. Tess se despierta y me agarra del brazo.
—¿Qué pasa? —murmura. Me llevo el índice a los labios.
El hombre que nos ha acogido entra a toda prisa en el cuarto, vestido con una bata destrozada que apenas cubre su pijama.
—Tienen que irse —susurra, por la frente le resbalan gotas de sudor—. Acabo de enterarme de que hay un tipo que te busca.
Tess tiene expresión de auténtico terror, pero le miro a los ojos.
—¿Cómo te has enterado?
El hombre empieza a ordenar la habitación. Recoge el cuenco vacío y pasa la mano por el aparador.
—Va contando a la gente que tiene vacunas para la peste, y que se las quiere vender a una persona que las necesita. Sabe que estás herido. No dijo ningún nombre, pero está claro que habla de ti.
Me siento en la cama. No hay alternativa.
—Sí, se refiere a mí —asiento. Tess agarra un manojo de vendas limpias y se las guarda bajo la camisa—. Es una trampa. Nos vamos enseguida.
El hombre asiente con la cabeza.
—Pueden salir por la puerta trasera. Al fondo del pasillo, a la izquierda.
Lo miro de hito en hito durante un instante y entonces me doy cuenta de que sabe perfectamente quién soy. A pesar de ello, no lo dice en voz alta. Como muchas otras personas de nuestro sector que averiguaron en el pasado quién era yo y aun así me ayudaron, parece agradecer los problemas que le causo a la República.
—Le estamos muy agradecidos —digo.
Él no responde. Agarro a Tess de la mano y los dos echamos a andar hasta llegar a la puerta trasera; me duele todo el cuerpo, tanto que se me llenan los ojos de lágrimas. Salimos al aire húmedo de la noche.
Avanzamos en silencio por los callejones y solo reducimos el paso seis bloques más allá. El dolor se hace más desgarrador a cada paso. Me llevo la mano al colgante para calmarme, pero entonces recuerdo que ya no lo llevo encima. Se apodera de mí una sensación de vértigo. ¿Y si la República descubre qué es? ¿Lo destruirán? ¿Y si siguen la pista y los conduce a mi familia?
Tess se apoya en una de las paredes del callejón y se deja caer.
—Tenemos que abandonar la ciudad —dice—. Es demasiado peligroso seguir aquí, Day. Estaríamos más seguros en Arizona o en Colorado. O incluso en Barstow; no me importaría pasar una temporada en las afueras.
Ya, ya. Lo sé. Bajo la vista.
—Yo también quiero irme.
—Pero no vas a hacerlo. Lo veo en tu cara.
Nos quedamos callados. Si por mí fuera, cruzaría el país entero y escaparía a las Colonias a la primera oportunidad que se me presentara. No me importa arriesgar la vida. Pero hay un montón de razones por las que no puedo hacerlo, y Tess lo sabe. Ni John ni mi madre pueden abandonar sus trabajos y huir conmigo, no sin despertar sospechas. Eden no puede irse de la escuela que le han asignado. Si lo hacen, se convertirán en fugitivos. Como yo.
—Ya veremos —digo finalmente. Tess me ofrece una sonrisa triste.
—¿Quién crees que te está buscando? —pregunta al cabo de un rato—. ¿Cómo habrá averiguado que estabas en el sector Lake?
—No lo sé. Puede ser algún traficante al que le haya llamado la atención lo del robo en el hospital. Tal vez piense que tenemos un montón de dinero o algo así. Podría ser un soldado, incluso un espía. Perdí mi colgante en el hospital; no sé si conseguirán averiguar algo de mí, analizándolo, pero siempre cabe la posibilidad.
—¿Y qué vas a hacer?
Me encojo de hombros y me apoyó contra la pared para mantener el equilibrio: la herida de bala ha empezado a palpitar otra vez.
—No deberíamos dejar que nos encontrara, pero he de admitir que me da curiosidad saber qué ofrece. ¿Y si de verdad tiene una vacuna contra la peste?
Tess me contempla con la misma expresión que tenía la noche en que la conocí: esperanza, curiosidad y miedo, todo a la vez.
Bueno… No creo que sea más peligroso que la locura que hiciste en el hospital, ¿no?