No me dice su nombre.
Lo entiendo muy bien. Muchos de los chicos que viven en la calle mantienen su identidad en secreto, especialmente después de participar en algo ilegal como una pelea de skiz. Además, no me interesa cómo se llama. Sigo enfadado por haber perdido la apuesta. La derrota de Kaede me ha costado mil billetes, y ese dinero era para las vacunas. El tiempo se me está acabando, y todo por culpa de esta chica. Soy idiota. Si Tess no hubiera conseguido salir del ring gracias a ella, habría dejado que se las arreglara como pudiera.
Pero sé muy bien que Tess me habría puesto cara de cachorrito durante el resto del día. Por eso la he ayudado.
Tess no deja de hacer preguntas mientras ayuda a la chica —tendré que llamarla así, supongo— y le limpia el corte del costado lo mejor que puede. Yo me quedo callado. Estoy en guardia. Después de la pelea callejera y la bomba de humo, hemos terminado acampados en la azotea de una biblioteca abandonada (lo llamo azotea, aunque en realidad es un piso que ha quedado expuesto porque se han derrumbado todas las paredes exteriores). Casi todos los edificios de alrededor están en ruinas. La biblioteca forma parte de un rascacielos antiguo que ahora se encuentra prácticamente sumergido, a treinta metros de la orilla este del lago. Lo poco que sobresale está cubierto de malas hierbas; es un buen refugio para gente como nosotros.
Vigilo desde el borde de la terraza, donde estoy sentado. La chica comenta algo y Tess sonríe tímidamente como respuesta.
—Me llamo Tess —la oigo decir. Es lo bastante lista como para no soltarle mi nombre, pero sigue hablando—. ¿De qué parte de Lake eres? ¿Vienes de otro sector? —observa la herida de la chica—. Tiene una pinta fea, pero puedo curártela. Por la mañana intentaré traerte un poco de leche de cabra; te vendrá bien. Hasta entonces, deberías escupir sobre ella. Ayuda a prevenir las infecciones.
Por la expresión de la chica, juraría que no le dice nada nuevo.
—Gracias —murmura, y luego eleva la mirada hacia mí—. Te agradezco tu ayuda.
Tess vuelve a sonreír, pero me da la impresión de que no se encuentra del todo cómoda con la recién llegada.
—Gracias a ti.
Aprieto la mandíbula. Dentro de una hora anochecerá, y tengo una desconocida herida que sumar a mis preocupaciones.
Al cabo de un rato, me levanto y me acerco a ellas. A lo lejos, por los altavoces del barrio, empieza a sonar a todo volumen el juramento de lealtad a la República.
—Nos quedamos aquí esta noche —le digo a la chica—. ¿Cómo te encuentras?
—Bien —responde, pero se nota que le duele bastante.
No sabe qué hacer con las manos: las acerca a la herida, se da cuenta y se corta en seco. De pronto me entran ganas de consolarla.
—¿Por qué me salvaste? —dice.
—No tengo ni la menor idea. Me has costado mil billetes.
La chica sonríe por primera vez, pero hay recelo en sus ojos. Parece estar analizando cada palabra que digo. No confía en mí.
—Así que apuestas a lo grande, ¿eh? Lo siento mucho; es que me hizo enfadar —baja la vista—. Espero que no fuera amiga tuya.
—Kaede trabaja de camarera en un bar que está entre Alta y Winter. La conozco desde hace poco.
Tess se ríe y me lanza una mirada que no consigo descifrar.
—Le gusta conocer a todas las chicas guapas. La fulmino con los ojos.
—Cierra la boca, hermana. ¿No has coqueteado hoy bastante con la muerte? ¿Quieres más?
Tess asiente sin dejar de sonreír.
—Voy a buscar agua —dice, y baja de un salto por la escalera.
Cuando desaparece, me siento al lado de la chica y rozo su cintura sin querer. Inspira bruscamente y yo me aparto; me da miedo haberle hecho daño.
—Se curará pronto a no ser que se te infecte. Pero tienes que descansar. Te puedes quedar con nosotros si quieres.
—Gracias —se encoge de hombros—. Pero cuando me encuentre mejor iré a por Kaede.
Me echo hacia atrás y la observo. Está bastante más pálida que las chicas que se ven por el sector, y tiene unos enormes ojos oscuros que brillan con reflejos dorados a la luz del atardecer. Hay algo en sus rasgos que no me resulta familiar. Puede que tenga sangre india, o tal vez anglosajona. Ni idea. Es muy guapa; tanto, que me quedo embobado mirándola como me sucedió cuando saltó al ring. No, la palabra adecuada no es «guapa». Es preciosa. Además, no sé por qué, me recuerda a alguien. Puede que sea la expresión de sus ojos: hay algo frío y calculador en ellos, algo desafiante y fiero… Noto que se me encienden las mejillas y miro hacia otra parte, agradeciendo la oscuridad. No puedo pensar en otra cosa que no sea besarla y pasar los dedos por su negra melena.
—En fin… —digo al cabo de un rato—. Bueno, chica, gracias por tu ayuda. Por ayudar a Tess, digo. ¿Dónde has aprendido a pelear así? Le rompiste el brazo a Kaede sin ningún esfuerzo.
La chica duda, y me doy cuenta por el rabillo del ojo de que me está observando. Me vuelvo y la miro directamente; ella aparta la vista hacia el agua, como si le avergonzara que la haya pillado. Se roza el costado y hace un chasquido con la lengua; parece un hábito inconsciente.
—Voy mucho por la frontera de Batalla. Me gusta ver cómo practican los cadetes.
—Vaya, sí que te arriesgas… Aunque, en vista de cómo peleas, seguro que te las arreglas bien.
—Ya has visto lo bien que me las he arreglado hoy —se ríe. Sacude la cabeza y su larga coleta se balancea rozando su espalda—. No debería haberme quedado a ver la pelea de skiz, pero… ¿qué quieres que te diga? Tu amiga parecía apurada. Pensé que no le vendría mal algo de ayuda —su expresión cambia repentinamente y su mirada se vuelve de nuevo cautelosa—. ¿Y tú? ¿Estabas entre el público?
—No. Tess se acercó porque le gusta ver las cosas de cerca; es un poco miope. Yo prefiero quedarme al margen.
—Tess… ¿Es tu hermana pequeña? Titubeo antes de responder.
—Bueno, algo así. En realidad, si lancé la bomba de humo fue para salvarla a ella, ¿sabes?
La chica enarca una ceja y los labios se le curvan en una sonrisa.
—Cuánta amabilidad —dice—. ¿Por aquí todo el mundo sabe fabricar una bomba de humo?
Hago un gesto de desdén con la mano.
—Sí, claro, incluso los niños. Es muy fácil —la contemplo con interés—. ¿No eres del sector Lake, entonces?
—Soy del sector Tanagashi… Bueno, viví allí.
—Tanagashi queda bastante lejos. ¿Has venido hasta aquí para ver una pelea de skiz?
—Claro que no —la chica se recuesta con cuidado; su venda está empezando a teñirse de rojo oscuro—. Cuando te quedas sin casa, acabas por moverte mucho.
—Ahora mismo, Lake no es un sector seguro.
En la esquina de la azotea hay una mancha de color turquesa que me llama la atención: es una mata de margaritas marinas que ha brotado en una grieta del suelo. Son las flores favoritas de mi madre.
—Aquí puedes coger la peste —le explico.
La chica sonríe como si supiera algo que yo ignoro. Sigo sin saber a quién me recuerda.
—No te preocupes —contesta—. Si no me enfado, suelo ir con mucho cuidado. Cuando por fin se hace de noche y la chica cae en un sueño intranquilo, le pido a Tess que se quede con ella para ir a ver a mi familia. A Tess no le importa quedarse; le pone nerviosa acercarse a las zonas afectadas por la peste. Siempre regresa rascándose los brazos, como si la infección le reptara por la piel.
Me guardo un ramillete de margaritas en la manga de la camisa y me meto un par de billetes en el bolsillo, por si acaso. Luego le pido a Tess que me envuelva las manos en dos pañuelos para no dejar huellas dactilares en ningún sitio.
La noche está sorprendentemente tranquila. No hay patrullas antipeste recorriendo las calles; lo único que se oye son los coches que pasan de cuando en cuando y los ecos de los altavoces. La extraña equis de la puerta sigue ahí, tan llamativa como siempre. De hecho, juraría que los soldados han regresado por lo menos una vez más, porque sus trazos muestran un color brillante, de pintura fresca. Deben de haber realizado una segunda verificación por la zona. No sé lo que indicará ese símbolo, pero se ha debido de extender por los alrededores.
Me oculto entre las sombras cerca de la casa de mi madre. A esta distancia puedo atisbar nuestro patio por las rendijas de la valla desvencijada.
Cuando estoy absolutamente seguro de que no hay nadie patrullando por la calle, salgo de la oscuridad y me acerco agazapado hasta la base del porche, que tiene una tabla rota por la que puedo colarme en el espacio que queda bajo la casa. Aparto el tablón, me meto en el ambiente rancio y oscuro y después vuelvo a colocarlo en su lugar. Sobre mi cabeza hay grietas por las que entra la luz de las habitaciones. Oigo hablar a mi madre en la parte trasera de la casa, donde está el único dormitorio. Me dirijo hacia allí, me arrastro hasta el hueco de la ventilación y observo el interior de la casa. John está sentado en el borde de la cama, con los brazos cruzados. Parece agotado y tiene los zapatos llenos de barro seco; seguro que mi madre le regañó por entrar así. Mira hacia el otro lado de la habitación, donde debe de estar mi madre de pie. Vuelvo a oír su voz; esta vez suena bastante nítida y entiendo lo que dice.
—Nosotros no estamos enfermos todavía. John aparta la vista y la clava en la cama.
—No parece que sea contagioso —insiste mi madre—. Y Eden aún tiene la piel en buen estado. No sangra.
—Todavía no —replica John—. Tenemos que prepararnos para lo peor, mamá. Si Eden se…
La voz de mi madre adopta un tono firme.
—No vas a pronunciar esa palabra en mi casa, John.
—No basta con los amortiguadores. Quienquiera que nos los ha dado ha sido muy amable, pero no son suficiente.
John menea la cabeza y se pone en pie. Incluso ahora —especialmente ahora— tiene que proteger a mi madre y ocultarle mi paradero. Cuando se aparta de la cama, distingo a Eden. Está arropado con una manta hasta la barbilla, a pesar del calor que hace. Tiene la piel grasienta, perlada de sudor, y de un color extraño, con una palidez enfermiza y verdosa. No recuerdo que la peste produjera esos síntomas; se me hace un nudo en la garganta.
El dormitorio muestra el mismo aspecto de siempre: nuestras escasas posesiones están viejas y gastadas, pero tienen un aspecto acogedor. Ahí está el colchón destrozado sobre el que duerme normalmente Eden, y al lado la cómoda llena de arañazos en la que yo solía pintar garabatos. Cómo no, en la pared hay colgado un retrato del Elector, rodeado de un montón de fotos nuestras como si se tratara de un miembro más de la familia. Eso es todo lo que hay en la habitación. Cuando Eden era pequeño, John y yo le agarrábamos de los brazos y le ayudábamos a caminar de un extremo al otro del cuarto. John extendía la mano y chocaba los cinco con él cuando lo conseguía hacer solo.
La sombra de mi madre se detiene en el centro del dormitorio. No dice nada. Me la imagino: los hombros caídos, la cara entre las manos, una expresión de derrota que nunca se ha permitido adoptar.
John suspira. Suena un ruido de pasos: supongo que ha cruzado el cuarto para abrazarla.
—Eden se va a poner bien. Puede que este virus sea menos peligroso y se acabe recuperando él solo —hace una pausa—. Voy a ver qué tenemos para hacer la sopa.
Le oigo abandonar el dormitorio.
Estoy seguro de que John odiaba trabajar en la planta de vapor, pero al menos podía salir de casa y distraerse durante un rato. Ahora está atrapado aquí por la cuarentena y no puede hacer nada por ayudar a Eden. Eso tiene que estarle matando. Tomo un puñado de tierra y lo estrujo con todas mis fuerzas.
Si hubiera habido vacunas en el hospital…
Poco más tarde, mi madre cruza el dormitorio, se sienta en el borde de la cama de Eden y murmura algo para consolarlo. Ha tenido que vendarse las manos una vez más. Se inclina y le aparta el pelo de la cara. Cierro los ojos y recuerdo su rostro suave y bello, su expresión preocupada, sus ojos de un azul brillante, su boca sonrosada, su sonrisa. Las noches en que me arropaba, alisaba las mantas y me deseaba al oído que tuviera sueños agradables. Me pregunto qué le estará diciendo ahora a Eden.
De pronto, la nostalgia me abruma. Quiero salir de aquí y llamar a la puerta.
Aprieto el puñado de tierra. No: el riesgo es demasiado alto. Encontraré una forma de salvarte, Eden. Te lo juro. Me arrepiento de haber apostado todo ese dinero en una pelea de skiz, en lugar de haber buscado una forma más segura de ganarlo.
Saco las margaritas de la manga de la camisa. Algunas se han aplastado, pero las dejo con mucho cuidado en el suelo después de retirar algunos guijarros sueltos. Mi madre jamás las verá, pero yo sabré que están aquí. Estas flores son la prueba de que sigo vivo, de que continúo cuidando de ellos.
Al lado de las margaritas distingo un brillo rojizo. Frunzo el ceño y aparto la tierra para investigar.
Es un símbolo: hay algo inscrito en una superficie lisa, bajo la tierra y las piedras.
Se trata de un número parecido al que vimos Tess y yo en la orilla del lago, pero las cifras cambian: 2544.
Yo me escondía aquí a veces cuando era pequeño y jugaba con mis hermanos al escondite, pero no recuerdo haber visto esto nunca. Me agacho y pego la oreja al suelo.
Al principio no oigo nada, pero de pronto distingo un ruido débil: un zumbido, luego un silbido y un gorgoteo. Parece como si hubiera algún líquido o vapor. Puede que aquí abajo exista todo un sistema de cañerías que lleguen hasta el lago. Deben de recorrer todo el sector. Retiro la tierra de alrededor, pero no veo nada más. Los números casi no se distinguen; son antiguos. La pintura está descascarillada.
Me quedo ahí un buen rato, estudiando los números en silencio. Le echo un último vistazo al dormitorio a través del agujero de la ventilación y luego salgo del porche. Me sumerjo en las sombras y regreso a la ciudad.