La batalla del Mar Negro, o como los somalíes la llaman, Ma-alinti Rangers (El día de los rangers), es una contienda que Estados Unidos ha preferido olvidar. Las imágenes que de ella resultaron, la muchedumbre desmadrada que arrastraba a los soldados muertos por las calles de Mogadiscio, están entre las más espantosas y molestas de nuestra historia, empeoradas por las buenas intenciones que habían impulsado nuestra intervención. No hubo periodistas estadounidenses en Mogadiscio durante los días 3 y 4 de octubre de 1993, y al cabo de aproximadamente una semana de frenética atención, otros sucesos mundiales no tardaron en requerir el interés de aquellos en otros lugares. La decisión del presidente Clinton, tan sólo unos días después del combate, de dar por finalizada la misión del destacamento especial Ranger en Somalia, alcanzaba el objetivo que se proponía: cerrar la puerta al episodio. En Washington, un atisbo de fracaso basta para que se extienda la amnesia. Hubo una investigación por parte del Senado y dos días de vistas en el Congreso, que dieron como resultado un informe partidista que echaba la culpa al presidente y al secretario de Defensa, Les Aspin, que dimitió dos meses después, pero eso fue todo.
Incluso en el ámbito de las Fuerzas Armadas, donde uno podía esperar encontrar gran interés profesional por la mayor contienda en la que se habían visto implicados soldados estadounidenses desde Vietnam, no parece que se haya hecho mucho por un detallado postmortem. Se rindió el debido homenaje a los muertos, se honró formalmente el heroísmo de muchos soldados, pero más allá de esto, a juzgar por lo que dicen los veteranos condecorados de la batalla, éste es un capítulo cerrado.
Cuando en 1996 empecé a trabajar en el proyecto, mi objetivo se basaba únicamente en escribir una relato dramático de la batalla. La intensidad del combate y la idea de noventa y nueve soldados estadounidenses sitiados y atrapados en una antigua ciudad africana luchando por sus vidas, me obsesionaba. Me disponía a contribuir captando en palabras la experiencia del combate a través de los ojos y las emociones de los soldados implicados, combinando su perspectiva indispensable y humana con una visión militar y política de su peripecia. Salvo por grandes relatos de ficción y varias biografías bien escritas, las historias reales de la guerra moderna que había leído habían sido relatadas principalmente por historiadores. Yo pretendía combinar la autoridad de una narración histórica con la emoción del recuerdo, y escribir una historia que se leyera como ficción pero que fuera cierta. Como iniciaba mi trabajo tres años después de la batalla, contaba con que la parte histórica de la tarea ya estuviera hecha. Seguro que, en algún lugar del Pentágono o de la Casa Blanca, debía de haber un grueso volumen de informes sobre la acción y de pruebas donde se detallaba la contienda y se criticaba la actuación de nuestras Fuerzas Armadas. Creía que el reto consistía en luchar para obtener el mayor material desclasificado posible. Estaba equivocado.
No existe un volumen semejante. Si bien la batalla del Mar Negro podía muy bien ser el incidente más exhaustivamente documentado en la historia militar de Estados Unidos, ante mi sorpresa nadie había siquiera empezado a reunir toda aquella información en bruto en un relato definitivo. Por consiguiente, en lugar de limitarme a escribir una versión más viva de la historia, me tuve que colocar en la afortunada y excitante posición de abrir caminos nuevos.
En los meses que siguieron a la publicación de este libro en forma de entregas en el periódico The Philadelphia Inquirer, hablé con cientos de oficiales militares estadounidenses en activo a quienes conocí en conferencias o seminarios, o que se pusieron en contacto conmigo para obtener copias de los capítulos publicados en la prensa o una información más detallada de ciertos aspectos del combate.
Entre este gran número de personas, había profesores de las academias militares y del Army War College en Carlisle, Pensilvania, del National Defense Analysis Institute, miembros de la Military Operations Research Society, oficiales de la base de instrucción Marine Corps en Parris Island, participantes en el programa Security Studies del MIT, e incluso miembros del Central Command de Estados Unidos, adonde su comandante, el general Anthony Zinni, me invitó a participar en un seminario con su equipo en la base MacDill Air Force de Tampa, en Florida. Todo esto me resultaba halagador, pero también me sentía incómodo ante la idea de que nuestras Fuerzas Armadas recurrieran a un periodista sin antecedentes militares para informarles sobre una batalla que habían librado muchos hombres que seguían en servicio activo. Como observó el ex jefe de un equipo Delta después de haberse enterado de otra de las muchas invitaciones que yo recibía: «¿Por qué no nos preguntan a nosotros?».
Una de las razones por las cuales no se ha estudiado la batalla con seriedad es que las unidades implicadas, sobre todo la Fuerza Delta y los rangers, operaban en secreto, y por consiguiente mucha información oficial con respecto a ella sigue siendo reservada. Según parece, las Fuerzas Armadas son muy buenas guardando los secretos que las atañen. Sin embargo, yo sospecho que el motivo principal es el mismo que hizo que los políticos se pusieran a cubierto. Más allá de la comunidad de las operaciones especiales, la batalla del Mar Negro se percibió como una derrota.
Pero no lo fue, por lo menos en términos estrictamente militares. El destacamento especial Ranger aterrizó en un atestado mercado del corazón de Mogadiscio en medio de una ajetreada tarde de domingo y arrestaron a dos lugartenientes del señor de la guerra Mohamed Farrah Aidid. Se trataba de un trabajo difícil y peligroso y, a pesar de los terribles reveses y de las pérdidas, y contra viento y marea, se cumplió la misión.
Era por supuesto una victoria pírrica. En principio, la misión debía de durar una hora. En cambio, una gran parte de la fuerza de asalto se quedó atrapada durante una larga noche en una ciudad hostil, rodeados y teniendo que luchar por sus vidas. Dos de sus helicópteros Black Hawks MH-60 de alta tecnología se estrellaron en la ciudad, y otros dos tuvieron que realizar aterrizajes forzosos en la base. Cuando a la mañana siguiente un enorme convoy internacional de rescate logró sacar de allí a la fuerza, habían muerto dieciocho estadounidenses y había docenas de heridos graves. A uno de estos últimos, Mike Durant, el piloto de un Black Hawk, lo arrastró una enfurecida turba somalí por las calles, y luego estuvo prisionero por espacio de once días. Las noticias de las víctimas y las imágenes de los somalíes jubilosos humillando los cadáveres de unos estadounidenses provocaron repugnancia e indignación en la patria, pusieron a la Casa Blanca en una situación embarazosa y levantaron tantas objeciones en el Congreso que se suspendió de inmediato la misión contra Aidid. Los hombres del general de división William F. Garrison habían tal vez ganado la batalla pero, como él mismo había pronosticado, habían perdido la guerra.
La victoria fue todavía más falsa para Somalia, si bien ni siquiera cinco años después está claro cuánta gente lo entiende así. La propia batalla careció de organización alguna. El número de muertos en su bando fue enorme. Según cálculos conservadores, las víctimas se cifran en mil, entre ellas quinientos muertos. Aidid pudo, y así lo hizo, proclamar que su clan había ahuyentado a la máquina militar más poderosa del mundo. El Habr Gidr había logrado resistirse a la intención de Naciones Unidas de obligarlo a compartir el poder. Para el clan el 3 de octubre es fiesta nacional (si una cosa semejante es posible donde no hay nación). Meses después de la batalla, las nuevas fuerzas estadounidenses allí desplegadas abortaron el intento por parte de Naciones Unidas de establecer allí un gobierno estable de coalición. Aidid, una víctima de las disputas entre facciones que Naciones Unidas habían intentado solucionar, murió en 1996 sin haber unificado Somalia bajo su dominio. Su clan sigue en pugna con sus rivales en Somalia, atrapados en el mismo clima sangriento y anárquico. Cuando en verano de 1997 hablé con los dirigentes de los clanes en esa ciudad destruida, tuve la sensación de que piensan que el mundo sigue observando con ansiedad sus progresos. Durante la mayor parte de mi estancia allí, el fotógrafo Peter Tobia y yo fuimos los únicos huéspedes del Hotel Sahafi. Fuimos los primeros y únicos estadounidenses que regresaron a Mogadiscio en un intento de componer exactamente lo que había ocurrido. Dije a los dirigentes del Habr Gidr, que se mostraban hostiles a nuestro proyecto, que con toda probabilidad no iban a tener otra oportunidad de contar su versión de la historia, porque no había ni periodistas ni intelectuales haciendo cola en la frontera. El gran mundo había dejado a Somalia en el olvido. El gran buque de la buena voluntad internacional había zarpado. Los sangrientos enredos de los clanes políticos de Somalia no nos preocupan. Sin recursos naturales, ni ventajas estratégicas, o incluso un mercado potencialmente lucrativo para productos susceptibles de ser exportados, no es probable que Somalia vuelva a tener la oportunidad que les ofreció la UNOSOM para obtener la paz y reconstruir el país. Equivocados o no, se han quedado como un símbolo perdurable de la ingratitud y la terquedad del Tercer Mundo, de lo inútil que resulta intentar resolver la animosidad local con el poder internacional. A efectos prácticos, se han borrado ellos mismos del mapa.
Nadie ganó la batalla de Mogadiscio, pero al igual que todas las batallas importantes, cambió el mundo. El elevado precio que se pagó por la captura de dos oscuros funcionarios de aquel clan, llamados Omar Salad y Mohamed Hassan Awale, indignó con toda razón al presidente Clinton, quien, según se afirma, se sintió traicionado por los consejeros y el equipo militares, en gran medida como el también inexperto presidente Kennedy se sintió en 1961 después de «bahía de Cochinos». La batalla de Mogadiscio tuvo como consecuencia la dimisión del secretario de Defensa Les Aspin y arruinó la prometedora carrera del general Garrison, al mando del destacamento especial Ranger. Acabó con un intento esperanzador y sin precedentes por parte de la ONU para ayudar a un país sumido en la anarquía y en guerras civiles donde millones de ciudadanos se morían de hambre. Acabó con el breve y emocionante período de inocencia que siguió a la Guerra Fría, una época en que Estados Unidos y sus aliados creían poder barrer del planeta a los dictadores corruptos y a la violencia despiadada de forma tan fácil y relativamente incruenta como lo habían hecho con Hussein en Kuwait. Mogadiscio tuvo una influencia profunda e instructiva en la política militar, la cual ha cambiado desde entonces.
—Marcó un hito en la historia —dice un oficial del Departamento de Estado (que ha pedido que no mencionemos su nombre porque su forma de pensar es contraria a nuestra política extranjera actual)—. Antes se creía que estos países terribles eran terribles porque unos dirigentes malvados y belicosos oprimían a gente buena, honesta e inocente. Somalia cambió esta idea. Tenemos aquí un país donde a casi todo el mundo le alcanza el odio y las rivalidades. Si uno para a una anciana por la calle y le pregunta si quiere la paz, ella dirá que sí, por supuesto, que cada día reza por ello. Dice todo lo que uno espera que diga. Pero si a continuación uno le pregunta si estaría dispuesta a que su clan compartiese el poder con otro a fin de obtener esa paz, ella contestaría: «¿Con esos asesinos y ladrones? Antes prefiero morir». La gente de estos países, y Bosnia es un ejemplo más reciente, no quieren la paz. Quieren la victoria. Quieren el poder. Los hombres, las mujeres y los jóvenes. Somalia supuso una experiencia que nos enseñó que la gente de estos lugares es en gran medida responsable de que las cosas sean como son. El odio y las matanzas continúan porque ellos lo quieren así. O porque no desean tanto la paz que detuviera estas actuaciones.
Y fue así como, para bien o para mal, una semana después del combate en Mogadiscio, mediante un «disturbio» instrumentado y formado por menos de cien haitianos, no se permitió que el barco estadounidense Harlan County amarrase en los muelles de Puerto Príncipe. El Gobierno de Estados Unidos (y la ONU) fue testigo del arranque genocida que costó la vida a un millón de personas en Ruanda y Zaire, una atrocidad que se sumaba a la existente en Bosnia. En la Casa Blanca y en el Congreso, después de la batalla de Mogadiscio, se adaptó la postura cínica de no volver a poner tropas estadounidenses bajo el mando de la ONU, cuando todo el mundo implicado comprendía perfectamente bien que el destacamento especial Ranger, e incluso la QRF estuvieron siempre bajo el mando directo de Estados Unidos. Además, fue el Departamento de Estado estadounidense el que tomó la decisión de elegir como blanco a Aidid. La persona que con más fuerza abogó por la misión del destacamento especial Ranger en Mogadiscio fue el almirante Jonathan Howe, un ex diputado del Consejo Nacional de Seguridad durante el mandato de Bush, que era el oficial de la ONU con mayor rango in situ en Mogadiscio. Aquel destacamento especial Ranger fue una producción totalmente estadounidense.
El Congreso se apresuró a repartir las culpas. ¿Acaso no había Aspin rechazado la petición inicial del destacamento especial de un helicóptero de combate AC-130, y luego, tan sólo unas semanas antes de la fatídica incursión, rehusó otra demanda de tanques Abrams y vehículos blindados Bradley hecha por el general Montgomery, comandante de la QRF? Parece bastante obvio que una tropa de infantería ligera atrapada en una ciudad hostil habría estado mejor preparada para salir de allí con vehículos blindados, y que pocas plataformas aéreas de fuego son tan mortalmente efectivas como los Spectre AC-130. Muchos de los hombres que lucharon en Mogadiscio creen que algunos de sus compañeros, si no todos, no habrían muerto en la misión si la Administración Clinton hubiera estado más preocupada por la protección de la fuerza que por mantener una postura política correcta. El propio Aspin, antes de ceder su puesto, reconoció que su decisión con respecto a las peticiones de la Fuerza había sido errónea. El Comité de Servicios Armados del Senado, que investigó la batalla en 1994, llegó a la misma conclusión. Fue el teniente coronel Larry Joyce, retirado del Ejército de Estados Unidos y padre del sargento Casey Joyce, uno de los rangers muertos, quien presentó los análisis iniciales de la batalla al comité en un lapidario informe.
«¿Por qué les negaron fuerzas blindadas a esta tropa? De haber habido fuerza blindada, de haber estado allí los Bradleys, probablemente mi hijo estaría hoy aún con vida, porque él, al igual que las otras víctimas que cayeron durante la fase inicial de la batalla, murieron yendo desde la casa blanco del asalto hasta donde se hallaba el helicóptero abatido, el primero de ellos. Creo que hubo una estructura bélica inadecuada desde el principio.»
Ésta fue la línea que adoptó David Hackworth, el coronel retirado del ejército de Estados Unidos que hizo una segunda carrera escribiendo sobre las Fuerzas Armadas. Hackworth dedica un capítulo del libro que publicó en 1996, Hazardous Duty, a la batalla. Después de expresar la decepción que sentía por no haber sido invitado a observar la acción con los rangers, dice de Garrison que es un «inepto» y acusa a la Casa Blanca y a los jefes militares de «tomar posturas heroicas» pero de no poner «sus sistemas armamentistas donde ponen sus palabras». Hackworth calculó que la presencia de tanques hubiera evitado seis muertos y treinta heridos. Existen inexactitudes en el relato del militar retirado, y tampoco pretende ser imparcial, sin embargo la crítica implícita contribuyó a que se comprendiese la batalla tanto dentro como fuera de los ámbitos militares. Garrison es el blanco de su ataque. Sugiere, aunque de forma errónea, que el general dirigía la batalla desde un helicóptero, e incluso cita a uno de los sargentos al mando de un pelotón en tierra que dice haber tenido ganas de tener una «Stinger» para derribar al general (todos lo que participaron en el combate librado en Mogadiscio aquel día sabían que Garrison no estaba en el helicóptero de mando). Hackworth concluye que Garrison se negó a dirigir la operación cuando el primer grupo de la Fuerza quedó diezmado. Cita a Joyce con las siguientes palabras: «Al principio, le di a Garrison el beneficio de la duda, pero cuanto más he ido hablando con los rangers, más claro he visto que no tuvo ninguna buena razón para lanzar la incursión tal y como lo hizo. La táctica fue completamente errónea. Garrison hizo el papel de un vaquero que iba a por su tercera estrella a expensas de los muchachos».
Es una terrible acusación, incluso procediendo de un hombre que perdió a su hijo en la contienda.
Yo carezco de la autoridad para criticar las decisiones militares tomadas por Garrison y sus hombres aquel día, pero el trabajo que he realizado en Black Hawk derribado me capacita para informar con imparcialidad acerca de los recuerdos, los sentimientos y las opiniones de los hombres que lucharon. He entrevistado a más rangers, soldados Delta y pilotos implicados en la batalla que ninguna otra persona, y todavía tengo que conocer a un solo hombre que exprese las opiniones que ha transmitido Hackworth sobre la misión o sobre Garrison. Los hombres que llevaron a cabo el asalto del 3 de octubre confiaban en las tácticas empleadas, así como en su propia preparación, y estaban a favor de su objetivo. Aunque muchos han criticado de forma incisiva las decisiones, grandes o pequeñas, tomadas antes y durante el combate, y difieren sustancialmente de sus mandos en algunos puntos, están orgullosos de haber concluido la misión con éxito. Resulta sorprendente que haya muy poca amargura entre los hombres que pasaron por esta experiencia penosa. La rabia está más relacionada con la decisión, tomada al día siguiente de la batalla, de suspender la misión que con lo que hubiera ocurrido durante aquélla. Los informes muestran que en las semanas que precedieron a esta incursión, Garrison se llevó más reprimendas por mostrarse demasiado cauto en cuanto a lanzar misiones que por hacerlo de forma tan temeraria. Los hombres que sirvieron bajo su mando tienen en alta estima al general, quien se retiró en 1996 después de haber dirigido la Escuela JFK del Arte de la Guerra en Fort Bragg.
Garrison asumió toda la responsabilidad del resultado de la batalla mediante una carta manuscrita dirigida al presidente Clinton al día siguiente de la batalla. Los detractores del general han dicho que esa carta no era más que una estrategia; sin embargo, un servidor se esfuerza por ver qué podía haber ganado al escribirla. Se trata de un documento que habla sencillamente por sí mismo, un acto honorable de un hombre honorable que, claramente afirma que, no se avergüenza ni de su comportamiento ni del de sus hombres en la contienda.
I. La potesdad y responsabilidad de la operación recae aquí en Mogadiscio en el destacamento especial de los rangers, no en Washington.
II. Se disponía de información fidedigna sobre el blanco.
III. Las tropas conocían la zona como resultado de seis operaciones previas.
IV. Se conocían todas y cada una de las situaciones: proximidad del mercado Bakara (plaza fuerte del ANS); tiempos anteriores de reacción del enemigo.
V. La planificación de la operación era completa. Los asaltantes confiaban en que se trataba de una operación realizable. El comandante del destacamento especial Ranger retuvo la aprobación del plan.
VI. La técnica, la táctica y el procedimiento eran los adecuados para la misión/blanco.
VII. Se previeron fuerzas de reacción para las contingencias: CSAR preparados para acción inmediata (UH60 con enfermeros y seguridad).
VIII. La pérdida del primer helicóptero requirió ayuda. El piloto atrapado en el fuselaje presentaba problemas.
IX. La caída del segundo helicóptero requirió respuesta de la 10.a División de Montaña, QRF. La zona del accidente era tan mala que los de la ANS se acercaron al lugar de inmediato, nosotros no pudimos llegar al lugar a tiempo.
X. Los rangers del primer helicóptero siniestrado no quedaron inmovilizados. Podían seguir luchando. Nuestro credo no nos permitía abandonar el cuerpo del piloto atrapado en el fuselaje.
XI. Una fuerza blindada de reacción habría podido ayudar, pero el número de víctimas podía o no podía haber sido diferente. No se habría podido impedir que el tipo de hombres que formaba parte del destacamento especial no prestasen asistencia a los camaradas caídos.
XII. La misión fue un éxito. Se capturó a los individuos blanco del asalto y se les sacó del edificio asaltado.
XIII. En el caso de este blanco en particular, el presidente Clinton y el secretario Aspin no tienen ninguna responsabilidad sobre la elección.
WILLIAM F. GARRISON.
MG
Comandante
Mientras que en términos generales los hechos respaldan el informe de Garrison, creo que en esta carta se equivoca en varios puntos. Los hechos sólo demuestran parte de los puntos IV y VII Se conocía bien la táctica de Aidid, y el plan del destacamento especial era efectivo, pero hasta cierto punto. Quedó probado que los helicópteros Black Hawks eran más vulnerables a las RPG de lo previsto. Una vez se hubieron estrellado dos de ellos (otros tres quedaron dañados pero lograron llegar a territorio seguro), se forzaron más allá de sus propios límites «la técnica, la táctica y el procedimiento» del destacamento especial. Quedó claro que la fuerza de reacción disponible era insuficiente para rescatar a los pilotos y a la tripulación del Súper Seis Dos, del helicóptero de Michael Durant. El helicóptero CSAR resultó ser de vital importancia para el primer aparato accidentado. Se trataba de un helicóptero bien provisto, con muchas horas de vuelo e iba lleno de rescatadores expertos y soldados de infantería. Se desplegaron minutos después de haberse estrellado el Súper Seis Uno de Cliff Wolcott, y fueron un instrumento eficaz para rescatar a una parte de la tripulación y para recuperar los cuerpos de Wolcott y del copiloto Donovan Briley. Pero cuando se estrelló el Black Hawk de Durant veinte minutos más tarde, no había una fuerza de rescate a mano. Durant y su tripulación tuvieron que esperar (con trágicos resultados) la llegada de la fuerza terrestre de rescate.
Antes de la misión, Garrison avisó a la 10.a División de Montaña, la QRF, pero decidió dejar que se quedaran en el recinto de la ONU, al norte de la ciudad, en lugar de desplazarlos a la base aérea del destacamento especial. Los llamaron apenas fue abatido el Black Hawk de Wolcott, pero como tuvieron que llegar a la base de los rangers por una ruta alternativa (para no tener que cruzar la ciudad), llegaron cincuenta minutos después de que se estrellara el primer helicóptero (casi media hora después de haber caído el de Durant). Por consiguiente, durante los primeros treinta minutos en que Durant y su tripulación estuvieron en tierra, la única fuerza de rescate que pudo reunir Garrison fue un convoy organizado deprisa y corriendo compuesto en su mayoría por personal de apoyo, todos soldados bien entrenados, pero hombres a los que no se pensaba lanzar al combate. Al final, ni este convoy ni la QRF pudieron abrirse camino para entrar en la ciudad. Les impidieron el paso unas barricadas y emboscadas que los milicianos de Aidid tuvieron mucho tiempo para preparar. El destacamento especial era consciente de que podían tener problemas si tardaban más de treinta minutos en entrar y salir de la casa a asaltar, pero no previeron cuántas RPG iban a aportar a la lucha los combatientes de Aidid. El precio se pagó con los Black Hawks abatidos.
El punto X de Garrison también es discutible. Los hombres que he entrevistado y que pasaron la noche en las inmediaciones del primer Black Hawk abatido dicen que sí estaban inmovilizados. En términos estrictamente militares, estar inmovilizado significa que una tropa no puede hacer nada. Discutible, si los mandos del destacamento especial Ranger hubieran querido sacar a la Fuerza de la ciudad habrían podido hacerlo. Estaba disponible un apoyo aéreo más intensivo en forma de los helicópteros de ataque Cobra, en poder de la QRF. Pero como no se tomó esta decisión, desde la perspectiva de los hombres en tierra, estaban inmovilizados. Así opinan todos los entrevistados, desde los oficiales de alta graduación hasta los soldados rasos. Si bien habría sido posible seguir luchando hasta llegar a la base a pie, los hombres creen que habrían soportado un número terrible de pérdidas. Los hombres que iban en el convoy perdido tuvieron un cincuenta por ciento menos de víctimas desplazándose motorizados por las calles. Los soldados del lugar donde estaba el aparato siniestrado habrían tenido que cargar con los muertos y los heridos. Los hombres que se habían refugiado con el capitán Steele en el extremo sur del perímetro en la calle Marehan se resistieron a desplazarse una manzana en lo más crudo de la batalla. No cabe duda de que los hombres de Garrison, si así se les hubiera ordenado, habrían intentado salir de allí, pero se quedaron llevados por unas razones que iban más allá de la lealtad hacia el cuerpo atrapado del suboficial jefe Cliff Wolcott. Defender lo contrario proporciona un toque noble al suceso, pero no corresponde a la realidad.
El resto de las afirmaciones de Garrison coincide con los hechos. El presidente y el secretario de Defensa son, por supuesto, los últimos responsables de toda acción llevada a cabo por las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, pero sin la ventaja de haber sabido de antemano lo que iba a ocurrir, sus decisiones con respecto al despliegue del destacamento especial Ranger son justificables. En especial parece ser así el hecho de haber eliminado el helicóptero de combate solicitado por el destacamento, pues existía una creciente presión por parte del Congreso para mandar a las tropas de Somalia de vuelta a casa. El propio Garrison consideraba que el helicóptero de combate no sólo resultaba innecesario, sino que era probable que fuera una plataforma aérea menos eficaz, sobre una zona urbana densamente poblada, que los Little Birds AH-6. Si los dos, estos últimos y los helicópteros de combate hubieran estado juntos en el aire, uno u otro se habría visto muy limitado. Los aparatos pequeños, que hubieran tenido que volar por debajo del otro, habrían tenido que apartarse para no estar en la trayectoria de los proyectiles de aquél. En el terreno, los Little Birds proporcionaron un apoyo aéreo muy positivo durante la batalla. Todos sin excepción, los soldados inmovilizados por los alrededores del primer avión siniestrado, reconocen que los pilotos de los Little Birds realizaron una tarea valiente y profesional para mantener a raya a la turba somalí. Los combatientes somalíes que hemos entrevistado en Mogadiscio coinciden con ellos. Creen que los helicópteros evitaron una derrota aplastante y total de la fuerza inmovilizada. Es comprensible que los soldados atrapados allí ansiaran la devastadora potencia de fuego del AC-130, que habría podido formar un pasillo de fuego para que ellos pudieran escapar. Pero es legítimo que los mandos quisieran limitar el daño colateral. El pasillo de fuego deseado por los hombres en tierra habría pulverizado una amplia extensión de la ciudad, y con toda probabilidad habría matado a más inocentes que combatientes de Aidid. Entre los altos cargos, el apoyo fue poco entusiasta, pues el general Colin Powell durante las últimas semanas en su cargo de presidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor aceptó sin quejarse la decisión. Cuando se le entrevistó para este libro, Powell dijo que si bien él respaldó la petición del destacamento, incluso desde un punto de vista retroactivo, no podía criticar la decisión de Aspin de no entregar el helicóptero de combate.
El destacamento especial Ranger de Garrison jamás solicitó o siquiera previó blindados como parte de su equipo. Su táctica consistía en atacar por sorpresa y con celeridad y, hasta aquel 3 de octubre, funcionó de esta forma. Es justo que los expertos militares critiquen las decisiones de Garrison, pero no que se acuse a Aspin de rechazar una petición que el destacamento especial no hizo nunca. El general Montgomery solicitó vehículos Bradley y tanques Abrams a finales de septiembre para sus QRF, y la petición fue rechazada, también a causa de la presión existente en Washington para reducir, no aumentar, la presencia militar estadounidense en Somalia. Parece fácil desechar estas presiones por considerar que son preocupaciones nimias, pero para mantener cualquier despliegue militar es vital un fuerte apoyo del Congreso. En nuestro sistema de gobierno, todo requiere hacer malabarismos. En este punto, cualquier medida que pareciese estar intensificando el compromiso de Estados Unidos a la opción militar en Mogadiscio, debilitaba su apoyo. Aunque Montgomery hubiera conseguido sus Bradleys, queda la duda de la influencia que habrían tenido en la batalla. No es seguro que hubieran podido llegar antes del 3 de octubre. Además, como hubieran sido destinados a la 10.a División de Montaña, no habrían formado parte de la fuerza de reacción terrestre Ranger. El teniente coronel Joyce argumenta que los Bradley habrían podido salvar la vida de su hijo, pero es difícil ver cómo, pues los blindados hubieran sido enviados a una unidad apostada al otro lado de la ciudad y que no intervino en la contienda hasta después de haber muerto el sargento Joyce. La fuerza de rescate que por fin liberó a los hombres atrapados en el lugar del siniestro llegó con blindados, tanques paquistaníes y vehículos blindados malasios. Tal vez habría llegado antes si la QRF hubiera estado equipada con los Bradley, sin duda superiores, pero el único soldado que murió mientras esperaban el rescate, el cabo Jamie Smith, se desangró a primera hora de la noche. La columna de rescate debería haberse puesto en camino cuatro o cinco horas antes de cuando lo hizo para salvar su vida, y ello asumiendo que los cirujanos hubieran podido mantenerlo vivo, lo cual no es en absoluto seguro. De nuevo, la falta de acuerdo está en la petición de Garrison, no con respecto a unos políticos pusilánimes que regatearon fuerzas en el terreno. Tal vez Garrison, el general Wayne Downing, el general Joseph Hoar, el general Powell y el resto de los mandos militares habrían debido insistir en los blindados y el AC-130 desde el principio. No lo hicieron. Yo creo que es un asunto sobre el que difieren los militares bienintencionados. Pero fue, como el general indica en su carta, una petición suya.
Cuando me sugirieron que Garrison y sus hombres habrían podido negarse a luchar si no obtenían todo lo que había solicitado la Fuerza, me vino a la mente el general George McClellan, cuyo ejército de la Unión no se atrevió a entrar en combate y permaneció sin correr riesgos acampados durante años mientras exigían más y más recursos. Al final el presidente Lincoln lo echó por padecer un caso terminal de flema. Los hombres del destacamento especial Ranger eran unos soldados audaces y ambiciosos. Era más propio pensar en trabajar con lo que tenían que negarse a hacerlo hasta que consiguieran todo lo que querían.
En términos de batallas, la de Mogadiscio fue un compromiso menor. El general Powell indicó que la muerte de dieciocho soldados estadounidenses en Vietnam ni siquiera habría sido objeto de una conferencia de prensa. Tal vez algunos soldados de una generación se hayan incluso quejado del alboroto armado por este combate, pero dice mucho a favor de Estados Unidos que haya descendido de forma tan significativa el límite aceptable para soldados muertos y heridos. Esto no quiere decir que ninguna acción militar merezca el peligro y el precio. Nuestras Fuerzas Armadas volverán a ser requeridas para intervenir en oscuras partes del mundo (como lo han sido en Bosnia). Es probable que haya unos estudios más importantes que éste como preparación para estas misiones del siglo XXI.
Los errores en Mogadiscio no se cometieron porque las personas al mando fuesen descuidadas o estúpidas. Resulta demasiado fácil sacarse las equivocaciones de encima echándoles la culpa a los comandantes. Es como presumir que existe un cuadro de oficiales brillantes que conocen todas las respuestas incluso antes de que se planteen las preguntas. ¿Cuántos grupos de rescate aerotransportado habría debido haber? ¿Uno para cada Black Hawk y cada Little Bird en el cielo? Algunos de los fallos merecen un análisis exhaustivo. Durante la batalla, los esfuerzos para dirigir al convoy perdido desde el aire se convirtieron en una comedia negra. Incluso a riesgo de caer en un tópico, diré que cómo es posible que una nación capaz de colocar un cochecito de niño sin tripular en la superficie de Marte no pueda guiar a un convoy a lo largo de cinco manzanas por las calles de Mogadiscio. ¿Por qué tardó la QRF cincuenta minutos en llegar a la base del destacamento especial cuando la situación empezó a complicarse? ¿No habría debido estar mejor situada desde el principio? Pero todas estas preguntas sólo son evidentes retrospectivamente. Lo cierto es que el destacamento especial Ranger llegó unos minutos después de llevarse a cabo la misión el 3 de octubre. Si el Black Hawk Súper Seis Uno no hubiera sido alcanzado, las decisiones «malas» de Garrison se habrían convertido en audaces. Jamás sabremos si el almirante Howe tenía razón al creer que se hubiera podido conseguir una paz duradera en Somalia si se hubiera capturado a Aidid o se hubiese desmantelado su clan como fuerza militar. No parece probable. Durante los años transcurridos desde la muerte del señor de la guerra, no es mucho lo que ha cambiado en Somalia. El Habr Gidr es un clan grande y poderoso con profundas raíces en el pasado de Somalia y en la cultura política actual. Pensar que cuatrocientos cincuenta excepcionales soldados estadounidenses pudieran eliminarlo violentamente, es, como dice el general Powell, «un estallido de democracia jeffersoniana». Al final, la batalla de Mogadiscio es otra lección de los límites de lo que puede lograr la fuerza.
Empecé a trabajar en esta historia unos dos años y medio después de haberse librado la batalla. Me intrigaron los primeros relatos del combate, como ciudadano y escritor a la vez. No cabía duda de que era un episodio trascendental y fascinante, con consecuencias trágicas para muchos y con implicaciones duraderas para la política exterior de Estados Unidos. Debido a la naturaleza violenta aunque limitada del tiroteo (una pequeña fuerza de estadounidenses atrapados durante toda una noche en una ciudad africana), consideré que era posible contar toda la historia. La tarea me intimidaba. Yo no tenía ni fuentes ni antecedentes militares, y por lo tanto suponía que alguien que contase con ambos podría relatarlo mucho mejor que yo.
Sin embargo, sentía mucha curiosidad y leí todos los relatos que pude sobre el incidente. Me intrigaban en especial los esfuerzos subsiguientes del presidente Clinton para hacer frente al problema. Particularmente patéticos fueron los artículos de prensa que leí sobre los encuentros de Clinton con los padres de los hombres muertos en la batalla. Larry Joyce y Jim Smith, el padre del cabo Jamie Smith, según parece acosaron a preguntas al presidente en uno de estos encuentros. Me preguntaba cómo habrían sido las visitas informales que hizo el presidente a los soldados heridos en Mogadiscio que se recuperaban en el Hospital Walter Reed. ¿Qué sentían esos hombres al tener frente a frente al hombre que les había enviado a la misión, para luego suspenderla? Leí que en la ceremonia de la medalla de honor para los dos soldados Delta, el padre del póstumamente condecorado sargento Randy Shughart insultó al presidente y le dijo que no era apto para ser comandante en jefe.
Cuando The Philadelphia Inquirer me pidió que realizara un reportaje para el dominical sobre el presidente Clinton al presentarse éste a la reelección, intenté contestar a algunas de estas preguntas. Estuve entrevistando a varias familias para que me contasen cómo había sido la visita a la Casa Blanca, y una tarde de primavera viajé hasta Long Valley, en Nueva Jersey, para visitar a Jim Smith, un capitán retirado del ejército estadounidense y ex ranger que había perdido una pierna en Vietnam. Jim y yo estuvimos varias horas charlando en su estudio. Me describió el encuentro con Clinton, y luego estuvo hablando largo rato sobre su hijo Jamie, de cómo se había sentido al perderlo, y de lo poco que sabía sobre la batalla y de la forma en que había muerto su hijo. Salí de aquella casa decidido a descubrir más sobre el asunto.
Mis peticiones iniciales a la oficina de comunicación del Pentágono fueron ingenuas y no llegaron a ninguna parte. Rellené formularios según la ley del derecho a la información para unos documentos que, dos años después, no he recibido. Me dijeron que los hombres a quienes quería entrevistar estaban en unidades fuera de los límites de la prensa. La única forma que tenía de encontrar a los soldados de infantería que quería era preguntar por los nombres de cada uno, y sólo sabía un puñado de ellos. Estudié lo poco que se había escrito sobre la batalla, y sometí los nombres que allí encontré, pero no recibí respuesta alguna. Entonces Jim Smith me envió una invitación. El Ejército iba a dedicar un edificio en Pixatinny Arsenal, cerca de su casa, a la memoria de Jamie. Dudé si debía ir hasta allí o no. Me ocuparía todo el día y, con el poco éxito que estaba teniendo, la historia había perdido prioridad para mí. No obstante, la conversación con Jim me había conmovido. Tengo hijos que sólo son unos años más jóvenes que Jamie. No podía concebir la idea de perder a uno de ellos, y mucho menos en un tiroteo en un lugar como Mogadiscio. Hice el viaje.
Y allí, en aquella ceremonia había alrededor de una docena de rangers que lucharon con Jamie en Mogadiscio. Jim me los presentó y se desvaneció el recelo habitual que los soldados sienten hacia los periodistas. Los hombres me dieron sus nombres y organizamos las entrevistas. Aquel otoño, en Fort Benning y durante tres días, realicé mis primeras doce entrevistas. Todos tenían a su vez nombres y números de teléfono de otros que habían luchado aquel día, muchos de los cuales ya no estaban en el Ejército. A partir de ahí mi red se fue extendiendo. Casi todos estaban deseosos de hablar. En el verano de 1997, el Inquirer nos mandó, a Peter Tobia y a mí, a Mogadiscio. Guiados por Ibrahim Roble Farah, un hombre de negocios de Nairobi y miembro del clan, pasamos siete días en la ciudad, no mucho pero lo suficiente para recorrer las calles donde se había librado la batalla y entrevistar a algunos hombres que habían luchado contra los soldados estadounidenses aquel día. Nos enteramos de cómo los somalíes habían percibido las tácticas, a veces brutales, de aquel verano de 1993, cuando las tropas de la ONU encabezaron una torpe caza de Aidid, de que era una idea extendida que habían llegado a odiar la intervención humanitaria. Peter y yo nos fuimos de allí con una imagen del lugar y de la inutilidad de sus políticos locales, y con una cierta idea de por qué los somalíes lucharon de forma tan violenta contra los soldados estadounidenses aquel día.
Durante los meses que siguieron a mi regreso, estuve con oficiales militares que deseaban vivamente oír lo que yo pudiera contarles sobre el aspecto somalí, y sobre la batalla. Gracias a mi trabajo de campo conseguí por fin un tesoro de información oficial. Las quince horas de batalla habían sido grabadas desde distintos ángulos, por consiguiente iba a poder comparar los hechos, que con tanto esfuerzo había montado en mi cabeza mediante las entrevistas, con imágenes de la propia lucha. Se habían grabado y transcrito las horas de tráfico radiofónico durante la batalla. Ello iba a proporcionar el diálogo habido en medio de la acción y era inestimable para ayudar a ordenar la secuencia precisa de los sucesos. También expresaban, con una aterradora inmediatez, su horror, el sentimiento de unos hombres que luchaban por conjurar el pánico y mantenerse con vida. Otros documentos explicaban el desarrollo de la información sobre el asalto, exactamente lo que sabía el destacamento especial Ranger y lo que éste trataba de llevar a cabo. Ninguno de los hombres que estaban en tierra, totalmente atrapados en su pequeño rincón de lucha, tenía una completa visión de la batalla. Pero lo que recuerdan, combinado con este material documental, que incluye una cronología precisa y los relatos escritos de los operadores Delta y los SEAL, hicieron posible que yo pudiera reconstruir todo el suceso. Creo que este material me ha proporcionado la mejor oportunidad que jamás haya tenido un escritor para contar la historia de una batalla de forma completa, precisa y adecuada.
Todas las batallas son dramas que se representan al margen de problemas más amplios. Los soldados no pueden implicarse con las fuerzas que los llevan a la lucha, ni con su situación posterior. Confían en que sus jefes no los pongan en peligro por demasiado poco. Una vez iniciada la batalla, luchan tanto para sobrevivir como para ganar, para matar antes de que los maten. La historia del combate es eterna. Ocurren casi las mismas cosas, en Troya o en Gettysburg, en Normandía o en la Drang. La naturaleza extrema y terrible de la guerra afecta a algo esencial que es el ser humano, y a los soldados no siempre les gusta lo que aprenden. Para quienes salen con vida, vencedores o vencidos, la batalla vive en sus recuerdos y en sus pesadillas, y en el dolor sordo de las viejas heridas. Sobrevive en calidad de cientos de recuerdos privados y punzantes, recuerdos de derrota y de triunfo, vergüenza y orgullo, luchas que todo veterano debe volver a librar cada día de su vida.
No importa con cuánto sentido crítico la historia registre las decisiones políticas que llevaron a este combate, porque nada puede poner en entredicho la profesionalidad y la dedicación de las unidades de Rangers y de Boinas Verdes que lucharon aquel día. Los Boinas Verdes demostraron en Mogadiscio por qué es importante que las Fuerzas Armadas tengan e instruyan a unos soldados altamente motivados, capaces y expertos. Cuando la situación en las calles se convirtió en un infierno, fueron en gran medida los hombres del cuerpo Delta y del SEAL quienes mantuvieron la unidad de la tropa y consiguieron evacuar con vida a la mayor parte de la fuerza.
Muchos de los jóvenes estadounidenses que lucharon en la batalla de Mogadiscio son ahora civiles. Están empezando a formar familias y a hacerse un porvenir, y exteriormente no difieren de los millones de jóvenes de veintitantos de su generación. Son jóvenes de la cultura pop que crecieron cantando junto con los personajes de Barrio Sésamo, yendo y viniendo de la guardería, y guiando a la hiperadolescencia actual a través de los peligros de las drogas y del sexo inseguro. Su experiencia en las batallas, a diferencia de cualquier otra generación de soldados estadounidenses, consistió en años de ver la sangre vívida de las películas de acción producidas en Hollywood. Durante las entrevistas llevadas a cabo con los que libraron lo más crudo de la batalla, observaban una y otra vez que tenían la sensación de estar «en una película», y que tenían que recordarse a sí mismos que aquel horror, aquella sangre, aquellas muertes, eran reales. Dicen haberse sentido extrañamente fuera de lugar, como si no les correspondiera estar allí, y que luchaban contra sentimientos de incredulidad, rabia y una sensación poco definida de haber sido traicionados. Muchos llevaban unas pulseras negras de metal con los nombres de sus amigos muertos, para acordarse todos los días de que fue real. Son pocos los que en la actualidad muestran signos externos de que un día, no hace mucho tiempo, arriesgaron sus vidas en una antigua ciudad africana, mataron por su patria, fueron alcanzados por una bala o vieron morir a su mejor amigo de un disparo. Regresaron a un país al que no le importaba lo que había ocurrido o que no quiso recordar. Su lucha no representó ni un triunfo ni una derrota, daba igual. Parecía que su batalla hubiera sido una extravagante aventura de un par de días, una experiencia extrema allende los mares, donde la situación se hubiera descontrolado y hubieran muerto unos cuantos muchachos.
Yo he escrito este libro para ellos.
- FIN -