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Durante la semana que siguió a la batalla, los hombres del destacamento especial Ranger experimentaron un gran abanico de emociones a la vez que se preparaban para otro combate. Estaban furiosos con los somalíes y les embargaba el dolor por la muerte de sus camaradas. Les molestaba que la prensa no dejase de mostrar las imágenes espantosas de los soldados muertos humillados en la ciudad, a poco más de un par de kilómetros de donde estaban. Vieron llegar con frustración a un pelotón Delta y a una compañía Ranger y, aunque todos y cada uno de los hombres estaban preparados y esperaban que los volvieran a enviar a la ciudad, aceptaron a regañadientes situarse en segundo plano. Con la cansada mirada de la experiencia, observaron a los recién llegados pavonearse y presumir de forma despreocupada. Sabían que si localizaban a Durant, iban a lanzarse contra ellos con más fuerza de la que Mogadiscio había visto nunca. La idea de entablar esa lucha era a la vez terrorífica e inexorablemente necesaria. Era una perspectiva que temían y deseaban a la vez. Resultaba extraño que las dos emociones pudieran ir de la mano. Por consiguiente, los hombres que habían salido ilesos de la batalla intentaban tener sus armas, vehículos, mentes y corazones preparados.

Dos días después de la batalla, una ráfaga de mortero somalí cayó justo fuera de la base y mató al sargento Matt Rierson, el jefe del equipo Delta que había tomado por asalto la casa objetivo y capturado a los somalíes miembros del clan de Aidid, y cuya determinación y experiencia habían contribuido a apuntalar el convoy perdido durante lo peor de la batalla. Parecía harto injusto haber salido de la pesadilla ileso para morir mientras charlaba tranquilamente fuera de la base dos días después. Junto con Rierson, también resultó gravemente herido el doctor Rob Marsh, el cirujano Delta. Consciente a pesar del gran dolor que sentía y de la mucha sangre que perdía, Marsh fue guiando a los enfermeros que le dieron los primeros auxilios.

Los Rangers hacían esfuerzos para aceptar todas aquellas pérdidas. No cabía duda de que habían resistido como los mejores en la batalla. ¿Qué otro grupo de noventa hombres habría sobrevivido una tarde larguísima y una noche entera sitiado por los habitantes violentos y bien armados de una ciudad de más de un millón? Y, a pesar de ello, cada muerto desafiaba su tradicional bravuconería y su apetito por la batalla. Toda una generación de soldados estadounidenses había ejercido su carrera sin vivir el horror de una lucha sin cuartel. Pero otra generación lo estaba experimentando. Había esa toma de conciencia en los rostros de los supervivientes, una sabiduría ganada con mucho esfuerzo.

Como seguiría haciendo años después, el sargento Eversmann repetía mentalmente todos y cada uno de sus movimientos durante la batalla, desde el momento en que se le cayeron de forma accidental los auriculares en el Black Hawk suspendido, pasando por el momento en que encontró al soldado Blackburn herido e inconsciente en la calle, cuando fue viendo que sus hombres eran alcanzados, uno después de otro, hasta aquel largo y sangriento viaje en el convoy perdido. ¿Por qué los había dejado en la calle cuando el tiroteo se intensificó tanto? ¿No habría debido ordenarles que forzasen una puerta y que se pusieran a cubierto? ¿Cómo llegaron a perderse de aquella forma en el camino de vuelta? Perdió a Casy Joyce durante aquel trayecto. No habría podido hacer nada para evitarlo. Se decía que los doctores podrían salvar el pulgar de Scotty Galentine. Habían cosido la mano de Galentine con el pulgar dentro del estómago, con la esperanza de activar la regeneración de los vasos sanguíneos que necesitarían para volver a juntarlo posteriormente. Y parecía ser que Blackburn también iba a salvarse. Si bien no recordaba la caída ni nada de lo que ocurrió en la calle, había recobrado el conocimiento. Se iba a recuperar, pero jamás sería el muchacho que sus compañeros recordaban antes de la caída. El resto de los heridos no estaban graves. Pero a Eversmann sólo le quedaban seis de sus muchachos.

En la Tiza Uno, la que estaba al mando del capitán Steele y del teniente Perino, habían perdido a Jamie Smith, cuya agonía cerca del primer helicóptero siniestrado atormentaba a Perino y al sargento Schmid, el enfermero Delta que había abierto la herida en un intento de salvarlo. La muerte de Smith se convirtió en la más controvertida de la batalla, porque era la única vida que habría podido salvarse si se hubiera rescatado antes a la tropa que estaba en las inmediaciones del helicóptero siniestrado de Wolcott. Carlos Rodríguez, el ranger al que habían alcanzado en el escroto cuando estaba en el lugar antes mencionado, también iba camino de recuperarse. Dale Sizemore había mandado al diablo a los médicos que todavía querían enviarlo a casa por el codo. Se paseaba por la base en busca de otra oportunidad para vengar a sus amigos. Steve Anderson era presa de un sentimiento de culpabilidad. ¡Había tantos muertos y heridos! ¿Por qué había él escapado sin un rasguño? No estaba seguro de qué le ponía más furioso, si el rechazo que había sentido para participar en el combate, o los políticos de Washington que habían llevado a la muerte o a la mutilación a sus amigos por querer capturar a un señor de la guerra de Somalia. Cuanto más pensaba en ello, más rabia le daba y, a medida que pasaban los días, le fue dominando la desconfianza por el sistema que había prometido defender al alistarse en el Ejército. Mike Goodale, con el muslo y el trasero debidamente vendados y en vías de curación, iba a regresar a su casa en Illinois con su amiga Kira antes de finalizar la semana. La primera vez que habló con ella por teléfono desde Alemania, le preguntó si quería casarse con él. Se había dado cuenta de lo efímera que podía ser la vida y había decidido no volver a aplazar algo tan importante. El teniente Lechner tenía por delante una larga recuperación, pues los médicos del hospital del Ejército Walter Reed, con muy buen criterio, decidieron intentar estimular el crecimiento del hueso para curar el agujero que le había hecho una bala de AK-47 al atravesarle la espinilla. Soportando prácticamente el mismo proceso en la cama contigua, estaba el sargento John Burns, al que una bala había destrozado la parte inferior de la pierna cuando iba en el convoy perdido. Stebbins iba a estar en casa con su mujer antes de que terminase la semana. Al parlanchín secretario de la compañía le iban a conceder la Estrella de Plata por su valiosa aportación, e iba camino de convertirse en una leyenda en la compañía, como ejemplo de que también quienes realizaban los trabajos menos espectaculares eran rangers.

El convoy terrestre había sido diezmado. Sólo la mitad de los cincuenta hombres que habían salido el 3 de octubre estaban todavía en la base. Sus vehículos estaban destrozados. Casi todos los jefes estaban heridos y, por consiguiente, los habían mandado a casa en avión, entre ellos el teniente coronel Danny McKnight. Clay Othic y su compañero Eric Spalding volaron a casa desde Alemania dentro de la misma semana, aunque el primero fue durante todo el largo viaje con el brazo derecho vendado y en cabestrillo. Othic garabateó un último párrafo en su diario de Mogadiscio con la mano izquierda: «A veces uno caza al oso; a veces el oso te coge a ti». Al cabo de unos días, él y Spalding, con las heridas vendadas y en vías de curación, regresaron a su casa en Missouri, pues se habían prometido no perderse por lo menos el final de la temporada de caza del venado. Mientras pasaban de un estado al otro en la furgoneta de Spalding, oyeron de vez en cuando alguna noticia relativa al problema inacabado en Mogadiscio, un lugar a un millón de kilómetros de distancia.

Peor suerte corrió el pelotón Delta, el cual perdió al piadoso Dan Busch, al joven Earl Fillmore, a Randy Shughart, a Gary Gordon, Griz, y después Rierson. Brad Hallings, el francotirador Delta que perdió la pierna dentro del Súper Seis Dos, iba a aprender a caminar tan bien con una pierna artificial que pudo volver a formar parte de la unidad. Paul Leonard, que perdió la pantorrilla de la pierna izquierda mientras manejaba una Mark-19 en el convoy perdido, iba a acabar haciendo una larga recuperación y rehabilitación en el Hospital Walter Reed junto con Burns, Lechner, Galentine y otros muchachos también heridos de gravedad. El presidente Clinton los visitó dos semanas después de la batalla. Acudió sin fanfarria y, al verse enfrentado con las consecuencias sangrientas de la lucha, se mostró impresionado y, al contrario que de costumbre, poco hablador. Instruyeron a los hombres de forma poco delicada que, de ser negativa, se guardaran la opinión sobre Clinton para ellos. Galentine posó para una foto con el presidente, con una camiseta puesta sobre la mano cosida a su abdomen. En la instantánea los dos hombres parecían igualmente asombrados de estar el uno en compañía del otro.

Sin embargo, la guerra en Mogadiscio no había terminado. Los soldados que habían salido ilesos esperaban que la situación empeorase en lugar de mejorar. Ellos hicieron lo que pudieron para rendir homenaje y seguir adelante. En los días que siguieron a la batalla, los Cazadores Nocturnos erigieron un monumento provisional delante del Centro de Operaciones en memoria de los hombres que habían perdido. El general Garrison reunió a todos los hombres en un oficio conmemorativo, y despertó sus sentimientos de tristeza, miedo y determinación con el famoso discurso marcial de Enrique V en la obra de Shakespeare:

«Quien no tenga las agallas para esta lucha, que se marche. Dadle dinero para apresurar su partida porque no queremos morir en compañía de un hombre semejante. Quien sobreviva al día de hoy y regrese a casa sano y salvo despertará cada año en este día, mostrará las cicatrices a sus vecinos y contará historias adornadas sobre todas sus grandes hazañas de la batalla. Predicará estas historias a su hijo y desde este día hasta el día final seremos recordados. Nosotros esos pocos, nosotros esos felices pocos, nosotros un grupo de hermanos; pues quien haya derramado su sangre conmigo será mi hermano. Y aquellos hombres que han tenido miedo de ir se considerarán menos hombres cuando oigan cómo hemos luchado y muerto juntos.»