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DeAnna Joyce se sentía afortunada. El viernes por la noche, dos días atrás, en casa del teniente al cargo del puesto en Fort Benning, se sorteó el turno de llamadas para establecer cuándo le iba a tocar a cada esposa hablar con su marido. Hacía meses que no habían visto a los hombres, desde que partieran para la instrucción en Fort Bliss a principios de verano. Dieciocho podrían disfrutar de una llamada telefónica el sábado por la noche, otras dieciocho el domingo y las dos últimas el lunes. A DeAnna le tocó el lunes, pero como tenía que irse de viaje lo cambió con otra esposa y, por consiguiente, pudo hablar con Casey el sábado por la noche. Después, se cancelaron todas las llamadas del domingo y del lunes.

Casey siempre tuvo una sonrisa optimista. Se conocieron en un centro comercial de Texas. DeAnna era dependienta en una cadena de tiendas de ropa, The Limited, y otro chico que conocía se acercó para preguntarle algo sobre una muchacha. Él le presentó a Casey. No debieron de intercambiar más de tres palabras.

—Hola.

—¿Cómo estás?

Así. Posteriormente supo, sin embargo, que mientras salían de la tienda, Casey le dijo a su amigo: «Voy a casarme con esa chica».

Empezaron a salir, e incluso Casey dejó la Universidad de Texas para inscribirse en la Universidad del Norte de Texas, a fin de asistir a la misma que ella. Él estudiaba periodismo, pero no le gustaba ir a clase y le iba bastante mal. Un día de 1990 le dijo que tenía previsto dejar la universidad y alistarse en el Ejército. O se lo consultó. Ella le dijo que lo que él decidiera le parecería bien. Tuvo que pasar por lo elemental antes de ingresar en la escuela de aviación, donde le pusieron aquel tatuaje espantoso en el hombro derecho; tenía el tamaño de un puño y, aunque parecía más un gato montés representaba un rottweiler que lucía el gorro marrón de la unidad aerotransportada. Luego decidió ir más lejos y se inscribió en el programa de instrucción Ranger.

El padre de Casey, un coronel retirado, jamás llegó a conseguir la charretera Ranger, por consiguiente era algo que Casey no sólo quería hacer, sino que debía hacer. No fue fácil. Tanto él como su amigo Dom Pilla estuvieron a punto de abandonar (Casey llegó incluso a llamar a DeAnna para preguntarle si le parecería mal, y ella le dijo que no), pero luego lo volvieron a considerar hablando entre ellos y se quedaron. Los dos lo consiguieron. Volvió a casa hecho un ranger y haciendo planes para cambiar el gorro marrón del tatuaje por el negro de los rangers. Se casaron el 25 de mayo de 1991.

DeAnna se echó a llorar cuando habló con él por teléfono el sábado por la noche, y no podía parar. También Casey se emocionó.

Y se limitaron a decirse entre sollozos lo mucho que se querían. Ella se moría de ganas de que volviera a casa.

El domingo, el teniente reunió en su casa a todas las esposas, donde se enteraron de que la compañía se había visto envuelta en un tiroteo. Todos, los cocineros incluidos. Todas las mujeres fueron presa del pánico, pero DeAnna se sentía afortunada. Las mujeres con mayor experiencia explicaron que, para los heridos, recibirían una llamada de teléfono. Para los muertos llamarían a la puerta. DeAnna permaneció toda la noche despierta pensando en ello.

Hubo una llamada a la puerta a las seis y media de la mañana. Ella se puso apresuradamente la bata y corrió a la puerta. Iba pensando que Casey había muerto. Pero cuando abrió la puerta, lo que había delante no eran unos soldados, sino los dos niños de la vecina.

—Anoche murió el abuelo y nos tenemos que ir. ¿Podrías ocuparte del perro?

Mientras ella se vestía para ir a la casa contigua, se maldecía por haber pensado aquello tan morboso y terrible sobre Casey. «¿Cómo puedes siquiera pensar en ello?» Se dirigió a la casa vecina a fin de recibir las instrucciones pertinentes sobre el cuidado del perro y consolar a su amiga, cuyo padre había muerto en otro estado. Mientras estaba allí, otra vecina allí presente dijo haber oído que habían muerto once rangers en Somalia.

Cuando volvió a casa encontró un mensaje de su suegro, Larry Casey, en el contestador; le pedía que lo llamara. Larry sabía que DeAnna sería la primera en enterarse si algo ocurría, y la telefoneó después de ver las noticias en la televisión. Ella llamó.

—El presidente Clinton ha aparecido en televisión y ha expresado sus condolencias a las familias —le explicó el suegro.

El presidente había utilizado la expresión «pérdidas desafortunadas», y declaró su claro y continuado apoyo a la misión.

DeAnna le dijo que nadie le había dicho nada y los dos convinieron que ello significaba tal vez buenas noticias. Luego, estaba ella a punto de hacer otra llamada cuando llamaron a la puerta.

Se encaminó escaleras abajo a la vez que se imaginaba que serían de nuevo los vecinos con nuevas instrucciones para el perro, pero en esta ocasión eran tres hombres uniformados.

—¿Es usted Dina? —preguntó uno de ellos.

—No, no soy yo —contestó ella conforme se disponía a cerrar la puerta.

Los hombres empujaron la puerta con suavidad.

—¿Es usted la señora Joyce?

En un momento de aquella primera semana llena de conmociones y dolor, DeAnna recibía una muestra de afecto de Casey pues llevaban con ellos una carta que él había escrito justo antes de partir para la misión fatal. Ella era consciente de que la experiencia en Somalia había trastornado a su marido y que durante los meses que llevaba fuera había estado dándole vueltas a unos problemas menores de su relación.

«Te echo tanto de menos»… —decía la carta que hablaba desde más allá de la tumba—. Seguramente lo he repetido miles de veces, pero quiero que las cosas cambien, y sé que así será. ¡Te quiero tanto! No puedo decirlo de una forma más tajante. Y deseo que me quieras con todo tu corazón. Creo que ya es así, pero te lo digo sólo para demostrarte que me lo merezco. No pienso volver a casa y ser un carca blandengue, y espero que entiendas lo que quiero decir, sino que voy a ser yo mismo. Te voy a convertir en la persona más importante de mi vida. Siempre tendré esto en cuenta. Quiero que sepas que quiero envejecer contigo. Quiero que me comprendas porque yo no puedo hacerlo todo solo. Soy consciente de que la mayor parte de los problemas son por mi culpa y quiero cambiar. Quiero ir a la iglesia. Quiero que seamos felices. En todos los aspectos, y no me cansaré de decirlo, pero quiero empezar a trabajar en ello. No puedo hacer nada al respecto hasta que esté en casa… Cuando recibas esta carta tal vez esté ya de camino, o incluso muy cerca.»