Sizemore no se enteró de que su compañero Lorenzo Ruiz había muerto hasta que regresó a la base.
—Supongo que ya sabes lo de Ruiz —le dijo el especialista Kevin Snodgrass.
Sizemore supo de inmediato lo que había sucedido y se echó a llorar. Cuando un rato antes por la tarde habían embarcado a Ruiz en un avión para llevarlo a un hospital alemán todavía estaba con vida. Poco después de despegar, les llegó la noticia de que había muerto. Ruiz había querido entregarle a Sizemore el paquete de cartas para sus padres y personas queridas antes de la misión, pero aquél le había dicho que no hacía falta. Y Ruiz estaba muerto. Sizemore no podía creer que fuera su amigo y no él quien estuviera muerto. Estaba casado y tenía un niño. ¿Por qué le había tocado a Ruiz y no a él? Le parecía harto injusto. En un intento de consolarle y que no se sintiera culpable, el sargento Watson pasó largo rato con él. ¿Pero qué podía decirle?
El sargento Cash había visto a Ruiz poco antes de que fuera evacuado.
—Te pondrás bien —le dijo.
—No, no creo —fue la respuesta de Ruiz, al que apenas le quedaban fuerzas para articular las palabras—. Ya sé que estoy perdido. No os preocupéis por mí.
El capitán Steele obtuvo la lista final cuando regresó a la base. El sargento primero Glenn Harris lo esperaba en la puerta. Saludó.
—Los Rangers abren el camino, señor.
—Todo el camino —replicó Steele devolviéndole el saludo.
—Señor, aquí tiene la situación —dijo Harris conforme le entregaba una hoja de papel verde.
Steele se quedó horrorizado. La lista de nombres abarcaba toda la longitud de la página. Había más de cuatro hombres muertos. En aquella lista había trece víctimas. Seis habían desaparecido en la zona donde se había estrellado el segundo helicóptero y se suponía que estaban muertos. De los tres hombres heridos de gravedad y ya de camino a un hospital en Alemania, Griz Martin, Lorenzo Ruiz y Adalberto Rodríguez, el segundo había muerto. La cifra de heridos ascendía a setenta y tres. Entre los muertos, seis eran hombres de Steele —Smith, Cavaco, Pilla, Joyce, Kowalewski y Ruiz—. Treinta heridos eran rangers. Harris había empezado a escribir una segunda columna que llegaba también casi hasta el final de la página. Un tercio de la compañía de Steele estaba entre los muertos y los heridos.
—¿Dónde están? —preguntó Steele.
—La mayoría en el hospital, señor.
El capitán se quitó el equipo y se encaminó al hospital de campaña. Hacía un gran esfuerzo para mantener como mínimo una fachada de resistencia emocional, pero la escena del hospital le trastocó. Era espantoso. Los muchachos yacían por todas partes, sobre camas plegables, en el suelo… Algunos seguían envueltos en los improvisados vendajes que les habían puesto durante el combate. Balbució algunas frases entrecortadas de ánimo a cada uno mientras contenía el gran dolor que lo atenazaba. El último soldado que vio fue Phipps, el ranger más joven del helicóptero CSAR. Daba la sensación de que lo hubieran golpeado con un bate de béisbol. Tenía la cara hinchada el doble de lo normal y de color negro azulado. Un grueso vendaje le cubría la espalda y la pierna y se veían en aquél manchas del pus que rezumaban las heridas. Steele le alargó la mano.
—¿Phipps?
El soldado se agitó. Cuando abrió los ojos, vio que éstos estaban enrojecidos.
—Ya verás como te pones bien —le dijo su superior.
Phipps levantó un brazo y agarró al capitán.
—Señor, dentro de un par de días estaré bien. No se marchen sin mí. Steele hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y abandonó la estancia.
Al soldado David Floyd le llamó la atención lo vacía que estaba la base. Se dirigió despacio a su catre y se quitó el equipo. Pero en lugar de sentirse aliviado, notó que le invadía un gran peso y una enorme tristeza. A su alrededor, los chicos no paraban de hablar. Daba la sensación de que intentaban elaborar toda la peripecia. Hablaban en nombre de todos. Había una historia que contar de cómo, cuándo, dónde y por qué para cada uno de los muertos y de los montones de heridos. En algunos casos, los relatos diferían. Uno decía que Joyce había estado aún con vida cuando iba en el camión, mientras que otro aseguraba que había muerto al instante. Alguien pensaba que había sido Diemer quien había arrastrado a Joyce fuera de la línea de fuego, pero otro insistía en que había sido Telscher. Stebbins se había caído cuatro veces. No, discutió alguien, fueron sólo tres. Hablaron de la larga e inútil lucha por mantener a Jamie Smith con vida. Lloraban sin pudor.
Nelson, uno de los últimos en volver a la base, encontró al sargento Eversmann bañado en lágrimas.
—¿Qué pasa? —le dijo, pero luego, al recordar que su amigo Casey Joyce formaba parte de la tiza de Eversmann, preguntó—: ¿Dónde está Joyce?
Eversmann le miró sorprendido, demasiado emocionado para hablar. Nelson entró corriendo en la base y buscó al teniente Perino, quien le dio la mala noticia. También le contó que Pilla, su compañero de parodias, había muerto. Nelson se derrumbó.
La muerte de Joyce le afectó de forma particular. Tenía una disculpa pendiente con él. Hacía unos días, harto de tener que montar guardias con todo el traje de batalla, Nelson dijo a los hombres de su equipo que podían hacer caso omiso de la orden. Les dijo que se pusieran el casco y el chaleco antibalas, éste sobre los pantalones cortos y la camiseta. Si ello suscitaba algún problema, él se haría responsable. Sin embargo, actuó de forma algo frívola porque, cuando llegó la bronca, ésta no recayó sobre él sino sobre Joyce, que era por rango su superior. A Joyce le habían reprendido por no haber sido capaz de controlar a sus hombres.
Nelson había estado haciendo guardia el domingo de madrugada, entre las tres y las siete de la mañana, y Joyce se había levantado de la cama para salir y charlar con él. Llevaban juntos desde la época de la instrucción básica y tenían una relación especial, casi familiar. De hecho, ya se conocían antes de alistarse en el Ejército. Había sido una curiosa casualidad. El hermanastro de Nelson compartía piso con el hermano mayor de Joyce en Atlanta, y los dos habían coincidido allí un par de veces de pequeños. Nelson admiraba a Joyce. Nunca lo había visto decir algo fuera de lugar. Cualquiera en un momento dado había ligado en un bar o había fumado droga en secreto, o criticado a otro, o intentado hacer algo que iba en contra del reglamento. Pero no Casey Joyce. Para Nelson, Joyce era el tío más íntegro que jamás había conocido, genuino hasta la médula. Joyce había obtenido los galones de sargento primero, si bien los dos sabían que Nelson no iba a tardar en tenerlos también. A Joyce le resultaba extraño ser el superior de Nelson. Eran amigos. Habían planeado con Pilla y otros compañeros que, cuando regresaran, irían hasta Austin en coche y se quedarían unos días en casa de la hermana de Joyce. Nelson se sentía mal por haber metido a su amigo en líos. Hacía sólo veinticuatro horas, estaban juntos bajo una luna casi llena, sentados detrás de una ametralladora y rodeados de sacos de arena. La garita estaba construida sobre un cono que había sido clavado sobre otro para proporcionar un punto estratégico. Todo estaba tranquilo. Los tejados bajos de Mogadiscio se extendían ante ellos desplegándose pendiente arriba en dirección norte. A lo lejos, oían las explosiones rítmicas de unos generadores pequeños que mantenían aquí y allí una o dos bombillas encendidas. Aparte de esto, la ciudad estaba envuelta en la pálida y azul luz de la luna.
—Escucha, estoy tan harto de esa mierda de engranaje jerárquico como tú —le dijo Joyce a Nelson—. Pero hazme un favor. Pase lo que pase, no hagas nada que pueda poner al sargento primero Harris y al sargento del Estado Mayor Eversmann contra mí. Hagamos lo que tengamos que hacer para poder salir de aquí. Que todo esto no interfiera entre nosotros.
Joyce no lo había puesto a parir, a lo que tenía todo el derecho y lo que habría hecho la mayoría. Le estaba simplemente pidiendo algo, de hombre a hombre, de amigo a amigo. Lo correcto por parte de Nelson habría sido disculparse, y tenía las palabras en la punta de la lengua, pero no las expresó. Le molestaba aquella regla, que le parecía inútil y estúpida, y no se quiso tragar el orgullo. Ni siquiera por su amigo. La disculpa seguía aún allí en la punta de la lengua la tarde anterior cuando ayudó a su amigo a pertrecharse. Como Joyce era jefe de pelotón y tenía que estar el primero en el helicóptero, Nelson siempre le ayudaba. Había estado a punto de pedirle perdón, pero en cambio dejó marchar a su amigo. Ya no tendría una nueva oportunidad de hacerlo.
Le pidieron que llevara a cabo el inventario del equipo de su amigo. Encontró el chaleco de Joyce, el que le había ayudado a ponerse el día anterior. Tenía un agujero en la parte posterior, justo en el centro y arriba. Rebuscó en los bolsillos del chaleco, pues muchos jóvenes guardaban fotos, cartas de amor y otros objetos. En la parte frontal del chaleco encontró la bala. Debió de haber atravesado el cuerpo de su amigo hasta frenarse en el Kevlar de delante. Guardó el proyectil en una lata. Entre las pertenencias de Pilla, encontró una bolsita que contenía los petardos que su amigo solía meter en los cigarrillos de los demás.
El sargento Watson fue al depósito de cadáveres para ver a Smith por última vez. Abrió la cremallera de la bolsa que envolvía su cuerpo y observó el rostro demacrado, pálido y sin vida de su amigo. Luego se inclinó y le dio un beso en la frente.