Después de haber dispuesto tanto a los muertos como a los heridos, los chicos D se apresuraron a subir a los helicópteros para volar de vuelta a la base. Tanto el sargento Howe como sus hombres se prepararon para salir de nuevo y volver sin más preámbulo al trabajo. Estaban preparados para funcionar sin dormir durante días y, por consiguiente, se sentían en un lugar familiar, un sitio al que llamaban la «zona continua», un punto en el cual el cuerpo supera los dolores menores y se vuelve insensible al calor y al frío. En aquella zona continua, se movían con un nivel intensificado de percepción, no pensante, como si circulasen con el piloto automático. A Howe no le gustaba aquella sensación, pero estaba acostumbrado a ella.
Algunos rangers e incluso algunos de sus amigos pertenecientes a la unidad actuaban como si les hubieran vencido, lo cual sacaba de quicio al fornido sargento. Tenía la seguridad de que él y sus hombres habían causado mucho más daño del recibido. Habían sido puestos en una terrible encrucijada y, no sólo habían sobrevivido a ella, sino que habían destrozado al enemigo. No tenía idea de la cifra aproximada de muertos, pero cualquiera que fuera sabía que acababan de participar en una de las más desiguales batallas en la historia de Estados Unidos.
Se quitó el chaleco Kevlar empapado de sudor, así como el resto del equipo y lo dejó todo extendido sobre su camastro. Acto seguido, fue desmantelando de forma metódica cada una de sus armas, las limpió, las lubricó y concluyó cada proceso verificando función por función. Cuando lo tuvo todo listo y guardado, se quedó mirándolo con una gran y profunda satisfacción. Su equipo, y la forma tan precisa con que lo había preparado, le había sido de utilidad y quería recordar con exactitud cómo estaba todo para la próxima vez. Lo único que habría hecho diferente era llevarse los aparatos de visión nocturna. Los guardó en la mochila. Jamás volvería a salir para una misión sin ellos, de noche o de día.
Howe se sentía sorprendido de estar aún con vida. Le asustaba la idea de volver enseguida a la lucha, pero el temor no era nada comparado con la lealtad que sentía por los hombres abandonados en la ciudad. Algunos de los suyos estaban todavía allí, como Gary Gordon, Randy Shughart, Michael Durant y la tripulación del Súper Seis Cuatro. Vivos o muertos, volverían a casa. Aquella batalla no acabaría hasta que todos ellos estuvieran de vuelta. «¡Maldita sea, volvamos allí y matemos a algunos somalíes!» Así fue como se mentalizó.
Y si tenían que volver, lo iban a pagar bien caro.