12

Los malasios condujeron al convoy a un estadio de fútbol situado en el extremo norte de la ciudad y que era una base paquistaní de operaciones. La escena era surrealista. Como si fueran a asistir a un partido de fútbol o de béisbol en su propia casa, los exhaustos rangers cruzaron la enorme entrada de la fachada principal, pasaron por las sombras de cemento bajo las tribunas e irrumpieron en la amplia arena cegados por el sol y rodeados por las hileras de bancos que se erguían al cielo. Los soldados de la 10.a División de Montaña ocupaban filas y filas de los primeros niveles y, mientras en el campo los médicos atendían a los heridos, ellos fumaban, hablaban, comían y se reían.

El doctor Marsh se había apresurado a acudir al estadio junto con otros dos médicos para supervisar los primeros auxilios. A diferencia de las primeras víctimas que habían llegado en el convoy perdido, éstos habían recibido los primeros auxilios en el campo de batalla por parte de enfermeros. A pesar de ello, al doctor Bruce Adams le pareció una escena infernal. Él solía curar una o dos heridas a la vez.

Allí tenían un campo de fútbol cubierto de cuerpos sangrantes y destrozados. El oficial de vuelo del Súper Seis Uno, Ray Dowdy, se acercó a Adams y levantó una mano a la cual le faltaban casi dos dedos enteros. El doctor no pudo evitar rodearlo con un brazo y decirle:

—Lo siento.

Para los rangers, incluso el trayecto desde el punto de encuentro en la calle Nacional hasta el estadio había sido traumático. Persistían todavía los disparos y, como apenas había espacio en los Humvees para dar cabida a todos los hombres que habían salido corriendo del centro de la ciudad, se tuvieron que amontonar los unos sobre los otros. Uno de los chicos D ayudó a subir al soldado Jeff Young, que se había torcido el tobillo mientras corría, y lo sentó sin más ceremonia sobre su regazo. El soldado George Siegler había trepado esperanzado a la puerta de uno de los vehículos blindados justo cuando una voz gritaba desde dentro que sólo podían aceptar a uno más. El teniente Perino ya tenía una pierna en la puerta. Por el rabillo del ojo, Perino percibió la desesperación en el rostro del hombre más joven.

—Sube, soldado, sube —dijo en un tono donde la impaciencia quedaba encubierta por la amabilidad.

Mientras, bajó la pierna de la puerta. El teniente habría podido pasarlo por alto. A Siegler le conmovió tanto el gesto que en aquel momento decidió volver a alistarse.

Nelson subió a un Humvee donde había cuatro bidones llenos de munición calibre 60, y se lo pasó en grande todo el camino de vuelta disparando a todo bicho viviente. Si había alguien en la calle y él lo veía, abría fuego. Estaba a punto de salir de aquella pesadilla con vida e iba a hacer lo imposible para que así fuera.

Mientras salían de la ciudad, Dan Schilling, el técnico de control en combate que había vivido la sangrienta carrera del convoy perdido y que luego había vuelto con el de rescate, vio en la carretera a un anciano somalí de barba blanca que llevaba un niño pequeño en los brazos de unos cinco años, cubierto de sangre y parecía estar muerto. El hombre caminaba en apariencia ajeno al tiroteo que todavía seguía en torno a él. Dobló un lado de la montaña y despareció calle arriba.

En opinión de Steele, el peor momento del combate se producía cuando se alejaban de la calle Nacional. El capitán observaba la fila de vehículos blindados mientras los hombres subían a ellos y vio a Perino en el extremo de aquélla que saltaba al suelo para dejarle sitio a Siegler, y entonces los vehículos se pusieron en marcha. ¡Todavía quedaban hombres, Perino y otros! Sacudió furiosamente los hombros del conductor y le gritó:

—¡Tengo hombres abajo todavía!

Pero el conductor llevaba un casco de camión-tanque y, fingiendo no haber oído a Steele, siguió avanzando. El capitán conectó con la emisora de mando. Se oía tan mal dentro del vehículo blindado que apenas pudo escuchar la respuesta, pero él transmitió la alarma mediante frases entrecortadas.

—Nos quedamos rezagados en la calle Nacional… Los vehículos paquistaníes tenían que llevarnos a la base, a los soldados de a pie…

Y hemos subido, pero deben de quedar todavía quince o veinte que han de caminar. Han arrancado y nos han dejado. Hay que mandar a alguien a buscarlos.

Roger, captadocontestó Harrell—. Pensaba que todos habían subido a los vehículos. He recibido tres llamadas. Me han dicho que todos habían sido cargados. ¿En qué parte de la calle Nacional están?

Romeo, aquí Julieta. Estoy mandando esto a ciegas. ¡Necesito que recojan a esos soldados en la calle Nacional de inmediato!

Si bien era cierto que Perino y los otros habían sido recogidos, no había sido sin cierta peripecia. El teniente, junto con otros seis hombres, rangers y chicos D, eran los últimos que quedaban en la calle cuando se acercó lo que parecía ser el último vehículo. Los agotados soldados gritaron y les hicieron señas con los brazos, pero el conductor malasio no les hizo caso hasta que uno de los chicos Delta se adelantó y le apuntó con un CAR-15. Se detuvo. Y los hombres se amontonaron sobre los otros ya apretujados en el interior.

Steele no se enteró de todo esto hasta que llegó al estadio. Algunos Humvees se habían ido directamente a la base, por lo que hizo falta una última media hora cargada de tensión para hacer el recuento. Al final, alguien del Centro de Operaciones le leyó una lista de todos los rangers que habían vuelto. No fue hasta entonces cuando el capitán miró largo y tendido a su alrededor y empezó a captar la magnitud de lo sucedido.

El teniente coronel Matthews, quien había pasado las últimas quince horas, salvo unas cortas pausas para repostar, a bordo del helicóptero de mando, salió del aparato y estiró las piernas. Se había llegado a acostumbrar tanto al sonido de los rotores que en aquellos momentos percibía la escena que tenía delante en medio de un gran silencio. Los heridos estaban tumbados en camillas y ocupaban la mitad del campo, les habían conectado bolsas de gota a gota, iban vendados y cubiertos de sangre. Los médicos y los enfermeros se agolpaban sobre los más graves y trabajaban frenéticamente. Vio al capitán Steele sentado solo sobre los sacos de arena en la base de un mortero con la cabeza entre las manos. Detrás de él, los muertos ordenados en filas perfectas y metidos en unas bolsas para restos humanos provistas de cremalleras. Fuera en el campo de juego, un soldado paquistaní iba de herido en herido con una bandeja que contenía vasos de agua fresca. Una toalla blanca envolvía el brazo del hombre.

Los que no estaban heridos caminaban entre las camillas por el campo de fútbol, con los ojos empañados en lágrimas, con aspecto agotado y miradas vacías y lejanas. Unos helicópteros, los Hueys de la época de Vietnam con el emblema de la Cruz Roja pintado en ellos, iban y venían para trasladar a los que estaban preparados al hospital situado junto a la base. El soldado Ed Kallman, quien con anterioridad se había entusiasmado ante la oportunidad de participar en el combate, observaba en aquellos momentos a un enfermero que repartía las camillas a medida que las sacaban de los vehículos como un capataz en un muelle de carga y descarga. «Qué traéis aquí? Bien. Muerto en aquel grupo de allí. Vivo en este grupo de aquí.» El sargento Watson se paseaba despacio entre los heridos y hacía recuento. Como los enfermeros y los médicos les habían retirado las ropas ensangrentadas y sucias, y las heridas habían quedado expuestas, el horror al completo era mucho mayor. Había muchachos que tenían enormes y amoratados agujeros en. el cuerpo, miembros destrozados, al pobre Carlos Rodríguez una bala le había atravesado el escroto; Goodale y Gould con los traseros vendados y desnudos al aire; Stebbins acribillado de metralla; Lechner con una pierna aplastada; Ramaglia, Phipps, Boom, Neathery… y la lista seguía.

El especialista Anderson, a pesar de lo reticente que se había mostrado a la hora de unirse al último y principal convoy, había regresado ileso. Estaba deseoso de encontrar a su compañero de paracaidismo el sargento Keni Thomas con vida e ileso, pero aparte de esto no sentía emoción alguna. Rehuía la monstruosidad que representaba la escena, los heridos, los cadáveres. Cuando llegó el vehículo blindado con el cuerpo del copiloto del Súper Seis Uno, Toro Briley, Anderson tuvo que volver el rostro. El cuerpo había perdido el color. Estaba amarillo naranja y, a través de la profunda raja que tenía en la cabeza, veía la masa cerebral que también se desparramaba por el lateral del vehículo. Cuando los enfermeros se acercaron en busca de ayuda para bajar el cuerpo, Anderson se alejó con la cabeza gacha. No habría podido soportarlo.

Goodale estaba tumbado en medio del gran estadio con los pantalones desgarrados y miraba al cielo azul y despejado. Un enfermero se inclinó sobre él y le tiró ceniza del cigarrillo que fumaba mientras le clavaba la aguja para el gota a gota en el brazo. Y, aunque hacía sol y probablemente estaban cerca de los cuarenta grados de temperatura, a Goodale le castañeaban los dientes. Se le había metido el frío en los huesos. Un enfermero le dio té caliente.

Así lo encontró el sargento Cash. Éste acababa de llegar con la cola del convoy de rescate y se paseaba con mirada horrorizada por el campo en busca de sus amigos. Al primer golpe de vista pensó que Goodale, pálido y presa de violentos temblores, estaba agonizando.

—¿Estás bien? —le preguntó Cash.

—Me pondré bien. Sólo tengo frío.

Cash le hizo señas a un enfermero y éste cubrió a Goodale con una manta y luego lo arropó bien. Después intercambiaron información. Goodale le contó a su amigo lo de Smith, y enumeró a los heridos. Por su parte Cash le explicó lo que había visto en la base cuando llegó el convoy perdido. Le habló de Ruiz, de Cavaco, de Joyce y de Kowalewski.

—A Mac le han disparado también —prosiguió, refiriéndose al sargento Jeff McLaughlin—. No sé dónde está Carlson. He oído que ha muerto.

Rob Phipps se dejó caer por la puerta del vehículo blindado apenas éste se detuvo en el estadio. Después de estar tantas horas encerrados en aquel habitáculo apestoso junto con todos los otros heridos, se produjo un repentino forcejeo para respirar aire en cuanto se abrió la puerta. Phipps se dio un golpe al caer, pero el aire fresco era tan reconfortante que no le importó el daño recibido. Descubrió que no podía ponerse de pie y un soldado al que no conocía lo levantó y lo llevó hasta los enfermeros. Le estaban poniendo suero intravenoso en el brazo cuando se acercó uno de los muchachos de su unidad y le contó lo de Cavaco y Alfabeto.

Floyd saltó por encima de la barandilla y, después de subir varias filas de bancos, llegó hasta un grupo de la 10.a División de Montaña y pidió un cigarrillo. Mientras bajaba de nuevo, el sargento Watson le indicó mediante un gesto que se reuniera con el resto de su escuadra, que todavía no se había instalado. En tono sombrío, Watson le hizo una relación de los muertos. A Floyd le impresionó especialmente lo de Pilla. Smith y Pilla eran sus amigos más íntimos.

Cuando por fin se abrió la puerta del vehículo blindado, Stebbins dio una larga bocanada de aire fresco para oxigenarse un poco. Después de ayudar a algunos a que bajaran, subieron una camilla para él. Se arrastraba hacia ella cuando un sargento de la 10.a de Montaña gritó:

—¡No dejéis que vaya gateando, chicos!

Y de repente, aparecieron manos desde todos los lados y lo levantaron con suavidad. Desnudo de cintura para abajo, lo dejaron en medio de un grupo de camaradas. El sargento Aaron Weaver le llevó una taza de café.

—Dios te bendiga, hijo —dijo Stebbins—. ¿Tienes un cigarrillo?

Weaver no tenía ninguno. Stebbins fue preguntando a todo el que pasaba por su lado, sin suerte. Al final, le agarró el brazo a un soldado de la 10.a y le suplicó:

—Escucha, amigo, ¿puedes ir a buscarme un maldito cigarrillo?

Uno de los conductores malasios, el tipo al que todos los de su vehículo (Stebbins incluido) habían estado gritando una hora antes, se acercó y le dio un cigarrillo. Luego se inclinó para encendérselo y le ofreció el resto del paquete. Stebbins quiso devolvérselo pero el malasio, después de tomarlo, se lo introdujo en el bolsillo de la camisa.

Se acercó Watson.

—Stebby, he oído que has hecho un buen trabajo. Buen chico —le dijo según se agachaba y le colocaba sobre los genitales un trozo de tela de unos veinticinco centímetros que arrancó de los ya destrozados pantalones del herido.

Los dos hombres se echaron a reír.

Dale Sizemore estaba impaciente por encontrar a los chicos de su grupo. Deseaba de forma desesperada que supieran que él no se había resistido a seguir luchando cuando había vuelto a la base, que había ido a por ellos, dos veces. Era importante que supieran que él había ido a buscarles.

Al primero que encontró fue al sargento Chuck Elliot. Cuando se vieron, los dos se echaron a llorar, felices de estar con vida, de volverse a ver. Entonces Sizemore empezó a contarle a Elliot que había rangers muertos y heridos en el convoy perdido. Lloraban, hablaban y observaban cómo los cadáveres eran cargados en los helicópteros.

—Ahí va Smitty —dijo Elliot.

—¿Cómo dices?

—Es Smith.

Sizemore vio dos pies que colgaban por debajo de una sábana. Uno iba todavía calzado con la bota, el otro estaba descalzo. Elliot le explicó que él, Perino y el enfermero se habían turnado durante horas para meter los dedos dentro de la herida pélvica en un intento de apretar la arteria femoral. Le habían cortado tanto los pantalones como la bota de una pierna y fue así como supo que se trataba de Smith. Se quedó sin habla y se echó a llorar. Seguidamente Sizemore encontró a Goodale, con el trasero al aire. —Me han dado en el culo —informó Goodale.

—Te lo tienes bien merecido, Goodale, no tenías que haber huido —le dijo Sizemore.

Steele se quedó impresionadísimo cuando se enteró de que la mayor parte de sus hombres estaban muertos. El sargento que se lo dijo no tenía aún la cifra exacta, pero pensó que podían ser tres o cuatro rangers. ¿Cuatro? Hasta que llegó al estadio, Steele sólo había tenido la certeza de la muerte de Smith. Se alejó un poco a fin de estar solo. Tomó una botella de agua y se sentó a beber, absorto en sus pensamientos. Sentía una tristeza insoportable, pero no se atrevía a derrumbarse delante de sus hombres. En torno a él no había nadie de su graduación, nadie con quien desahogarse. Algunos de sus hombres lloraban, otros hablaban por los codos como si les fuese a faltar tiempo para contar sus historias. El capitán se sentía extraño, demasiado despejado. Era la primera vez en casi un día entero que podía dejarse ir por un minuto, relajarse. Todas y cada una de las imágenes y de los sonidos de aquella escena tan activa que tenía delante le impactaban de lleno, como si sus sentidos hubieran estado finamente afinados durante tanto tiempo que no pudiera retraerse a ellos. Encontró un sitio donde sentarse en el borde de la base de un mortero, colocó el rifle sobre el regazo, respiró profundamente, se enjuagó la boca con agua fría y trató de analizar todo lo ocurrido. ¿Había tomado las decisiones adecuadas? ¿Había hecho cuanto había podido?

El sargento Atwater, el operador radiofónico del capitán, tuvo ganas de acercarse y decirle algo, ofrecerle algún tipo de consuelo. Pero tuvo la impresión de que no habría sido apropiado.

Uno a uno, cargaron a los heridos en los helicópteros y los llevaron al hospital militar en la embajada estadounidense o al de la base.

El trayecto en helicóptero tuvo un efecto tranquilizador para Sizemore, se dejó envolver en las sensaciones tan reminiscentes de todos aquellos días en Mogadiscio antes de la batalla, los vuelos de prueba, las excitantes seis primeras misiones donde todo había ido sobre ruedas. Al sentir el viento que entraba por las puertas abiertas y observar desde arriba aquella miseria de abajo ya tan familiar, así como el océano que se extendía hacia el oeste, parecía que las cosas volvían a la normalidad. Era una advertencia de cómo estaban tan sólo un día antes, llenos de alegría y con tantas ganas de librar una batalla. Esto era sólo veinticuatro horas antes. Nada volvería a ser de esta manera para ellos. No se oía ninguna conversación en el Black Hawk que los llevaba de vuelta a la base. Los soldados guardaban silencio.

Nelson se fijó en un barco de la flota de Estados Unidos que surcaba a lo lejos las profundas aguas azules. Parecía que estuviera viéndolo todo a través de unos ojos ajenos. Los colores le parecían más brillantes, los olores más vivos. Tuvo la impresión de que aquella experiencia le transformaba de una forma fundamental. Se preguntó si algún otro compañero sentía lo mismo, pero resultaba extraño porque no sabía cómo explicarlo o cómo preguntarles.

Conforme el helicóptero se elevaba, Steele observó que la enrevesada maraña de calles que se había cerrado en torno a ellos la tarde anterior se despejaba de nuevo para convertirse en un panorama más amplio, y le asombró lo pequeño que era el espacio en el que habían luchado y eso le recordó lo remoto y pequeño que era Mogadiscio dentro del inmenso mundo.

Cuando subieron al sargento Ramaglia a un helicóptero, un enfermero se inclinó sobre él y dijo:

—Tío, no sabes cuánto lo siento por todos vosotros.

—Deberías sentirlo por ellos —dijo el sargento—, porque les hemos dado su merecido.