Abdi Karim Mohamud abandonó la casa de su amigo por la mañana cuando los estadounidenses se hubieron marchado. El día anterior, en la embajada estadounidense donde trabajaba, lo enviaron a casa antes de hora y él corrió a presenciar el combate que se desarrollaba en torno al mercado Bakara. Aquél resultó ser tan cruento, que se pasó toda aquella larga noche sin dormir, tumbado en el suelo de la casa de su amigo, sin dejar de escuchar el intercambio de tiros y observando las explosiones que iluminaban el cielo.
Los disparos arreciaron de nuevo con violencia al amanecer, mientras los rangers se abrían paso para salir de la ciudad. Luego el tiroteo cesó.
Se arriesgó a abandonar su refugio al cabo de aproximadamente una hora. Vio a una mujer muerta en medio de la calle. La habían alcanzado unos proyectiles arrojados desde un helicóptero. Se podía saber porque las armas de éstos dejaban a las personas destrozadas. El estómago y las entrañas estaban esparcidos por la calle. Vio a tres niños pequeños a quienes la muerte había vuelto rígidos y grises. Había un anciano tumbado boca abajo cuya sangre se había convertido en un charco seco a su alrededor y, junto a él, su burro también muerto. Abdi contó las balas en el cuerpo del anciano. Tres, dos en el pecho y una en la pierna.
Bashir Haji Yusuf, el abogado, advirtió al amanecer que la lucha se reanudaba. Había conseguido dormir unas cuantas horas y se despertó. Cuando cesó el tiroteo le dijo a su mujer que iba a salir para ver cómo estaba la situación. Se llevó la cámara fotográfica. Quería documentar lo que había pasado.
Vio burros muertos en la calle, daños de envergadura en los edificios que rodeaban el Hotel Olympic y hacia el este. Había manchas de sangre en las paredes de los edificios y en las calles, daba la impresión de que hubiera pasado por allí una fiera enorme y devastadora. Sin embargo se habían llevado la mayor parte de los cadáveres. Tomaba fotografías conforme caminaba por una de las calles que habían abandonado los soldados cuando vio el esqueleto del primer Black Hawk que se había estrellado, todavía ardiendo sin llamas después de que los rangers le prendieran fuego. También observó más adelante los restos calcinados de un Humvee, otro aún en llamas, así como varios vehículos blindados.
Bashir oyó entonces un gran revuelo, gente cantando, vitoreando y gritando. Corrió a ver qué ocurría.
Llevaban a un estadounidense muerto en una carretilla. Le habían arrancado la ropa menos los calzoncillos negros, yacía desplomado boca arriba y arrastraba las manos por el suelo. Tenía el cuerpo cubierto de sangre; sin embargo, la expresión del rostro era sosegada, distante. Había balas en el pecho y en el brazo. El cuerpo se sujetaba mediante cuerdas y un trozo de hojalata ondulada cubría a medias su cuerpo. A medida que unos cuantos arrastraban la carretilla por las calles, más gente se iba sumando al grupo. Escupían, zarandeaban y daban patadas al cuerpo.
—¿Por qué habéis tenido que venir? —gritó una mujer.
Bashir, horrorizado, siguió la oleada de gente. Pensó que era espantoso. El islam exigía un tratamiento reverente y que se enterrase de inmediato al muerto, no aquella escena grotesca. Bashir quería detenerlos, pero la turba estaba desmandada. Eran primitivos, miembros del gueto, y estaban de celebración. Si, como a Bashir le hubiera gustado hacer, los abordaba y les preguntaba qué estaban haciendo en un intento de avergonzarlos, corría el riesgo de que se volvieran contra él. Hizo unas cuantas fotos y siguió a la muchedumbre. ¡Había muerto tanta gente la noche anterior, por no hablar de los heridos! Las calles estaban llenas de una muchedumbre cada vez más furiosa, más cruel. Un festival de sangre.
Hassan Adán Hassan formaba parte de un grupo que arrastraba a otro estadounidense muerto. Hassan trabajaba a veces como traductor para los periodistas estadounidenses y europeos, y quería ser periodista. Siguió a sus compatriotas por la rotonda K-4, donde el grupo aumentó de forma considerable hasta convertirse en una turba. Arrastraban el cuerpo por la calle cuando aparecieron los vehículos de una escuadra de soldados de Arabia Saudí que les excedían en número y en armas. Si bien estaban con Naciones Unidas, los somalíes no consideraban enemigos a los saudíes e incluso aquel día no atacaron sus vehículos. Lo que vieron aquéllos les enfureció.
—¿Qué estáis haciendo? —exclamó uno de los soldados.
—Tenemos a Monstruo Howe —contestó un joven somalí armado, uno de los cabecillas.
—Es un soldado estadounidense —dijo otro.
—Si está muerto, ¿qué le hacéis? ¿No sois seres humanos? —le preguntó el soldado saudí al cabecilla, y sonó como un insulto.
Uno de los somalíes apuntó el arma al soldado saudí.
—Vamos a matarte —dijo el hombre armado.
—¡No os metáis! ¡No os metáis! Estas personas están furiosas. Podrían mataros a vosotros —gritó alguien de entre el gentío a los saudíes.
—¿Pero por qué lo hacéis? —insistió el saudí—. Podéis combatir y ellos pueden combatir, pero este hombre está muerto. ¿Por qué lo arrastráis así?
Otras armas apuntaron al saudí. Los asqueados soldados se marcharon en sus vehículos.
Abdi Karim estuvo con la turba que arrastraba al estadounidense muerto por las calles. La siguió hasta que temió la llegada de un helicóptero estadounidense para bombardearlos. Se apartó de la muchedumbre y se fue a casa. Sus padres sintieron un gran alivio al verlo con vida.