En el Hospital Volunteer de Mogadiscio, el cirujano Abdi Mohamed Elmi estaba agotado y cubierto de sangre. Los compatriotas heridos o muertos habían empezado a llegar la tarde anterior. A pesar de la intensidad del tiroteo, al principio sólo fue un goteo. Como no se podía circular por las calles, la gente llevaba a los heridos en brazos o metidos en carretillas. Había barricadas en llamas por toda la ciudad y los helicópteros estadounidenses la sobrevolaban a baja altura en medio de un gran estruendo. La mayor parte de los ciudadanos no se atrevían a salir de casa.
Antes de que se iniciara la batalla, en el Hospital Volunteer apenas había pacientes. Estaba ubicado en la parte baja de la ciudad, junto al aeropuerto, cerca de la base estadounidense. Cuando empezaron los problemas con los estadounidenses muchos somalíes tenían miedo de llegar hasta allí. Al final de aquel día, lunes, 4 de octubre, las quinientas camas del hospital iban a estar ocupadas. Otros cien heridos se hacinarían en los pasillos. Y el Volunteer no era el mayor hospital de la ciudad. El número era todavía superior en el Digfer. La mayor parte de los que tenían heridas abiertas en el estómago acabarían muriendo. Como tardaron en llevarlos al hospital (llegaron más el segundo día que el primero), las infecciones se habían extendido tanto que los antibióticos, que escaseaban ya en el hospital, no hacían efecto.
En la sala de operaciones del Volunteer, donde trabajaban simultáneamente en tres camillas, no habían parado en toda la noche. Elmi formaba parte de un equipo formado por siete cirujanos, los cuales trabajaron sin pausa. Al amanecer, había intervenido en dieciocho operaciones de importancia, y los pasillos se llenaban rápidamente con más víctimas, docenas, cientos. Era una ola gigantesca de sangre.
Salió un momento del quirófano a las ocho de la mañana. El hospital resonaba con los agudos chillidos y gemidos de personas destrozadas y desmembradas que se desangraban y agonizaban en medio de dolores espantosos. En un intento de abarcarlo todo, los médicos y las enfermeras corrían de una cama a la otra. Elmi se sentó en un banco y encendió un cigarrillo. Una mujer francesa que lo vio sentado se acercó furiosa.
—¿Por qué no ayuda usted a esta gente? —le espetó gritando.
—No puedo —contestó él.
Ella se alejó a grandes zancadas. El cirujano permaneció sentado hasta que hubo acabado de fumar el cigarrillo. Luego se puso en pie y regresó al quirófano. Seguiría sin dormir por espacio de otras veinticuatro horas.