Hicieron falta horas para sacar a Elvis del helicóptero. Fue un trabajo desagradable. La columna de rescate había llevado consigo una sierra manual para cortar el fuselaje metálico del aparato y poder así liberar el cuerpo del muerto, pero la cabina estaba forrada con una capa de Kevlar que se tragaba la hoja de la sierra. Intentaron a continuación desmontar el Black Hawk atando unas cadenas en los extremos anteriores y posteriores, respectivamente. Unos cuantos rangers que observaban la escena a cierta distancia vieron que los chicos D utilizaban los vehículos para abrir los restos del helicóptero y sacar el cuerpo del piloto. Algunos desviaron la vista asqueados.
Colocaron al muerto en el techo de un vehículo blindado y a los heridos dentro. Goodale salió cojeando en medio de un gran dolor y se dejó caer en el vehículo de lado en el suelo.
—Tienes que ir sentado —le dijeron.
—Escucha, tengo una bala en el culo. No puedo sentarme.
—Pues apóyate o haz algo, pero necesitamos sitio.
En el patio donde estaban Miller y sus hombres, primero trasladaron a Carlos Rodríguez, quien llevaba unos pantalones hinchables de goma. Luego se ocuparon de los otros heridos. Stebbins se encontraba bastante bien. Veía por la ventana a los chicos de la 10.a División de Montaña arriba y debajo de la calle, había muchos. Protestó cuando acudieron a por él con una camilla.
—Estoy bien —les dijo—. Puedo sostenerme sobre una pierna. Sólo tenéis que ayudarme a llegar al camión. Todavía tengo el arma.
Se apoyó sobre el pie bueno y, dando saltos y ayudado por uno de los chicos, se metió en el camión blindado.
Wilkinson se encaramó a la parte posterior del mismo vehículo. Todos confiaban en que no tardarían en ponerse en movimiento; sin embargo, los tuvieron mucho rato allí sentados. El interior de aquel receptáculo cerrado de acero era como una sauna y, además, apestaba a sudor, orín y sangre. ¡En qué pesadilla se había convertido aquella misión! Cada vez que creían que se había acabado, que ya estaba, se producía algo peor. Los heridos que estaban en los vehículos no podían ver lo que ocurría fuera, y no sabían a qué achacar el retraso. Todos suponían que, cuando llegara el convoy, se irían pitando a la base. Estaban a sólo cinco minutos en coche del aeropuerto. Eran ya las tres de la madrugada. Dentro de un par de horas saldría el sol. De vez en cuando, alguna bala daba en los laterales y producía un sonido metálico. ¿Y si les alcanzaba una RPG?
Se produjo un breve motín en el Condor donde iba Goodale.
—¿Por qué no nos movemos? —preguntó éste.
—Sí, eso me pregunto yo —replicó uno que iba apretujado contra él.
Como Goodale era el que estaba más cerca de la cabina, se puso en pie y se inclinó sobre el conductor malasio.
—¡Eh, tío, vámonos! —le dijo.
—¡No, ni hablar! —protestó el conductor—. ¡No nos moveremos hasta que nos lo digan!
—¡Maldita sea, no nos vamos a quedar aquí! ¡Haz el favor de sacar este trasto de aquí!
—¡No, no! ¡No nos movemos!
—¡No entiendes nada! ¡Nos van a disparar! ¡Nos van a joder aquí dentro!
También los mandos se estaban impacientando.
—Scotty [Miller], dime lo que está pasando —preguntó el teniente coronel Harrell.
Aparte de breves regresos a la base para repostar, Harrell y el comandante de las Fuerzas Aéreas Tom Matthews llevaban toda la noche en el Black Hawk C2 sobrevolando la ciudad.
—Roger. Están intentando abrirlo, sin suerte hasta el momento — contestó Miller.
—Roger. Os queda poco más de una hora antes de que empiece a clarear.
En el interior y alrededor de aquellas dos manzanas de Mogadiscio, había más de trescientos estadounidenses, la vanguardia de un convoy que se extendía a lo largo de ochocientos metros hacia la calle Nacional, lo que proporcionaba una sensación de seguridad entre las tropas de la 10.a recién llegadas, pero que no compartían ni los rangers ni los chicos D que se habían pasado la noche luchando. La agotada fuerza de asalto observaba atónita a los muchachos del Ejército Regular, que se repantigaban contra las paredes, fumaban y charlaban en voz alta en la misma calle donde ellos habían sufrido la tormenta del fuego enemigo. En opinión de Howe, el jefe del equipo Delta y a quien los rangers tanto habían decepcionado, aquellos hombres parecían estar fuera de lugar. La espera para que ellos sacasen el cuerpo de Elvis empezaba a preocupar a todo el mundo.
Una explosión zarandeó el camión blindado donde estaba Stebbins y los hombres se pusieron a gritar furiosos.
—¡Joder, sácanos de aquí! —exclamó uno de ellos.
Rodríguez no dejaba de gemir. Stebbins y Heard se turnaban para sostener la bolsa que contenía el gota a gota para el artillero. Estaban encajados en el espacio reducido como piezas de un puzzle. Poco después de la explosión, se abrió de golpe la enorme puerta metálica del blindado y subieron en una litera a un soldado de la 10.a que había sido herido en el codo. Gritó de dolor cuando lo dejaron en el suelo.
—¡No puedo creerlo! —exclamó.
El conductor malasio se volvía de vez en cuando, en un intento de calmar los ánimos.
—Dentro de nada, hospital —decía.
Después de haber instalado como mejor pudieron al recién llegado, Wilkinson se apoyó en la pared y vio, a través de una mirilla, que la oscuridad se iba desvaneciendo en el este. La intensidad de fuego empezaba a incrementarse. Se oían más sonidos metálicos en el lateral del camión blindado.
Los heridos que tanto habían deseado subir a los grandes vehículos blindados rezaban ahora para salir de ellos. Se sentían como blancos en una caseta de tiro. Goodale sólo contaba con una mirilla pequeña para mirar afuera. Hacía tanto calor que empezaba a marearse. Se quitó el casco y aflojó el chaleco antibalas, pero no sirvió de mucho. No podían hacer otra cosa que permanecer sentados en aquel espacio reducido, mirarse en silencio los unos a los otros, y esperar.
Una hora antes del amanecer, el helicóptero C2 pasó un informe de la situación al Centro de Operaciones:
—Esencialmente, están desmontando el tablero de instrumentos del helicóptero para liberar el cuerpo. No saben lo que pueden tardar todavía.
—Está bien, ¿podrán sacar el cuerpo de allí? —preguntó Garrison —. Necesito una estimación honesta y real, nada de tonterías, del jefe del pelotón o del hombre de mayor edad allí presente. Cambio.
—Roger —contestó Miller—. Hemos de calcular veinte minutos para sacar el cuerpo.
—Roger, sé que están haciendo lo que pueden —replicó Garrison—. Vamos a esperar hasta que terminen. Cambio.
Cuando el cielo clareó al este, el sargento Yurek se quedó atónito ante la carnicería que era la habitación donde habían pasado la noche. La luz del sol iluminó los charcos y las manchas de sangre que había por todas partes. Cuando asomó la cabeza por la puerta del patio que daba a la calle, vio cuerpos de somalíes diseminados arriba y abajo de la calle hasta donde le alcanzaba la vista. Uno de los cuerpos, el de un hombre joven, parecía haber sido atropellado varias veces por uno de los vehículos que se estaban usando para partir el helicóptero en dos. A Yurek le dio pena observar, en una esquina de la calle Marehan, el cadáver del burro al que había visto el día anterior cruzar milagrosamente la calle arriba y abajo en medio de todo el tiroteo. Seguía sujeto al carro.
Howe advirtió entre los cuerpos amontonados sobre los vehículos blindados las suelas de un par de botas de asalto que eran más pequeñas de lo normal. Sólo había un muchacho en la unidad con unas botas tan pequeñas. Earl Fillmore.
Todos sabían que el respiro estaba a punto de llegar a su fin. Con la luz del día los sammies volverían a salir a la calle. El capitán Steele estaba fuera de la puerta que daba al patio y consultaba el reloj de forma compulsiva. Debía de haberlo mirado cientos de veces. No podía creer que no se movieran todavía. El horizonte empezaba a volverse de color rosa. Poner a trescientos hombres en peligro para recuperar el cuerpo de un hombre podía ser un gesto noble, pero no sensato. Por fin, a la salida del sol, quedó finalizado el macabro trabajo.
—Adam Seis Cuatro [Garrison], aquí Romeo Seis Cuatro [Harrell] Se disponen a ponerse en movimiento ahora, cambio… Colocamos las cargas y estaremos listos para marcharnos.
Luego llegó la siguiente sorpresa desagradable para los rangers y los chicos D que llevaban luchando catorce horas. En los vehículos no había suficiente espacio para ellos. Apenas los soldados de la 10.a División de Montaña subieron de nuevo a aquéllos, los ansiosos conductores malasios arrancaron y dejaron al resto de la fuerza detrás. Iban a tener que correr detrás por las mismas calles por donde habían tenido que abrirse camino a tiros.
Eran las 5:45, del lunes 4 de octubre. El sol estaba ya sobre los tejados.