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La mitad del convoy de rescate se dirigía hacia el sur, al helicóptero siniestrado de Durant, pero se habían detenido en las inmediaciones de un lugar parecido a un gueto de cabañas de tela y hojalata donde el Súper Seis Cuatro se había estrellado. En la oscuridad, el laberinto de senderos que no aparecían en el plano y que conducían a ese lugar daba la impresión de ser mortales en potencia, como meterse en la boca del lobo. Con la ayuda de los aparatos de visión nocturna y guiándose a ojo hacia la aldea y donde estaba el helicóptero abatido —donde horas antes se había terminado la misión para sus compañeros Randy Shughart y Gary Gordon—, el sargento John Mazo Macejunas, el rubio y temerario operador Delta, para quien aquel era ya su tercer viaje a la ciudad, se deslizó del Humvee donde viajaba y, a pie, condujo a una pequeña fuerza.

Alrededor del helicóptero siniestrado encontraron charcos y regueros de sangre, trozos de ropa rota y casquillos vacíos, pero ni armas ni señal de sus compañeros Shughart y Gordon, tampoco de Durant ni de los otros tripulantes. Con la ayuda de un intérprete, los soldados miraron en las cabañas de las inmediaciones en busca de información sobre los estadounidenses accidentados, pero nadie se brindó a ayudarlos. A pesar del riesgo de atraer disparos, se pusieron a gritar en la noche los nombres de los seis hombres: ¡Michael Durant! ¡Ray Frank! ¡Bill Cleveland! ¡Tommie Field! ¡Randy Shughart! ¡Gary Gordon! Sólo les respondió el silencio.

Macejunas supervisó entonces el emplazamiento de las cargas de demolición en el helicóptero. Permanecieron allí hasta que el Súper Seis Cuatro se convirtió en una bola de fuego blanco, luego regresaron al convoy.

La mitad del convoy, la que tomó dirección norte y a cuyo mando estaba Meyerowich, se retrasó debido a una enorme barricada levantada en la avenida Hawlwadig cerca del Hotel Olympic, y los conductores malasios se negaron a pasar por encima. En el pasado esas barricadas habían estado llenas de minas.

Meyerovich fue a recabar ayuda con el oficial de enlace.

—¡Dígales que el fuego de las armas ligeras no sirven contra ellas!

En un par de ocasiones, bajó del Humvee y se dirigió al vehículo blindado de cabeza y, mediante gestos de los brazos, instó al vehículo a seguir avanzando. Pero los conductores de los Condors se negaron en redondo. Así que el convoy tuvo que esperar hasta que unos soldados desmantelaran la barricada a mano.

Meyerovich y los chicos D decidieron no esperar a que se solucionara el problema con la barricada. Se pusieron a correr arriba y abajo de la columna de vehículos, a golpear las puertas y a gritar a los hombres que bajaran enseguida de los vehículos. Sabían que estaban a tan sólo unas manzanas de los hombres atrapados.

—¡Salid! ¡Salid! ¡Americanos, salid!

Uno de los que emergió con gran cautela fue el especialista Phil Lepre. Un rato antes, mientras circulaban y el fuego se intensificaba y las balas producían un ruido metálico al chocar con los laterales de los vehículos blindados, Lepre sacó una foto de su hija que llevaba en el casco y le dio un beso de despedida. «Cariño, espero que tengas una vida feliz», dijo. Salió a la noche de Mogadiscio, corrió hasta una pared con otros dos soldados y apuntó su M-16 al callejón. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio a un grupo de somalíes a unas manzanas de distancia que se encaminaban hacia él.

—¡Se acercan unos somalíes! —dijo.

Como uno de los chicos D le dijo que disparase, Lepre abrió fuego en dirección al grupo. Primero lo hizo sobre las cabezas pero cuando vio que no se dispersaban les disparó al cuerpo. Vio varias caídas. Los otros se arrastraron hasta estar fuera del callejón.

En el cruce, los soldados desmontaban la barricada pieza a pieza bajo un intenso fuego. Lepre se desplazó un par de veces calle arriba con el resto de los hombres. En aquel momento estaban desplegados a ambos lados de un callejón a pocas manzanas por delante de los vehículos blindados. Avanzaban, se detenían, esperaban, luego en movimiento de nuevo, partes de un acordeón humano que se deslizaba furtivamente hacia el este. En uno de los lugares donde se detuvieron, desde una casa cercana les empezaron a disparar con gran intensidad. Los soldados corrieron a ponerse a cubierto y encontraron una posición estratégica todavía más ventajosa.

—Eh, toma mi posición —le ofreció Lepre al soldado y fusilero, James Martin, un joven de veintitrés años.

Este último, después de hacerse sitio sin más ceremonias, se acurrucó detrás del muro. Lepre se había desplazado apenas dos pasos a la derecha cuando una bala le dio a Martin en la cabeza y le tumbó de espaldas. Lepre vio un agujero en su frente.

—¡Enfermero! —gritaron Lepre y los otros—. ¡Necesitamos un enfermero!

Un enfermero se precipitó para atender al herido y como primera medida le aflojó la ropa a fin de evitar una conmoción. Examinó a Martin unos minutos, luego se volvió a Lepre y a los otros:

—Está muerto.

El enfermero junto con otros soldados arrastraron el cuerpo de Martin para dejarlo en un lugar protegido, pero les sorprendió un tiroteo. Uno de los hombres volvió corriendo y desafió el fuego disparando él a su vez con una mano mientras con la otra ayudaba a arrastrar a Martin. Cuando estuvieron cerca, otros salieron a darles una mano y juntos metieron el cuerpo en la callejuela.

Lepre estaba a cubierto a unos metros de distancia y observaba el cuerpo de Martin. Se sentía fatal. Había dicho al soldado que tomara su posición y éste había muerto de un disparo. Al ser arrastrado, se le habían deslizado los pantalones hacia abajo y los tenía en aquellos momentos a la altura de las rodillas. Eran pocos los chicos que usaban calzoncillos con aquel calor tropical. Lepre no pudo soportar ver a Martin tumbado medio desnudo. Por consiguiente, a pesar del tiroteo, salió al callejón para subirle los pantalones y proporcionarle así algo de dignidad. Dos balas dieron en el pavimento cerca de donde se detuvo y Lepre, aunque a regañadientes, regresó gateando hasta que estuvo a cubierto.

—Lo siento, amigo —murmuró.