Aquel mismo día, muy temprano, los helicópteros estadounidenses habían atacado el garaje de Kassim Sheik Mohamed, un hombre de negocios alto y corpulento de rostro redondo que se pavoneaba al andar y tenía una sonrisa de perdonavidas. Bombardearon el garaje de Kassim porque, como era un somalí acaudalado, tenía a muchos hombres vigilándolo. En el punto álgido de la batalla, todo grupo grande y bien armado de somalíes en las inmediaciones de la lucha era un blanco. El bombardeo no iba tan mal desencaminado. Kassim era un miembro activo del clan Habr Gidr y partidario de Mohamed Farah Aidid.
Cuando se inició el bombardeo, Kassim corrió hasta el hospital más cercano, pues imaginaba que sería el lugar que los estadounidenses no iban a atacar. Permaneció allí dos horas. Cuando regresó al garaje, era una ruina en llamas. Una de las explosiones lanzó al aire un Land Rover blanco de Naciones Unidas hasta una altura de casi cuatro metros y permanecía derecho en lo alto de un montón de cajas de embalaje, como si alguien lo hubiera aparcado allí arriba. El equipo para el levantamiento de tierras quedó destruido. Su amigo y contable, Ahmad Sheik, de cuarenta y dos años, estaba muerto, así como uno de sus mecánicos, Ismael, de treinta y dos.
Era a última hora de la tarde y, como según la ley islámica había que enterrar a los muertos antes de que se pusiera el sol, Kassim y sus hombres llevaron los cuerpos al cementerio Trabuna. Durante el trayecto, un helicóptero descendió en picado sobre ellos y disparó unos proyectiles que dieron alrededor del coche, pero ellos se mantuvieron ilesos.
El cementerio estaba abarrotado de gente que sollozaba. Allí, en medio de la oscuridad, mientras se escuchaban las detonaciones del combate a lo lejos, la multitud cavaba tumbas en todos y cada uno de los espacios libres. Kassim y sus hombres se dirigieron con el coche hasta el único rincón tranquilo. Sacaron las palas y los dos cadáveres de la parte posterior de los automóviles y empezaron a transportarlos. Pero como otro helicóptero estadounidense los sobrevoló muy bajo y los asustó, soltaron los cuerpos, las palas y echaron a correr.
Se escondieron detrás de una tapia hasta que el helicóptero se hubo alejado y, acto seguido, salieron de nuevo, cogieron los cuerpos envueltos en sábanas y continuaron con el traslado. Otro helicóptero pasó zumbando a baja altura sobre ellos. De nuevo, soltaron los cuerpos y las palas y corrieron hasta la tapia. En esta ocasión, abandonaron los cuerpos de Ahmad Sheik e Ismael Ahmed y se marcharon en el coche, después de convenir que volverían por la noche para enterrarlos.
Cuatro de sus hombres volvieron a medianoche. Las detonaciones todavía sonaban en la ciudad. Subieron los cuerpos hasta una pequeña elevación y empezaron a cavar. Apareció otro helicóptero estadounidense que quedó suspendido a baja altura e iluminó la escena. Los hombres de Kassim echaron a correr y dejaron los cuerpos en el suelo.
Regresaron a las tres de la madrugada y, por fin, pudieron enterrar a Ahmad Sheik y a Ismael Ahmed.