El capitán Drew Meyerowich estaba con los operadores Delta que encabezaban la sección del convoy de rescate que se dirigía hacia la posición de Steele y de Miller. La mayor parte del trayecto se había convertido en una batalla campal. Dos conductores malasios habían tomado una calle equivocada y llevando con ellos a unos treinta hombres de Meyerowich en dirección errónea. Habían caído en una emboscada y se veían envueltos en un tiroteo intenso; además, uno de sus hombres, el sargento Cornell Houston, estaba mortalmente herido.
Gracias a toda su cuidadosa planificación, el especialista Squeglia acabó en un Humvee. El estallido de las armas de fuego era constante, la mayoría procedente del propio convoy que se extendía tanto en ambas direcciones que el especialista no podía ver ni la cabeza ni la cola. Los faros no estaban encendidos pero los fogonazos y las explosiones iluminaban la fila completa. La luz reflejada le dejó ver dos burros muertos al borde de la calle, todavía sujetos a sus respectivos carros. Los gases de diésel impregnaban el aire y, a través de la ventanilla abierta del Humvee, Squeglia notaba la pólvora de su arma mezclada con el olor de neumáticos y basura quemados y el hedor general, acre y podrido, de la propia Somalia.
Estaba en plena acción.
En medio de una descarga repentina de armas de fuego, una RPG rebotó en el techo. La explosión posterior, a escasos metros de distancia, sonó como si alguien hubiera arrojado un contenedor vacío de basura desde una azotea. A Squeglia le dio la impresión de que le explotaba el pecho, luego olió el humo. Todos se habían agachado ante el estallido.
—¡Mierda! ¿Qué ha sido esto? —gritó el especialista David Eastabrooks, el conductor.
—¡Cielos! —exclamó el sargento Richard Lamb, que iba sentado junto a David—. Creo que me han dado.
—¿Dónde te han dado? —preguntó Squeglia.
—En la cabeza.
—¡Dios mío!
Uno de los hombres se apresuró a sacar una linterna roja y alumbraron con ella a Lamb. Un hilo de sangre le bajaba por el rostro y, en medio de la frente, tenía un pequeño y nítido agujero.
—Creo que no es nada —dijo Lamb—. Por lo menos te estoy hablando.
Él mismo se vendó la cabeza. Más tarde, los médicos explicarían que un fragmento de metralla se le había alojado entre los lóbulos frontales del cerebro, que no habían sido afectados los tejidos vitales por fracciones de milímetro en las dos direcciones. Estaba bien, sólo tenía la sensación de haberse dado un golpe en la cabeza. Le dolió mucho más cuando, unos minutos después, le alcanzó una bala en el dedo meñique de la mano derecha y le quedó la punta colgando de un trozo de piel. Lamb soltó un taco, colocó la yema del dedo en su sitio, envolvió éste con un trozo de cinta adhesiva y siguió trabajando con la radio.
El especialista Dale Sizemore no había dejado de usar el arma desde que salieran de la base. Se había quitado la escayola del brazo para unirse al combate y, por fin, estaba allí. Los aparatos de visión nocturna le proporcionaban a él y a toda la inmensa columna una ventaja enorme sobre los somalíes. El especialista estaba tumbado boca abajo en la parte posterior del Humvee y buscaba a quien disparar. Cuando no encontraba objetivos móviles, tiraba a ventanas y puertas. La mayoría de las veces no sabía si había acertado o no. Las gafas nocturnas restringían la visión periférica. Aunque, a decir verdad, no quería saberlo. No quería pensar todavía en ello.
En un momento dado, le llovieron chispas en la cara. Se volvió y descubrió un agujero del tamaño de un puño en la carrocería del Humvee a sólo unos centímetros de su cabeza. No había notado nada. Cuando una RPG alcanzó a uno de los camiones de delante, los hombres acudieron corriendo calle abajo en busca de un espacio en los Humvees, mientras las balas trazadoras volaban. Uno de ellos, el especialista Eric James, enfermero, se acercó a la puerta abierta donde estaba Sizemore con una manta Kevlar.
—¿Tenéis sitio? —preguntó con una expresión atónita y asustada.
Sizemore y el soldado Brian Conner le hicieron sitio junto a ellos.
—Ven aquí y ponte la manta sobre la cabeza, verás como no te pasa nada —le tranquilizó Sizemore, quien pensaba que siempre era bueno tener un enfermero cerca.
James tenía la sensación de que Sizemore le acababa de salvar la vida.
El especialista Steve Anderson viajaba en un Humvee que iba cerca del de Sizemore en la columna. Estaba sentado detrás en el lado izquierdo con los ojos pegados al visor de visión nocturna de su SAW. Cada vez que la columna se detenía, lo que ocurría a menudo, los hombres debían bajar en tropel y velar por ponerse a cubierto. La primera vez que pararon, Anderson titubeó. No quería dejar las extremidades fuera del vehículo como tenía que hacer para saltar al suelo. Antes de aquel destino, había empezado a tomar clases de paracaidismo de estilo y, de repente, en aquel momento, el miedo específico a que le disparasen en las extremidades le dejaba inmovilizado; porque, además, ya contaba con una herida leve en las piernas como consecuencia de una misión anterior. En su país, acababa de realizar el primer salto de caída libre. Había sido tan emocionante… ¿Qué pasaría si le arrancaban un pie de un tiro y no podía volver a saltar nunca más? Aunque de mala gana, hizo un esfuerzo para salir del vehículo.
En una de estas paradas, él y Sizemore estuvieron fuera durante lo que les parecieron horas, observando la ventana de un edificio de tres plantas, atentos a cualquier signo de que hubiera allí un tirador. Llevaban allí un buen rato cuando Anderson notó una abolladura y un arañazo en el techo del Humvee, muy cerca de ellos. Una bala había rebotado allí.
—¿Lo habías notado antes? —le preguntó a Sizemore.
Éste no había advertido nada. Tampoco estaba allí cuando salieron del vehículo. Lo cual significaba que había pasado una bala entre ellos, no les había tocado de milagro y ni se habían enterado.
Así era como Anderson se sentía la mayor parte del tiempo. En tinieblas. Veía las balas trazadoras y había veces en que el tiroteo hacía tanto estruendo que la noche parecía pronta a estallar, pero no podía en ningún momento decir de dónde procedía, o distinguir a quién debía disparar. Sizemore, en cambio, gastaba las municiones a la misma velocidad con que cargaba el arma. Anderson admiraba la seguridad y la falta de interés por la vida que mostraba su amigo, y ello le inspiraba y acomplejaba a la vez.
Sizemore descargó lo que parecía corresponder a un cargador entero de proyectiles a la fachada de un edificio situado a quince metros de distancia. Acto seguido, Anderson vio balas brillar y estallar en el suelo donde su compañero había disparado, lo que significaba que le había dado a alguien. Cuando los proyectiles tocaban en la tierra, o impactaban en el suelo o en un edificio, solían desviarse. Pero cuando tocaban carne, brillaban durante unos instantes.
—¿No los habías visto? —preguntó Sizemore a Anderson—. Había un grupo enorme allí que nos estaba disparando.
Anderson no lo había advertido. Se sentía fuera de su elemento. Minutos después, observó otra abolladura y unas rayas encima del Humvee, al lado de las anteriores. Confiaba en que su compañero hubiera silenciado al arma que lo había hecho.
En otra parada, esta vez en una calle amplia, Anderson y los demás hombres de su Humvee se apostaron cerca de una casa de dos plantas, y entonces llegó un vehículo blindado malasio cuyo artillero abrió fuego con la ametralladora a seis metros por detrás de ellos. Disparaba al tejado del edificio junto al que se hallaba Anderson. Como las balas trazaban líneas rojas en la oscuridad, Anderson pudo seguir su trayectoria, y todas rebotaron en el edificio junto a él. La pared era de piedra irregular. Cualquier bala habría podido desviarse hacia él. No podía hacer más que mirar. Uno de los proyectiles dio en el edificio y luego trazó un arco cruel al otro lado de la calle como una decoración festiva.
El soldado Ed Kallman estaba en algún otro lugar del convoy gigantesco y conducía también en esa ocasión. El espectáculo de luces le tenía asombrado. El brazo izquierdo y el hombro estaban llenos de morados a causa de la RPG que no había explotado cuando le dio en la puerta del Humvee la tarde anterior y le golpeó. Se sentía bien, de nuevo excitado y razonablemente a salvo entre aquella fuerza masiva. Había largos ratos de relativa calma, luego, de pronto, la noche explotaba con luz y ruido. Un par de disparos procedentes de las casas o callejones oscuros a uno u otro lado de la calle desencadenaba la violenta explosión cuando la columna abría fuego a su vez. Arriba y debajo de la fila surgían salpicando las balas trazadoras, eran literalmente miles de balas en segundos que se limitaban a regar manzanas enteras de casas. Los aparatos de visión nocturna enmarcaban la escena en un círculo y ofrecían poca profundidad de percepción. También despedían calor a cinco centímetros del rostro, lo cual le causaba molestias en los ojos al cabo de un rato. Entonces descansaba un poco y miraba de frente o de soslayo.
Al final se detuvieron y se quedaron esperando en el mismo lugar varias horas. Le ordenaron a Kallman que hiciera retroceder el Humvee hasta aproximadamente media manzana, y él así lo hizo, pero apenas se hubo puesto en movimiento, una RPG explotó en lo que parecía el lugar que acababa de abandonar. Tanto él como otros hombres del vehículo se echaron a reír. Una explosión en la pared de encima provocó una lluvia de escombros que cayó sobre ellos. Ningún herido. Kallman avanzó el Humvee un par de metros sólo para asegurarse de que no había quedado inmovilizado.
Se pasó el resto de la noche escuchando la radio, en un intento de encontrarle sentido al constante parloteo, de discernir lo que ocurría. Delante de ellos en la larga columna, todo aquel tiroteo tenía muy impresionado al sargento Struecker. Antes de abandonar la base, había oído que un sargento mayor de la 10.a División de Montaña decía a sus hombres: «Esto va en serio, así que disparad a todo bicho viviente».
También había advertido a su artillero que escogiese con mucho cuidado los blancos. El sargento explicó: «Cuando se dispara la calibre cincuenta, la ráfaga parece que continúa de por vida». Era evidente que el resto del convoy no tomaba semejantes precauciones. No paraban de lanzar plomo en aquella parte de Mogadiscio.