2

La noticia de la gran batalla en Mogadiscio llegó a Washington cuando allí era la mañana del domingo. Llevaban algunas horas de combate cuando el general Garrison recibió una llamada del general Wayne Downing, un viejo amigo que era comandante en jefe de las Operaciones Especiales de Estados Unidos. Después de correr por la mañana temprano, Downing pasó por su despacho en la Base MacDill de las Fuerzas Aéreas de Tampa, y decidió hacer una llamada a su amigo que estaba en Mogadiscio para saber cómo andaban las cosas por allí. Hacía unas dos horas que duraba la lucha. Garrison le resumió en pocas palabras lo que había ocurrido hasta ese momento. La misión en sí había sido un éxito, habían capturado a dos de los lugartenientes de Aidid y a un buen número de miembros de menor categoría, pero habían sido derribados dos helicópteros, el tiroteo era intenso y los muchachos estaban todavía en medio del combate. Después de preguntarle a su amigo si había algo que él pudiera hacer, Downing colgó el teléfono. Lo último que necesitaba su amigo en aquel momento era alguien que anduviera dándole la lata a veinte mil kilómetros de distancia.

Downing difundió la noticia. Aquella misma mañana, el consejero de Seguridad Nacional, Tony Lake, recibió un sucinto resumen en la Casa Blanca, dos lugartenientes de Aidid capturados, dos helicópteros derribados, la operación de rescate en marcha. Lake estaba entonces más preocupado por lo que sucedía en Moscú, donde el presidente Boris Yeltsin se defendía de un golpe de Estado de la derecha. El presidente Clinton no mencionó Mogadiscio en la conferencia de prensa de aquella mañana, que se celebraba en el mismo momento en que el destacamento especial Ranger quedaba atrapado en torno al primer helicóptero siniestrado. Tanto Clinton como el resto de los estadounidenses fueron ajenos al drama que se desarrollaba en el lejano Mogadiscio. Después de la conferencia de prensa, el presidente voló a San Francisco para una gira de conferencias ya planificada y que iba a durar dos días.

En esta ocasión, Garrison hizo todo lo posible para que la fuerza que mandó a la ciudad fuera demoledora. Si Aidid quería jugar, el ejército de Estados Unidos jugaría. Centrados en veintiocho camiones blindados malasios y cuatro tanques paquistaníes, el convoy ascendía a cien vehículos y tenía una longitud de más de tres kilómetros, y contaba con tanta potencia de fuego que podían en caso necesario abrirse su propio camino. El teniente coronel Bill David fue el responsable de reunir rápidamente esta fuerza en el Puerto Nuevo, situado en la costa a unos tres kilómetros al norte de la base Ranger.

Cuando a David le confiaron la misión, su primera reacción fue: «¡No estarán hablando en serio!» Sus hombres, dos compañías de fusileros de la 10.a División de Montaña, que sumaban cien hombres, estaban ya en el aeropuerto. La compañía Charlie de David, los «Tigres», habían recogido a algunos heridos leves en la emboscada de la rotonda K-4 cuando intentaban llegar al helicóptero siniestrado de Durant, pero aparte de esto, estaban frescos y ansiosos de participar en la lucha. La Compañía Alfa, bajo el mando del capitán Drew Meyerowich, se unió a ellos. Los vehículos blindados eran estupendo, de acuerdo, pero ¿qué iba a hacer David con los malasios y los paquistaníes? Se reunió con el general Gile, segundo en mando de la 10.a Convinieron que cuando sus hombres se juntasen con las tropas extranjeras en el Puerto Nuevo, les pedirían a los malasios que retirasen a su propia infantería de los camiones blindados y meterían en éstos a las tropas estadounidenses. Sería algo así como: «Muchas gracias, nos quedamos con sus vehículos y sus conductores, pero no necesitamos a sus hombres». David intuía la reacción.

—¿Esos chicos hablan inglés? —preguntó.

—La mayoría de los oficiales hablan un poco —le contestó Gile—. Además, habrá oficiales de enlace para facilitar el proceso.

A David le bullía la cabeza cuando salió del Centro de Operaciones. Al oficial del Ejército Regular (West Point, promoción del 75), nativo de San Luis, le acababan de asignar a sus cuarenta años de edad la misión de su vida. Hacía dos meses que estaba en Mogadiscio, al mando de un batallón de pacificadores destinado a apoyar a las fuerzas de Naciones Unidas. Nunca le había hecho mucha gracia la presencia del destacamento especial Ranger bajo el mando de Garrison, que había llegado e iniciado sus misiones secretas al margen de la estructura militar ya organizada. Las unidades del Ejército Regular admiraban el elitismo de los Boinas Verdes, pero también les molestaba. Las divisiones convencionales no gozaban ni con mucho del mismo dinero para la instrucción, o de la misma libertad para escoger las misiones. No resultó fácil para los orgullosos oficiales y hombres de la 10.a, que contaban con su propia y distinguida historia bélica, ver al destacamento especial Ranger aparecer en Mogadiscio y quitarles los honores. Desde que la osada misión empezó a ir mal, no costó mucho considerarla una temeridad. ¿Qué estaban haciendo en el barrio Mar Negro, aquella zona de Aidid tan popular, a plena luz del día? ¿Dónde estaba la reserva? Y David y sus hombres, a veces despreciados por el cuerpo de elite, tenían por misión sacarles las castañas del fuego a los Delta y a los rangers.

Debía trasladar a sus hombres, junto con lo que se había dado en llamar el «Pelotón de los Cocineros», formado por voluntarios y restos de las fuerzas originales de asalto, al Puerto Nuevo en el norte, y una vez allí negociar con los malasios y los paquistaníes, desarrollar un plan y entonces hacer que sus subordinados lo comunicaran a todo el convoy. Seguidamente tenía que conducirlos hasta la ciudad y mantenerlos juntos en la oscuridad conforme se abrían camino hasta los dos helicópteros siniestrados.

Mientras los comandantes organizaban el plan, los rangers asignados a la columna de rescate se carcomían de impaciencia. ¡Eran sus compañeros los que seguían allí atrapados! Los que habían estado en la lucha sabían lo cruenta que se había vuelto la batalla. Habían ayudado a trasladar a sus camaradas heridos o muertos desde los Humvees y los camiones del convoy perdido hasta el hospital de campaña, donde el doctor Marsh y su equipo de médicos y enfermeros luchaban con todas sus fuerzas para salvarles la vida. Los rangers sabían que los muertos eran Pilla, Cavaco y Joyce. En estado grave estaban Blackburn, Ruiz, Adalberto, Rodríguez y el operador Delta Griz Martin. Había otros muchos heridos. Era una escena espantosa. Además, los soldados ilesos estaban tan salpicados de sangre que parecían también heridos.

Algunos asistentes médicos se acercaron al sargento Eversmann, quien había estado al mando de la Tiza Cuatro y había vuelto junto con sus hombres en el convoy perdido. Eversmann no estaba herido, pero la mayoría de los hombres de su tiza sí. Al igual que en el trayecto de vuelta, le tocó ir apretujado con los heridos en la parte posterior de un Humvee, y además iba con el uniforme apelmazado de sangre. Cuando llegaron a la base y empezó a ayudar a bajar a los heridos, dos enfermeros lo agarraron y empezaron a cortarle los pantalones.

—¡Eh, dejadme en paz! —exclamó—. ¡Estoy bien!

No le hicieron ningún caso, porque había hombres realmente heridos que protestaban de la misma forma.

—Escuchad, no tengo nada. ¡Ocupaos de ellos! —gritó a la vez que señalaba a los que esperaban atención.

Eversmann estaba destrozado. Había sido un día larguísimo, y toda aquella sangre, y todos aquellos hombres, ¡sus hombres!, mutilados, le partía el corazón. Costaba mucho mantenerse sereno. Estaba discutiendo con los enfermeros y los médicos cuando uno, ya maduro, lo apartó de los demás.

—Sargento, ¿cómo se llama?

—Matt Eversmann.

—Bien, Matt, escuche. Tiene que tranquilizarse.

—Roger.

—Vamos a atender a esos muchachos. Se pondrán bien. Pero usted tiene que tranquilizarse.

—¡Estoy tranquilo! —gritó Eversmann, aunque era evidente que no lo estaba—. ¡Sólo quiero que se ocupen de ellos!

—Lo que estos chicos necesitan ahora de usted es saber que no ha perdido la calma. No deben verle nervioso porque eso los inquietará más.

Eversmann cayó en la cuenta de que estaba haciendo el ridículo.

—De acuerdo —dijo.

Se quedó allí un momento, indeciso, luego se volvió y se dirigió caminando despacio a los barracones. Resultaba difícil librarse de todas las emociones del combate. Se sentía sacudido como después de un terremoto. Era escalofriante tener que identificar la muerte. Casey Joyce era uno de sus hombres. La última vez que había visto a Joyce corría hacia el convoy con la camilla que portaba a Blackburn. Después, le había perdido la pista. Y luego había visto su cara pálida y tirante, vacía de vida. Durante el combate no hubo tiempo para reaccionar al terror o retroceder ante lo que resultaba grotesco. Pero ahora todo salía a la luz.

Le ayudó mucho que el teniente coronel McKnight le pidiera que reforzase el perímetro de seguridad en el aeropuerto. Había el temor de que, en medio del caos, Aidid aprovechase para asaltar la base. Por consiguiente, Eversmann se guardó todas sus meditaciones y se fue a trabajar. Todavía le quedaban seis hombres sanos de su tiza. Los puntos de sutura que el especialista Sizemore tenía en el codo, donde antes se había quitado el yeso para unirse a la lucha, estaban abiertos y sangraban; sin embargo, él apartó a los enfermeros mediante un gesto enérgico de la mano. No quería que lo volvieran a marginar. No podía quitarse de la cabeza las imágenes de sus compañeros, allí en la ciudad bajo sitio y esperándolo. Estaba furioso y, al igual que muchos de sus camaradas rangers, quería venganza. Recordó a Stebbins, que había tomado su puesto en el helicóptero, y se volvía loco ante la idea de que el secretario estuviera allí en su lugar. Tenía que ir. ¿Qué era lo que retrasaba la marcha? Estaba dando vueltas alrededor de los Humvees preparados cuando se acercó un chico D y preguntó:

—¿Alguien conoce a Alfabeto?

Sizemore dijo que él lo conocía. Atravesaron juntos la puerta de entrada, pasaron por delante del hospital de campaña y llegaron al parque de bomberos. Detrás de él, una sábana blanca cubría el minibúnker hecho con sacos de arena por el sargento Rymes. El sargento levantó la sábana. Dentro yacía el cadáver de Kowalewski con la RPG todavía clavada en el pecho.

—¿Es Kowalewski? —preguntó el chico D.

Sizemore asintió con un gesto de la cabeza, por lo menos creía que era él. Estaba anonadado. El chico D volvió a formular la pregunta.

—¿Es Kowalewski?

—Sí, es él.

El larguirucho Steve Anderson intentaba darse ánimos para volver a salir de la base. Ya se había ido a regañadientes la primera vez. Los acontecimientos de la jornada habían despertado en él una serie de sentimientos confusos, entre los que predominaba la ira. Hasta aquel día, Anderson había sido tan patriota como el resto de los muchachos, pero en aquellos momentos, después de ver a los muertos y heridos, se sentía utilizado y estúpido. Habían puesto su vida en peligro y arrastrado a una situación donde tenía que disparar y matar a personas para sobrevivir… y resultaba difícil comprender la razón. ¿Cómo podían unos políticos de Washington tomar a unos hombres como él y ponerlos en una situación semejante, tipos que eran jóvenes, ingenuos, patriotas y estaban ansiosos por hacer lo correcto, y aprovecharse de todo esto sin una buena razón?

Oyó la historia de uno de sus compañeros, el soldado Kevin Matthews, que había estado en la columna pequeña de Humvees cuando mataron a Pilla y luego regresó con el primer convoy de rescate. Matthews contaba lo del hombre que había matado en la calle unas horas antes, de cómo se había retorcido cuando le metió en el cuerpo cinco, diez, quince proyectiles, y Anderson tuvo la sensación de que Matthews fanfarroneaba. Salvo que, a medida que lo escuchaba, se dio cuenta de que el joven soldado estaba trastornado y que hablaba y hablaba porque necesitaba desahogarse y contar lo que había ocurrido. Estaba temblando. Necesitaba que le asegurasen que había hecho lo correcto.

—¿Qué otra cosa podías haber hecho? —le dijo Anderson.

Este último había hablado la víspera con sus padres en Illinois, y les había dicho que todo iba bien, que no pasaba nada y que probablemente así seguiría. Y ahora, aquello…

Hubo que llevar a cabo un examen especial para identificar a los hombres que podían conducir los camiones de cinco toneladas con los aparatos de visión nocturna. Las gafas de visión nocturna bloqueaban toda la visión periférica y escocían los ojos. Hacía falta tiempo para acostumbrarse a conducir con ellas. Como el especialista Peter Squeglia, el armero de la compañía, tenía experiencia en conducir una moto con los aparatos de visión nocturna, uno de los tenientes le pidió que se hiciera cargo de uno de los camiones.

—Señor, si usted me pide que conduzca un camión, lo haré. Pero nunca he conducido un camión.

La idea de que le rechinasen las marchas y de que se le calase el motor en medio de un tiroteo, donde un vehículo parado podía atrasar una columna entera o, peor, quedarse rezagado, le aterrorizaba. El teniente hizo una mueca y se alejó en busca de otro. Squeglia volvió de nuevo a la tarea de reunir las armas de los muertos y heridos para limpiarlas y repararlas más tarde. De momento, se limitó a amontonar aquella pila de acero manchado de sangre junto a su cama. La expresión del teniente hizo que Squeglia se sintiera humillado y culpable. Todo el mundo estaba asustado. Algunos tenían unas ganas frenéticas de unirse a la lucha, mientras que otros buscaban el modo de evitarla. Él estaba, diríamos, en un punto medio. Después de lo que había visto del convoy perdido, una parte de él tenía la impresión de que volver a aquella ciudad era lo mismo que suicidarse. Era una locura, pero tenían que hacerlo. Iban a cargar a los rangers detrás de los camiones para transporte protegidos con sacos de arena, y los vehículos no se iban a detener bajo ningún concepto para llevarlos por aquellas calles donde todos aquellos escuálidos y cabronazos somalíes los esperaban para matarlos, ¿y para qué? Los malasios tenían por lo menos vehículos blindados. Squeglia iba a participar. Iba a cumplir con su parte, pero no pensaba hacer nada insensato, como aprender a conducir un camión grande en medio de un tiroteo.

Cuando llegó el momento de subir a bordo, Squeglia recogió su pistola y su CAR-15 que había manipulado para añadirle un lanzagranadas M-203. Procuró subir al camión después de que lo hicieran otros muchos. Se imaginaba que el lugar más seguro, si había alguno en el camión de transporte, era hacia el extremo posterior, donde sobresalían la rueda de recambio y el silenciador de escape. Se acurrucó detrás. Tal vez eso parara los tiros. Con toda certeza los sacos de arena no lo harían.

Justo antes de que el convoy abandonara la base, el especialista Chris Schleif se precipitó a los barracones, rebuscó entre la pila de armas de Squeglia y sacó el M-60 y la munición de Dominic Pilla. Tanto el rifle como los cargadores estaban manchados con la sangre y la masa cerebral de Pilla. Schleif se deshizo de su propia arma y se subió al Humvee con la de Pilla.

—No ha podido matar a nadie con ella —explicó Schleif al especialista Brad Thomas, quien, al igual que Schleif, se dirigía a la ciudad por tercera vez—. Yo lo haré en su nombre.

Eran las 21:30 cuando la fuerza de rescate salió del aeropuerto y se dirigió hacia el norte, al Puerto Nuevo, para reunirse allí con los malasios y los paquistaníes. Gran parte de los Ranger, todos los chicos D, los SEAL, los controladores bélicos de la fuerza aérea ilesos y las dos compañías de la 10.a División de Montaña formaban un ejército de casi quinientos hombres. Los esperaban los vehículos malasios blindados para transporte de tropas, los llamados «Condor» de fabricación alemana, con aspecto de contenedores de acero rodantes de color blanco y con un conductor al frente y una portilla detrás para el artillero. Estaban pensados para transportar seis hombres cada uno. Los tanques paquistaníes eran M-48 de fabricación estadounidense. A pesar de que los blindados estaban alineados y listos para ponerse en marcha cuando llegó el largo convoy de camiones y Humvees, haría falta más tiempo para coordinar los movimientos de esta extraña colección de vehículos, que el teniente coronel David llamaba «la jodida manada».

Se concentró en ello. Extendió un plano sobre el capó de su Humvee y, rodeado de soldados que le iluminaban con linternas, improvisó un plan. Con gran alivio, casi todos los oficiales malasios y paquistaníes hablaban inglés. No hubo grandes discusiones. Al principio, a los oficiales malasios no hizo ninguna gracia que se retirara a su infantería de los camiones blindados, pero cedieron cuando David aceptó dejar en cada vehículo al conductor y al artillero. Como las diferentes unidades no contaban con radios compatibles, hubo que instalar radios estadounidenses en los vehículos. Elaboraron sistemas para controlar los tiroteos, medidas para evitar dispararse entre ellos, códigos de llamadas, la ruta y un montón de asuntos críticos.

David era consciente de la urgencia, pero no quería que ésta predominase. Sabía que había soldados en estado grave en el lugar del primer helicóptero siniestrado para quienes cada minuto era importante. Por otra parte, aquel convoy era definitivo. Si fallaban, si no conseguían llegar a ese lugar, o quedaban divididos o bloqueados, ¿quién iba a acudir en su ayuda? Resultaría trágico que uno o dos soldados muriesen durante la espera, pero rescatar a los otros noventa y siete hombres, y que ellos mismos fueran y volvieran sanos y salvos, tenía que ser prioritario.

A los rangers y a los soldados de la 10.a División de Montaña que veían los Condors por primera vez les pareció que eran como ataúdes con ruedas. Escoger entre éstos vehículos blindados y los camiones de cinco toneladas con sacos de arena era lo mismo que intentar escoger el propio veneno: detrás de un camión de transporte de tropas se corría el riesgo de ser acribillado a balazos, pero en la torreta o dentro de uno de aquellos vehículos se podía acabar quemado por una granada. Al cabo de una hora después de haber llegado al Puerto Nuevo, los hombres empezaron a subir, de mala gana, a los Condors. Como sólo había unas pequeñas mirillas en los lados, la mayoría de la fuerza no iba a poder ver nada. Y la idea de que les llevara un malasio todavía les deprimía más.

Los rangers veían transcurrir las horas sin que se pasara a la acción y la impaciencia les carcomía. Según ellos lo percibían, se retrasaban por culpa de aquel ejército regular que carecía de agilidad, se regía demasiado por los reglamentos y no comprendía la urgencia de la situación. Para los que estaban hacia atrás en la columna, parecía que no se hacía nada. Algunos jóvenes de la 10.a División dormitaban en los vehículos. ¡Durmiendo! El sargento Ranger Raleigh Cash no podía contenerse. ¡Sus compañeros morían en la ciudad y aquellos tíos se dedicaban a echar una cabezadita! ¿Por qué demonios no se movían? Había hecho las paces consigo mismo al acompañar al «Convoy de los cocineros» en aquella abortada misión para rescatar a Durant y su tripulación. Si le tocaba morir aquel día, pues que así fuera. La lealtad le tiraba más que la voluntad de sobrevivir. Había reflexionado sobre ello muy a fondo. Llevaba chaleco antibalas; por consiguiente, si le alcanzaba un proyectil, sería en los brazos o las piernas, y había enfermeros para atenderlo. Le dolería, pero ya sabía lo que era estar herido. Si le disparaban en la cabeza, entonces moriría. No sentiría dolor alguno. La vida se escaparía de su cuerpo. Así de sencillo. El final. Sus amigos se ocuparían por él de su familia. Si moría significaba que era eso lo que había de ocurrir.

Cuando se enteró de que Smith había muerto, que se había desangrado esperando la ayuda que no había llegado, Cash perdió los estribos. Desahogó su ira e impaciencia en un oficial de la 10.a División de Montaña. Le dijo que antes de que los rangers hubieran tenido que cargar con su unidad no habían tenido problemas para encontrar la batalla.

—Escucha, nosotros no estamos retrasando nada —protestó el oficial—. Estamos tan preparados para marchar como vosotros. Pero has de confiar un poco más en tus superiores.

—Estamos tardando demasiado —replicó Cash en un tono alto y teñido de rabia—. ¡Mis amigos se están muriendo allí afuera! ¡Tenemos que ponernos en marcha de inmediato!

Se acercó el jefe de su pelotón y trató de calmarlo.

—Escucha, todos estamos deseando ponernos en movimiento.

Hacia las 23:00, David tenía a su «jodida manada» lista para la marcha, y se sentía bastante satisfecho del resultado. Veía el esfuerzo que había realizado para organizarlo todo como uno de los logros más importantes de su vida. Los tanques paquistaníes iban a guiar al convoy por la ciudad. Detrás de ellos, cada pelotón contaba con cuatro vehículos blindados entremezclados con los camiones y los Humvees. Los helicópteros de combate Cobra de la QRF proporcionarían apoyo aéreo. Debían desplazarse hasta un punto determinado en la calle Nacional, desde donde la mitad de la fuerza se dirigiría al sur hacia el lugar donde se había estrellado el Súper Seis Cuatro de Durant, y la otra se desviaría al norte, hasta el Súper Seis Uno de Wolcott, donde se hallaba atrapado el grueso de la unidad especial. Habían establecido conexiones comunes, había oficiales de enlace repartidos por el convoy… Estaban listos para ponerse en marcha.

Pero entonces acudió corriendo un oficial paquistaní. Su comandante no estaba de acuerdo en que los tanques encabezaran el convoy, lo que constituía un problema porque los tanques debían abrir el camino a través de las enormes barricadas (zanjas, carrocerías de automóviles y camiones, piedras amontonadas, neumáticos en llamas y diversos escombros) que los somalíes habían levantado para bloquear los caminos principales que salían de las instalaciones de Naciones Unidas. Como el Puerto Nuevo era la base de los paquistaníes, quienes habían propuesto la ruta hasta el punto de desvío, se llegó a un compromiso. Los tanques encabezarían el convoy hasta la rotonda K-4 y luego se colocarían un poco más arriba de la columna.

Aparecieron nuevos problemas. No era difícil comprobar que, cuando había muchos comandantes, una batalla podía llegar a convertirse en una derrota. Después de discutirlo con sus superiores, los malasios dijeron que les habían ordenado que no sacaran los vehículos blindados de las calles principales, por la misma razón que Garrison había afirmado anteriormente que Mogadiscio era un lugar inadecuado para los blindados. A los tanques y a los vehículos blindados les resultaba harto difícil maniobrar en el complejo entramado de calles estrechas y callejones que había en la ciudad. Los vehículos grandes eran vulnerables cuando circulaban despacio por unas calles donde el enemigo podía acercarse sigilosamente y arrojar granadas desde las azoteas y los árboles, o disparar de cerca proyectiles susceptibles de atravesar el blindaje.

David volvió a bajar de su Humvee y parlamentó de nuevo con los oficiales.

—Escucha, Drew —le dijo al capitán Meyerowich—, así están las cosas. Necesito que tu compañía nos abra el camino para entrar en la ciudad.

Los paquistaníes aceptaban encabezar el convoy hasta la rotonda K-4, el límite del territorio de Aidid. En ese punto, la compañía de Meyerowich, que en su mayoría iba en los Condors, debían tomar la delantera.

Eran las 23:23.