Desde arriba, los comandantes observaban la zona en contienda mediante cámaras infrarrojas y sensibles al calor que esbozaban las manzanas en monocromo. Veían a montones de somalíes que se movían alrededor del perímetro en grupos de una docena o más y seguían disparándoles desde los helicópteros. Los milicianos de Aidid transportaban en camiones a más combatientes desde otras partes de la ciudad. Los Little Birds pasaban volando bajo y acribillaban las paredes en medio de la noche. Uno de los helicópteros disparó a un somalí armado con una RPG que debía de llevar cartuchos de reserva en la espalda. Le metieron en el cuerpo un cohete de casi siete kilos que lo mató y debió hacer estallar la munición de reserva, porque saltó por los aires como un petardo. Cuando el helicóptero volvió a la base para repostar encontraron trozos de su cuerpo pegados al parabrisas.
El sargento Goodale, sentado de lado para que la nalga vendada no tocara el suelo, reanudó su trabajo de coordinar las batidas de los helicópteros desde el patio del capitán Steele. Desde donde estaba sentado no podía ver nada, pero hacía las veces de agencia distribuidora para todos los operadores de radio que pedían que se hiciera fuego. Él decidía qué lugar precisaba de más ayuda y se lo transmitía al helicóptero de mando.
A última hora de la tarde, le informaron de que dos fuerzas muy numerosas de somalíes se desplazaban del sur al norte.
Por primera vez Steele fue presa del pánico. «A lo mejor no vamos a poder salir de aquí», pensó. Si una fuerza somalí tomaba por asalto el patio, él y sus hombres iban a matar a muchos, pero no podrían detenerlos. Dio una vuelta para asegurarse de que todos sus hombres estaban despiertos y preparados. Se maldecía por haber dejado que bajasen de los helicópteros sin llevar las bayonetas, otro objeto que exigía el reglamento táctico pero del que ellos habían prescindido para evitar más peso. ¿Quién habría pensado que iban a necesitar bayonetas? Asomó la cabeza por el cuarto interior donde estaba Goodale con el resto de los heridos y le informó con humor macabro:
—Si ves a alguien que entra por esta puerta y no gritan «¡Ranger! ¡Ranger! », te adelantas y los matas, porque si no seremos nosotros los que la palmemos.
Goodale se quedó de piedra. La tranquilidad le había llevado a sentirse a salvo. Razonó para sus adentros: «Está bien, es posible que muera aquí. Preferiría que no fuera así pero si ha de suceder, entonces quiere decir que tiene que pasar y no hay nada que yo pueda hacer para impedirlo». Y pensó también que era terrible haber entregado la responsabilidad de su vida, de su mismísima existencia, al Gobierno de Estados Unidos, y que por eso tal vez estaba respirando su último aliento en aquella mierda de cuarto interior, en aquella calle inmunda del jodido Mogadiscio de Somalia. Recordó cuánto había deseado ir a la guerra, ver el combate, y luego pensó en todas aquellas espectaculares películas bélicas y documentales sobre batallas que había visto. Sabía que nunca vería de nuevo uno de esos filmes con la misma percepción. Porque la gente se moría de verdad. Descubrió que la mejor forma de aceptar el trance en el que se hallaba era asumir que ya estaba muerto. Ya estaba muerto. No hacía más que seguir cumpliendo con su deber.
Una manzana más arriba, el sargento Yurek estaba apostado en una ventana y observaba en dirección este el callejón del helicóptero abatido.
Todo aparecía dibujado con suaves sombras azules, la pálida tierra de la callejuela, las hojas de los cactos y una pared de unos dos metros y medio de alto con una valla justo fuera de ella, a una distancia menor a la de la longitud de dos automóviles. Yurek creyó haber oído que se acercaba alguien y trató de permanecer lo más quieto que pudo. Luego vio que la cerca se sacudía. Se llevó el M-16 al hombro y apuntó a lo alto de la valla, entonces un sammy, y luego otro, se auparon ágilmente y se pusieron sobre la pared adyacente, con toda evidencia en busca de un lugar adecuado para saltar al suelo. El sargento pensó que aquello iba a ser pan comido. Uno de los hombres lo divisó justo antes de que apretara el gatillo. Antes de que las ráfagas de Yurek lo derribaran y arrojaran al otro fuera de la pared hacia atrás, tuvo tiempo de dar un grito y preparar el arma. Una de las armas de los hombres cayó junto a Yurek. Oyó un ruido al otro lado y luego volvió a reinar el silencio.
Cuando el sargento Howe se asomó a la calle principal, se sintió todavía metido en una trampa. Había estado inmovilizado en una posición nefasta y, por primera vez, empezó a tener la sensación de que tal vez no iba a salir de allí con vida.
Los somalíes habían estado enviando grupos de entre tres a seis hombres por las callejuelas para investigar sobre sus posiciones y enterarse exactamente de dónde estaban. Howe vio a algunos de ellos y supo con certeza lo que estaban haciendo. Uno asomó su arma por la esquina y disparó en dirección a la posición de Miller situada enfrente, luego, con la esperanza de ver las balas trazadoras que guiaran su fuego, se quedó aguardando. Al ver que nadie lanzaba ninguna, se decidió a doblar la esquina. Howe dejó que bajara tranquilamente la calle hasta que estuviera frente a su posición antes de dispararle, porque si fallaba y el hombre no moría, podía regresar con los suyos para señalar su posición. Se convertirían entonces en un buen y gran blanco para una RPG. Cuando ya se preparaba para hacer fuego, lo hicieron dos chicos D al otro lado de la calle y derribaron al hombre, que no volvió a levantarse. Al mismo tiempo, iluminaron a un grupo de cinco somalíes que se preparaban para doblar la esquina. Heridos, se marcharon arrastrándose calle arriba.
En cierto sentido, el silencio resultaba más desconcertante que el previo estruendo propio de la batalla. Resultaba difícil no imaginar que se formaban amplios grupos de somalíes al otro lado de las esquinas. Howe pensaba que, si se producía una repentina avalancha de un grupo bastante numeroso, corrían el peligro de que los rodeasen. Se puso a preparar mentalmente una lista de las medidas que tomaría en aquel combate final. Pensaba tomar tantas como fuera humanamente posible. Tenía aún seis o siete cargadores para su CAR-15, además de su calibre.45 y munición para la escopeta. Haría fuego con el rifle hasta quedarse sin balas, luego con la escopeta, después con la pistola, y finalmente haría uso del cuchillo. Con un poco de suerte, encontraría algún arma enemiga.
Howe reunió a su equipo y les dijo que no abriesen fuego sobre los somalíes hasta que éstos estuvieran confiados calle abajo, como él había hecho. Todos debían ahorrar munición, seleccionar con cuidado cada disparo. Los demás operadores debían informar por radio cuando hacían uso de sus armas, decirse los unos a los otros a qué tiraban y dónde, y si habían dado en el blanco después de apuntar. Eso les servía para seguir la pista de los lugares conflictivos que iban surgiendo. La noche había llegado a una coyuntura crítica.
Los Little Birds se hicieron cargo de los dos importantes elementos somalíes que se acercaban. Goodale oyó que uno de los helicópteros recorría rugiendo la calle Marehan y, a continuación, el tableteo de sus armas y el tan satisfactorio ¡boom! de un cohete.
—¡Ese elemento fuera de juego! —gritó Goodale.
Otra batida eliminó la segunda amenaza.
El sargento Bray, el controlador bélico de las Fuerzas Aéreas en la posición de Miller, pidió que el helicóptero bombardeara la casa de dos plantas contigua al patio que ocupaban. Ese edificio los dominaba en altura y además contaba con una entrada independiente al otro lado de la esquina. Si había somalíes en esa casa, les resultaría muy fácil dispararles desde abajo. El edificio era adyacente al patio del puesto de mando Delta y no estaba a más de veinte metros frente a la posición de Howe, lo que significaba que hacía falta un tiro fenomenal para acertar el blanco sin herir a ninguno de los estadounidenses en tierra. Los hombres de Howe señalaron el edificio con luces láser para el piloto del Little Bird, quien les preguntó por radio si estaban seguros de que querían que hicieran fuego con sus metralletas tan cerca. Desde el aire, era como trazar una línea fina entre dos posiciones amigas.
—Agachad las cabezas —advirtió el piloto.
Su disparo dio de lleno donde estaba la señal. Después de observar cómo las metralletas derribaban la casa, se volvió a uno e sus compañeros y le dijo:
—¡No intentes repetir esto en casa!
Al cabo de un rato, aparecieron dos somalíes caminando por en medio de la calle como si estuvieran dando un paseo. La luna estaba alta en esos momentos e iluminaba la escena con una luz similar a la de una tarde nublada. Una distancia de unos cuarenta metros separaba a los hombres. Howe vio pasar al primer hombre por delante de su posición. Intentó tapar la luz de su arma con la tapa infrarroja pero, por un momento, brilló accidentalmente la luz blanca fuera de la puerta. Vio que el hombre se volvía y buscaba dónde se había originado el resplandor. Howe apartó el calibre 45. No quería dispararle al hombre con el rifle porque había chicos D en el edificio de enfrente y las balas podían atravesar la calle después de haber dado al somalí. Asimismo, sabía que el segundo hombre vería con claridad el fogonazo tanto del rifle como de la escopeta. Howe pidió por radio que uno de sus hombres disparase al hombre apenas éste hubiera salido del perímetro. Cuando el hombre se alejaba, uno de los hombres apostado al otro lado de la calle le disparó en la parte derecha inferior de la espalda. El hombre giró sobre sí mismo con expresión atónita e, inmediatamente, otras cuatro balas lo hicieron caer. A Howe le molestó que se hubieran necesitado tantos proyectiles para derribar a un solo hombre. El segundo somalí pasó por el mismo sitio unos minutos después y también abrieron fuego sobre él.
A medianoche el convoy de rescate ya estaba cerca. Los hombres atrapados oían el sordo retumbar de casi cien vehículos, entre tanques, camiones blindados para transporte de tropa y Humvees. El trueno de sus armas se iba acercando poco a poco. Al cabo de un rato, el ritmo de los disparos sonaba como un largo solo de batería en una canción de rock muy heavy metal. Era la llegada colérica de Estados Unidos de América, los pasos del gran dios del rojo, el blanco y el azul.
Era el sonido más cojonudo del mundo.