12

Ya muy entrada la noche, Norm Hooten y los otros chicos D, al mando de cuyos equipos estaban el sargento primero John Boswell y Jon Hale, junto con un grupo de rangers a cuya cabeza se hallaba el sargento Watson, abandonaron el patio del capitán Steele, el situado en el punto más al sur con respecto a los demás, y se introdujeron en la angosta callejuela agachados y pegados a la pared norte, donde habían dejado el cuerpo de Fillmore a última hora de la tarde. Llegaron a la conclusión de que, como la situación se había calmado, podían desplazarse como quería el capitán Miller al edificio de la esquina en el extremo norte de la manzana donde ya estaban. Desde allí, podían cubrir el amplio callejón que iba de este a oeste y que separaba a las dos tropas atrapadas. En el patio quedaron solamente Steele junto con los heridos y sólo cuatro o cinco hombres sanos, pero los demás no se iban muy lejos.

A ninguno de los rangers le hizo gracia la idea de marcharse. Uno, un sargento, se negó en redondo a abandonar el patio, incluso cuando Steele se lo ordenó. El hombre se limitó a alejarse y a quejarse de que algo le había lesionado un ojo. Le dijeron que volviese y ayudase con los heridos.

Los sargentos Thomas y Watson siguieron a los chicos D por la calle y, detrás de ellos, Floyd, Kurth, Collett y varios hombres más. Floyd descubrió un burro muerto a un lado de la calle fuera de la puerta y se agazapó detrás de él. Los chicos D subieron la calleja y se metieron en el edificio de la esquina a través de una ventana que estaba a un metro del suelo. Cuando Floyd llegó, ya habían pasado el cadáver de Fillmore por la ventana.

Floyd tropezó con algo. Cayó al suelo y encontró la CAR-15 de Fillmore. Notó la sangre seca descamándose en sus manos. También halló el casco con sus auriculares y el correspondiente micrófono, así como otros objetos de su equipo. Lo estaba recogiendo todo cuando Watson se asomó por la ventana.

—¿Qué demonios estás haciendo, Floyd? ¡Deja ya de hacer el tonto y mete el culo por la ventana!

A Floyd le costó mucho saltar por la ventana con todos aquellos pertrechos. Watson tiró de él y aterrizó en un espacio mucho mayor que donde estaban el capitán Steele y los otros. El cuerpo de Fillmore yacía en medio de la luz de la luna. Los chicos D le habían esposado brazos y pies para que resultara más fácil transportarlo. Enfrente de la ventana por la que habían entrado había otra en la pared y, como les separaba de los heridos, rompieron los postigos para poder hablar con mayor facilidad de un lado al otro.

Los chicos D colocaron luces estroboscópicas infrarrojas alrededor del nuevo espacio a fin de señalar éste a los helicópteros. Floyd revisó el patio y encontró un bidón lleno, de una capacidad aproximada de unos doscientos cincuenta litros bajo un grifo que perdía. Primero lo olió por si era gasolina, luego metió un dedo y lo lamió después. Era agua. Habían advertido muy seriamente a Kurth y a los demás hombres que no bebieran agua del grifo. Los médicos les dijeron que nada podía enfermarlos más deprisa. «Bueno — decidió Kurth—, al cuerno con los matasanos.» Si se ponía enfermo, bien, ya se preocuparía de ello. Llenó su cantimplora y bebió unos tragos justo para mojarse la garganta.

Acto seguido, él y el sargento Ramaglia, que estaba en la habitación del otro lado del callejón, empezaron a pasar cantimploras arriba y abajo con la ayuda de un palo de escoba. El sargento reunió todas las que pudo y las fue pasando después de introducir el palo por el asa del tapón de plástico que iba enroscado a la embocadura de la cantimplora. Una a una, Floyd las fue llenando todas con el agua del bidón.

Luego, se sentó con Collett y charlaron en susurros durante largo rato. Como los chicos D ya cubrían todas las ventanas y las puertas, ellos no tenían nada que hacer. La luna estaba alta y reflejaba una luz suave sobre el cuerpo de Fillmore en medio del patio. Collett no dejaba de consultar su reloj. Después, Floyd, con los pantalones que se agitaban alrededor de las caderas desnudas, se puso a curiosear por el patio. En el suelo, junto a su bota, encontró una funda nueva para un M-16.

—Eh, Collett, mira esto.

Les habían dicho que todos los somalíes usaban armas viejas y destartaladas, pero aquella funda aún tenía la grasa de embalaje.

Collett estaba aburrido. No podía creerlo, ¿aburrido en una zona de combate? ¿Cómo podía ser? Toda la situación resultaba extraña, demasiado extraña para ser verdad. Ni en broma les iba a creer nadie cuando lo contasen en casa. Escuchaban las batidas de los helicópteros encima de ellos y el cada vez más cercano fragor de las armas conforme el gigantesco convoy de rescate se debatía para abrirse paso hasta ellos.

—¡Eh, Floyd!

—Dime…

—Tengo una idea.

-¿Qué?

—¿Jugamos para un «jack somalí»?

Floyd no daba crédito a lo que oía. Collett estaba sugiriendo que apostaran. Era un viejo juego entre los rangers: conseguir un «jack» en lugares exóticos. Los muchachos fanfarroneaban de haber obtenido un «jack tailandés», o un «jack egipcio», o un «jack C-5».

Se echaron a reír.

—Collett, tú estás flipado del todo. Loco como una cabra —dijo Floyd.

—No, tío. Piensa en ello. Serías sin lugar a dudas el primer chico de tu bloque. ¿Cuántas personas pueden decir que han conseguido uno de ésos? ¿Eh?