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De hecho, el especialista Waddell no llegó a ponerse a cubierto junto con el resto de los hombres. Cuando anocheció y todo el mundo entró en patios y casas, el teniente DiTomasso le dijo que se hiciera cargo de la seguridad en el lado oeste del agujero hecho por el Black Hawk derribado. Desde donde estaba tumbado, detrás de unos escombros, podía ver el lado opuesto detrás del brazo de la cola doblada del helicóptero. El sargento Barton se acurrucaba al otro lado del agujero y apuntaba su arma al este, más allá de la parte frontal del aparato.

Unas horas antes, por la tarde, Waddell fue presa del pánico ante la idea de que no pudieran marcharse antes de que se hiciera de noche. Sin embargo, al llegar el crepúsculo ansió que el sol acabara de ponerse. Parecía que no iba a hacerlo nunca. Imaginaba que, al caer la noche, cesaría el tiroteo y podrían respirar mejor. Observaba a los Little Birds que rugían cuando pasaban disparando por la callejuela al este y les rociaban con casquillos metálicos. Sus cohetes sacudían el suelo. El ruido que hacían era comparable al desgarro de una pieza gigante de Velcro, y luego el resplandor y la tremenda explosión. Se sentía bien al saberlos cerca. Así es como los quería. Cerca.

Uno de los chicos D echó a correr, trepó al helicóptero y sacó munición SAW para Waddell y Barton, asimismo encontró un par de aparatos de visión nocturna que le dio al primero. Con ellos puestos, Waddell podía ver toda la calle hasta pasado el cruce al oeste y utilizar el aparato láser para apuntar, lo cual le hacía sentir mucho mejor. El pequeño Fiat verde que tan eficazmente había servido de protección al otro lado del cruce para Nelson, Barton, Yurek y Twombly estaba completamente agujereado. Waddell oía por radio seguir prometiendo el envío de la columna de rescate. Estarían allí en veinte minutos. Luego, una hora después, se había convertido en cuarenta minutos. Al cabo de un rato, se había convertido en objeto de bromas.

—¡Ya llegan! —decían los chicos, y se echaban a reír.

A pesar de estar a unos kilómetros de distancia, Waddell oyó, media hora antes de la medianoche, a la inmensa columna compuesta por tanques, vehículos blindados, camiones y Humvees, iniciar su marcha por la ciudad. O bien el convoy se había visto envuelto en un gran combate, o estaba iluminándolo todo a su paso, porque Waddell podía seguir la pista de sus movimientos por el ruido de disparos y por la forma en que el cielo se iluminaba sobre él. No pensó en el peligro o en las probabilidades que tenían de que los sitiaran o mataran. Pensó en cosas estúpidas. Le habían citado para una prueba de educación física al día siguiente y se preguntó si, cuando volvieran, tendría todavía que hacerla. Preguntó a Barton.

—Eh, sargento, ¿voy a tener que hacer la prueba de educación física mañana?

Barton sacudió la cabeza.

También acudió a la mente de Waddell la novela de Grisham que estaba leyendo antes de marcharse. Estaba impaciente por terminar el libro. ¿Era su destino morir y no poder leer nunca las pocas páginas que le quedaban?

Durante la noche, más o menos cada media hora, Barton lo llamaba en voz baja:

—¿Estás bien?

Si pasaba más rato sin que Waddell tuviera noticias suyas, lo llamaba él a su vez:

—Sargento, ¿estás bien?

Era poco probable que ninguno de los dos se quedara dormido. Antes de medianoche, cesaron los disparos y durante ciertos períodos de tiempo los Little Birds dejaron de hacer sus pasadas, con lo cual empezó a reinar el silencio. Fue entonces cuando oyó a lo lejos a la columna de apoyo que se ponía en camino. Como Waddell era uno de los pocos rangers que había llevado consigo una cantimplora llena de agua, en lugar de utilizar su hueco en el arnés con munición, se la pasó a los demás, que la acogieron con avidez.

«¿Cuándo demonios nos van a sacar de aquí?» Eso era lo que el especialista Phipps quería saber. Se hallaba junto al resto de los heridos en una habitación interior, pequeña, polvorienta y llena de humo, situada en el edificio contiguo donde estaba el helicóptero abatido; le dolían la espalda y la pantorrilla derecha a causa de las heridas de metralla y escuchaba el ruido producido por los disparos y las explosiones afuera conforme se preguntaba cuándo iba a irrumpir un sammy de mirada salvaje y le iba a volar la cabeza. No sabía lo que pasaba. El especialista Gregg Gould estaba allí adentro con él. Un poco de metralla se había incrustado en el culo de Gould, tenía un aspecto harto ridículo con el trasero vendado y en alto; además, no dejaba de hablar de su novia, de cuánto la echaba de menos y de las ganas que tenía de verla cuando fuera a casa… todo lo cual todavía deprimía más a Phipps, que no tenía novia.

—Todo saldrá bien. Tío, cuando salgamos de aquí me voy a beber una buena cerveza —dijo Phipps en un intento de cambiar de tema, pero no funcionó.

El especialista Nick Struzik también estaba con ellos. Le habían disparado en el hombro derecho. Phipps lo había visto cuando, poco antes de que él mismo fuera herido, sangrara apoyado contra el muro de piedra, y recordó que le había impresionado mucho, como si alguien le hubiera dado una bofetada. Struzik fue el primer herido de entre sus compañeros. El estado del sargento del Estado Mayor Mike Collins era grave. Una bala le había roto el peroné y la tibia de la pierna derecha. La bala había entrado por debajo de la rótula y salido por la parte posterior de la pierna, quedando destrozada. Collins sentía muchísimo dolor y sangraba profusamente. Phipps pensó con tristeza que el viejo sargento Collins no iba a poder contarlo. No podía creer que todos hubieran dejado los aparatos de visión nocturna en la base. Siempre les habían proporcionado aquella sensación tan chula de «estamos aquí para daros una patada en el culo» que habían sentido en previas misiones nocturnas, porque suponía una gran ventaja que uno pudiera ver a los hijos de puta y ellos no pudiesen verle a uno. Una buena lección aprendida. Todos sorbían de las bolsas del gota a gota porque estaban sedientos, pero sólo para humedecerse la boca. Era empalagoso, pero por lo menos era líquido. Luego, después de la llegada del helicóptero con abastecimiento, pudieron beber unos cuantos sorbos de agua.

Cuando se hizo evidente que iban a permanecer allí un buen rato, el sargento Lamb se llevó con él al sargento Ron Galliette y juntos exploraron todas las puertas que daban al patio interior. Detrás de una de ellas que abrieron de una patada, había dos mujeres, una muy vieja, y tres bebés. La mujer joven quiso huir. No era más que una adolescente, tal vez dieciséis años, y parecía demasiado diminuta y delgada para haber dado vida al niño que con tanta fuerza estrechaba entre sus brazos. Llevaba un vestido azul brillante con un reborde dorado. El bebé iba envuelto en los mismos colores. La muchacha se iba desplazando hacia la puerta. Lamb le dijo al sargento Yurek que la vigilara. Cada vez que este último apartaba la vista, ella volvía a acercarse a la puerta. Cuando él alzaba el rifle, ella se sentaba de nuevo. Yurek le habló.

—Escucha, si quisiéramos haceros daño ya lo habríamos hecho, así que estáte tranquilita —le dijo, pero era evidente que ella no había entendido una sola palabra.

A pesar de ello, el sargento volvió a intentarlo. Le explicó que, de momento, estaba más a salvo dentro que fuera. Lo único que tenía que hacer era quedarse sentada. Tan pronto como pudieran marcharse, lo harían. Cuando ella volvió a hacer un movimiento en dirección a la puerta, él la empujó hasta el rincón con la ayuda del rifle.

—¡No, no, no! ¡Tienes que quedarte aquí! —gritó en un intento de asustarla y que no se moviera, y la mujer le contestó con palabras que él no entendió.

Había un grifo en la pared que no cerraba bien y salía constantemente agua de él. Yurek recogió un poco en su cantimplora y se la pasó a la mujer. Ella volvió el rostro y se negó a cogerla.

—Como quieras —dijo él.

Lamb contó quince heridos, además del cadáver del copiloto del Súper Seis Uno, Donovan Briley. Como precisaban de más espacio, pusieron una pequeña carga en la pared del fondo. La piedra y el cemento eran tan débiles que uno podía simplemente empujar las paredes para que se desplomaran; por consiguiente, la carga voló un buen pedazo e hizo un bonito agujero de más de un metro veinte de alto por unos sesenta centímetros de ancho. Todo el mundo se asustó cuando explotó, en particular la mujer somalí vigilada por Yurek. Fue presa de un ataque de nervios. Incluso Twombly, que había puesto la carga, se sobresaltó. Pensó que tenía una mecha de treinta segundos, pero como era de sólo veinte segundos, dio un brinco de medio metro cuando estalló. El nuevo agujero daba al cuarto que comunicaba con el patio central de la manzana, donde había estado Perino en un principio. Por consiguiente, aunque por casualidad, la unidad de DiTomasso y la de Perino se habían encontrado. El impacto de la explosión derrumbó parte de la pared exterior sobre Waddell y Barton, que estaban fuera junto al helicóptero abatido.

Nelson se había quedado tan sordo que ni siquiera oyó la explosión. Desde que Twombly disparara su Saw delante de su cara, no dejaban de silbarle los oídos. Nelson contempló la carnicería que lo rodeaba y se sintió loca e increíblemente afortunado. ¿Cómo era posible que no le hubieran herido? Resultaba difícil describir lo que sentía… Era como una epifanía. Cerca de la muerte, jamás se había sentido tan completamente vivo. Había habido en su vida unas décimas de segundo en que sintió que la muerte lo había rozado, como cuando otro coche surge a toda velocidad de una curva cerrada y está a punto de chocar con uno de frente. Toda aquella tarde había vivido con aquella sensación, de que la muerte le lanzaba su aliento en plena cara como el viento ardiente de una granada al otro lado de la calle, minuto tras minuto, y así durante tres horas o más. Con lo único que podía compararlo era con la sensación que experimentaba a veces cuando hacía surfing, cuando estaba dentro del tubo de una enorme ola y todo a su alrededor era energía y movimiento y una fuerza terrible lo arrastraba y todo lo que él podía hacer era concentrarse intensamente en mantener el equilibrio para cabalgar hacia fuera. Los surfistas lo llamaban «el cuarto verde». El combate era otra puerta a aquel cuarto. Un estado de conocimiento mental y físico. Durante aquellas horas en la calle no había sido Shawn Nelson, no tuvo conexión con el mundo convencional, ninguna factura que pagar, ningún vínculo emocional, nada. Sólo un ser humano que conservaba la vida de una milésima de segundó a la otra, que bosquejaba un aliento tras otro, consciente de que cada uno podía ser el último. Presentía que jamás iba a poder ser el mismo. Siempre había sabido que algún día moriría, de la forma en que todo el mundo sabe que morirá, pero en aquel momento su realidad le había marcado. Y no suponía algo aterrador o morboso. Sentía algo más parecido al consuelo. Le hacía sentir más vivo. No tenía remordimientos por la gente a la que había disparado y matado en la calle. Ellos intentaban matarlo. Estaba contento de permanecer con vida y de que los otros estuvieran muertos.

Se inició el traslado de los heridos a la habitación mayor que había abierto la carga de Twombly y había que pasar al sargento Collins por el agujero en una camilla. Para ello, no sólo tenían que sujetarlo a ésta con correas, sino además ponerlo de lado para que pudiera pasar. Conforme se disponían a preparar el traslado de esta forma, Collins protestó.

—¡Eh, chicos, que tengo una pierna rota!

—Lo siento —le replicó Lamb—. Pero tenemos que pasarte por el agujero.

Collins gritaba de dolor mientras lo trasladaban hasta los hombres que estaban al otro lado.

Hicieron lo mismo con el cuerpo de Toro Briley en una camilla. Nelson había visto a Briley jugar a cartas y reírse en la base aquella misma mañana. En el accidente, se había abierto la cabeza, cercenada de oreja a oreja bajo la barbilla. El cuerpo estaba todavía caliente y sudoroso, pero había adquirido una tonalidad gris enfermiza. El corte en la cabeza tenía unos doce centímetros de ancho y ya no sangraba. Cuando levantaron el achaparrado pero robusto cuerpo hasta la litera, la parte superior de la cabeza cayó hacia atrás de forma grotesca. Lamb recordaba haberlo visto correr en pantalón corto, era un hombre fuerte. «Cielos, qué día más triste», pensó. Una vez lo hubieron pasado por el agujero, Lamb lo atravesó a su vez y, después de bajar el cadáver de la litera, lo apoyó contra la pared. La cabeza del piloto la golpeó y se oyó un ruido sordo que casi hizo vomitar a Lamb. Luego deslizó el cuerpo para que quedase plano y, cuando llegase la rigor mortis, no se doblara por la cintura.

Abdiaziz Alí Aden acechaba en la oscuridad. Los rangers se habían instalado en su casa. Podía ver las estrellas a través de la pequeña abertura que había hecho el helicóptero al chocar en el techo. Los rangers habían colgado lámparas rojas en los árboles y en las azoteas de las casas. Nunca había visto unas luces semejantes. El fuego seguía siendo intenso en las calles y procedía de todas direcciones. Los helicópteros bajaban en picado hasta poca altura y acribillaban las azoteas con sus proyectiles. Oía a los estadounidenses de dentro que hablaban con los helicópteros por radio para indicarles adonde debían disparar.

No sabía muy bien qué era más peligroso, si quedarse en la casa con todos aquellos rangers al otro lado del muro o huir corriendo en medio de la noche a riesgo de recibir una bala en el cuerpo. Así se estuvo debatiendo hasta que el fuego remitió y decidió marcharse.

Trepó a lo alto de un muro exterior y desde allí saltó a la callejuela. Había cuatro personas muertas allí donde aterrizó, dos hombres, una mujer y un niño. Echó a correr, pero apenas había recorrido unos cuantos metros, cuando por detrás de él apareció rugiendo y volando un helicóptero y las balas levantaron tierra al dar en el suelo y rebotaron en las paredes. Hundió la cabeza entre los hombros y siguió corriendo, sorprendido de no haber sido alcanzado.

El paracaidista Tim Wilkinson vigilaba a los hombres heridos del capitán Miller instalados en un patio al otro lado de la calle Marehan. Estaba sentado en la puerta de entrada al patio con una pistola en la mano. Sólo se oían esporádicas explosiones de armas de fuego. De vez en cuando, bajaba un helicóptero en medio de un gran fragor e iluminaba el cielo fuera de la ventana.

Stebbins encendió un cigarrillo con una cerilla y Wilkinson, sobresaltado, se dio media vuelta con la pistola y le apuntó.

—Sólo estaba encendiendo una colilla, sargento.

Se hizo un momento de silencio, luego los dos sonrieron conscientes de que pensaban lo mismo.

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Stebbins—. Es malo para mi salud, ¿no es eso?