Cuando Steele y sus hombres se guarecieron en el patio la confusión era total. El ruido terrible: disparos, explosiones de granadas, rotores de helicópteros, llamadas radiofónicas, hombres que gritaban, lloraban, gemían y se chillaban los unos a los otros en un intento de oír por encima del estruendo, cada uno con una necesidad más perentoria que el anterior. El aire estaba lleno de humo, pólvora y polvo. El pobre teniente Lechner tenía destrozada la pierna derecha, le sangraba a mares y vociferaba de dolor. El patio debía de tener cinco metros de ancho por seis de largo. Entrando a la derecha había dos habitaciones, otras dos a la izquierda y enfrente había un porche cubierto y al que una vistosa celosía de cemento separaba de la mitad abierta del patio. La primera habitación a la izquierda estaba llena, desde el suelo hasta el techo, de neumáticos. En la primera de la derecha estaba la familia que vivía allí. Les habían registrado, esposado y colocado en un rincón. Steele tenía a cinco hombres heridos detrás de la celosía. Dos de ellos, Goodale y Lechner, ya no podían caminar. Los enfermeros seguían atendiendo a Lechner. Steele tenía tres grupos de chicos D mezclados con sus hombres y ninguno le prestaba atención, lo que complicaba todavía más la situación.
En un momento dado, los chicos D hablaron de sacar una ametralladora a la calle, fuera de la puerta del patio. Todos llevaban rifles. El especialista Collett escuchaba nervioso cómo discutían. Él era un artillero de SAW, y el único ametrallador que no había sido herido. Si mandaban a alguien fuera, sería a él. Se había pasado más de una hora agazapado detrás de una piedra en medio de la calle Marehan y ahora que por fin estaba felizmente a cubierto, lo último que quería era volver a salir. Lo haría, pero tenía miedo.
—No pienso mandar a nadie ahí afuera —les dijo Steele.
Collett lanzó un silencioso suspiro de alivio.
Steele gritó a su sargento primero, Sean Watson, que fuera a ver si había alguna puerta trasera en la casa. Pensaba que, como el tiroteo delante era tan intenso, cuando se marcharan, sería preferible hacerlo por otra salida. Watson le dijo que no había puertas traseras.
Podía hablar por radio con sus tenientes, Perino y DiTomasso, pero no sabía con certeza la distancia que los separaba. DiTomasso se pasó unos minutos intentando orientar al capitán por radio, pero habían llegado procedentes de distintas direcciones y ninguno conocía el barrio; por consiguiente, la discusión no llevaba a ningún lugar. Steele tenía la impresión de jugar a aquel juego infantil donde cada uno debía ponerse ante una pizarra y hacer un dibujo según las instrucciones que le iba dando el profesor, siendo el objetivo del juego ver lo diferentes que salían todos los dibujos. De hecho, Steele no estaba a más de cincuenta metros de Perino, al cual sólo lo separaba de DiTomasso una endeble pared interior de unos veinte centímetros de grosor. Podían haber estado a kilómetros de distancia los unos de los otros.
Por temor a que uno o más de sus hombres se hubiera quedado rezagado en medio de la confusión, Steele estaba desesperado por tener información de dónde habían ido a parar todos ellos. Les había perdido la pista al sargento Eversmann y a la Tiza Cuatro. Lo último que sabía era que les había ordenado dirigirse caminando al lugar del helicóptero siniestrado. No sabía que les había recogido el convoy de tierra y que luego las habían pasado moradas antes de regresar a la base, donde se hallaban en aquellos momentos. Perino y DiTomasso le habían dado una relación de quién estaba con ellos y Perino había visto que Rodríguez y Boren eran introducidos en el centro donde se hallaban congregados los heridos al otro lado de la calle Marehan. Pero ¿qué había sido de Stebbins y de Heard? Steele no contaba con una conexión radiofónica directa con el capitán Miller, por lo cual retransmitía sus peticiones de información al helicóptero C2, que a su vez las comunicaba a Miller.
—Kilo Seis Cuatro [Miller], aquí Romeo Seis Cuatro [Harrell]. Él [Steele] está solicitando situación del ranger Stebbins y del ranger Heard. Cree que están con vosotros. ¿Puedes confirmarlo? Cambio.
El helicóptero C2 informó debidamente a Steele:
—Roger, Julieta, la respuesta es afirmativa. Tienen a esos dos rangers con ellos, cambio.
Era una buena noticia. Pero nadie parecía saber el paradero de la Tiza de Eversmann. Steele empezaba a considerar el siguiente paso cuando Perino volvió a retransmitir sobre Smith. El capitán sabía que era inútil seguir pidiendo que mandaran otro helicóptero, pero también que no era él quien estaba cubierto con la sangre de Smith, viendo cómo la vida del joven se desvanecía.
—Voy a pedirlo, pero va a ser muy difícil que pueda aterrizar un helicóptero —dijo Steele.
—Delante tenemos un cruce muy amplio —dijo Perino—. Ahí puede posarse uno perfectamente.
Steele se comunicó con la emisora de mando.
—Romeo Seis Cuatro, aquí Julieta Seis Cuatro. Necesitamos transporte para evacuación AHORA. Tenemos un herido en estado muy grave que no va a poder resistirlo.
Al cabo de unos minutos recibió la contestación.
—Roger, comprendido. Vamos a insistir para que la QRF llegue allí tan pronto como sea posible. Dudo que podamos enviar un Hawks para que todo el mundo pueda ser evacuado, cambio.
* * *
El enfermero Kurt Schmid había retransmitido una petición de sangre después de haber visto el grupo sanguíneo de Smith en la placa de identificación. Cuando se hubo marchado el Black Hawk con el nuevo abastecimiento, se acercó al jefe del equipo Delta, Paul Howe.
—¿Han mandado sangre?
—No —le contestó Howe.
Schmid se imaginó que debían de andar cortos de plasma después de tratar a todas las víctimas del convoy perdido. Había oído por la radio que en la base los médicos extraían sangre a donantes para poder atender las demandas.
Aunque pensaba que carecía de sentido, siguió atendiendo a Smith. Contaba con Perino y otros del patio se turnaban para hacer presión sobre la parte baja del abdomen y mantener la arteria femoral apretada. Al final el enfermero había cedido y le daba morfina a través del goteo intravenoso. El cabo se había calmado un poco. Aún estaba consciente, aunque pálido y distante. Había empezado a hacer las paces con la muerte. Perino creía que, aunque Smith estaba ahora tranquilo y débil, seguía alerta y tenía miedo. Hablaba de su familia. Su padre había sido ranger en Vietnam, y había perdido una pierna en combate. Su hermano pequeño, Mike, tenía previsto alistarse e ingresar en la academia Ranger. El gemelo de Mike, Matt, también quería alistarse. Jamie se había educado queriendo ser sólo eso de mayor.
Había jugado al fútbol americano y al lacróse en el instituto adonde asistió en el norte de Nueva Jersey y aprovechó lo suficiente las clases para graduarse, lo cual ya fue bastante para él. Ni los libros ni el colegio le habían interesado; sabía lo que quería ser. Nada pudo disuadirlo. Ni siquiera el miedo que su padre, también llamado James, intentó inculcarle explicándole con pelos y señales los horrores que había visto y vivido en Vietnam. Tres años atrás, cuando Smith estaba todavía en la instrucción básica, le había escrito a su padre: «Hoy, cuando volvíamos de comer he visto a dos rangers que caminaban por la zona de la compañía. El sueño de ser uno de esos tipos con uniformes desteñidos de campaña y gorra negra es lo que me ayuda a seguir adelante».
Smith pedía al enfermero que se despidiera en su nombre de sus padres y del resto de la familia, y que les dijera que pensaba en ellos mientras moría y que los quería. Rezaron juntos.
—Aguanta —le decía Schmid al cabo agonizante—. Estamos intentando sacarte de aquí. Hago todo lo que puedo.
De vez en cuando se alejaba del enfermo y le decía a Perino:
—Necesitamos ayuda. Se está muriendo.
Pero ¿cómo comunicar la urgencia con todo lo que pasaba? El abastecimiento había proporcionado más suero y Schmid lo suministraba al enfermo, pero el muchacho había perdido demasiada sangre. Necesitaba un médico y un hospital. Aunque tampoco estaba claro que eso pudiera salvarlo. Apenas le quedaba un soplo de vida.
Cuando salió la luna, Steele se censuró por haber permitido que sus hombres no llevaran consigo los aparatos de visión nocturna. Él, el inflexible tirano que era como un robot que seguía al pie de la letra los reglamentos Ranger, había descuidado aquella vez el procedimiento habitual por lo que parecían razones de peso; y en aquellos momentos luchaban por sus vidas, era de noche, y carecían de la ventaja tecnológica más significativa que tenían sobre el adversario. Como nunca, tenía allí la ilustración perfecta de por qué no se debía jamás dejar de lado el reglamento.
Sin embargo, en la base, parecía tan obvio que el sargento Goodale había ridiculizado al soldado Jeff Young por haberse siquiera atrevido a preguntar por ellos mientras se pertrechaban para marcharse.
—Young, piensa un poco. ¿Qué hora es?
—Casi las tres de la tarde.
—¿Cuánto han durado nuestras misiones?
—Unas dos horas.
—¿Es aún de día a las cinco?
—Sí, señor.
—Entonces, ¿por qué quieres llevarte los aparatos de visión nocturna?
Steele se sentía mortificado por su estupidez. En una hora o dos estaría oscuro como boca de lobo. Echó una rápida ojeada al patio para ver si alguien, tal vez por casualidad, llevaba los aparatos de visión nocturna. Nadie. Fuera de la puerta metálica medio entornada estaba oscuro como en una caverna. Desde donde se hallaba, en la segunda habitación situada en el extremo norte del patio (que parecía ser la cocina), Steele veía que la luz de la luna reflejaba el azul de los cañones, asomados fuera de las puertas, de las armas de sus hombres. Los fue llamando uno a uno para asegurarse de que ninguno se había quedado dormido.
Miller no sabía muy bien lo que ocurría manzana abajo. Después de transmitir su idea de que Steele y sus hombres se desplazaran hacia la parte superior de la pendiente, Steele había declinado el ofrecimiento de hablar con Miller por medio del auricular de uno de los chicos D. Desde la posición del mando Delta, no llegaba ninguna información sobre lo que pasaba con Steele. Había cierta preocupación de que el capitán estuviera herido, pues el mando Ranger había comunicado que el «elemento de mando» había sido alcanzado y nadie sabía si se refería a él (Steele había hablado de Lechner). Miller había retransmitido la petición de que Steele desplazara a parte de sus hombres, si no hasta el otro lado del cruce, hasta el edificio situado en la esquina de su manzana, donde podrían ayudar a cubrir el cruce sur. El responsable de los Ranger había oído la forma en que lo apremiaban desde el helicóptero de mando, argumentando que para los Little Birds sería más fácil realizar sus pases para disparar si las fuerzas estaban en un perímetro más reducido. La idea de abandonar la relativa seguridad de su patio fortificado para volver a la calle no resultaba en absoluto atractiva; sin embargo, cuando el helicóptero C2 lo solicitó a su vez, Steele aceptó.
Comunicó con Perino por radio y le pidió que arrojase una bengala azul desde el patio donde se hallaba hasta la calle.
—Roger, ya está fuera —anunció el teniente.
Steele se asomó brevemente a la calle. Le sorprendió lo cerca que estaba la luz, sólo a una corta carrera calle arriba.
Volvió a comunicar con Harrell por radio.
—Vale. Hoo-ah.
Acto seguido se dirigió al sargento Watson para decirle que se preparase para el desplazamiento. Waston estaba aturdido.
—¡Uy, señor, no, no! —exclamó con voz débil—. Ni hablar.
Watson le explicó que consideraba que la idea era una locura. Apenas pusieran un pie en la calle, podían esperarse una lluvia de balas y de granadas. Tenían cinco hombres heridos, y a dos de ellos (Lechner y Goodale) había que llevarlos. Además, también debían acarrear el cuerpo de Fillmore. Si querían moverse deprisa, significaba cuatro hombres para cada litera, lo cual supondría un blanco importante para los artilleros somalíes. ¿Qué tenía de malo la posición que tenían? El fuego se había hecho menos violento e iba a resultar dificilísimo asaltar aquel patio. Si se quedaban donde estaban, contaban con un perímetro mayor. ¿Por qué moverse?
Los rangers escuchaban nerviosos la discusión. Como un solo hombre, tomaron partido por Watson. El soldado Floyd pensaba que Steele estaba loco de sugerir siquiera moverse. A Goodale no le gustaba en absoluto la idea de dar semejante paseo subido en una litera. Moverse resultaba innecesario y peligroso. Suponía ir a por más problemas cuando ya tenían un montón de ellos. Steele respiró profundamente y reconsideró el proyecto.
—Creo que tenéis razón —le dijo a Watson.
Discutió el asunto con los chicos D y luego llamó a Harrell por radio.
—Por ahora no vamos a poder movernos, no podemos con tantos heridos.
Fue una noticia frustrante para el capitán Miller. Nadie había dispuesto con claridad quién estaba al mando en tierra. Si una parte de los hombres de Steele se desplazaban aunque fuera sólo hasta el extremo de su manzana, conseguirían una mejor cobertura sobre la calle que los separaba. Harrell se negó a ordenarle a Steele que llevase a cabo el desplazamiento.
—Si permanecéis separados no podré daros apoyo —le dijo Harrell a Steele—. Tú eres el jefe en tierra y tú tienes que decidir.
Steele había tomado su decisión, no había más que hablar. Cuando uno de los operadores volvió a ofrecerle sus auriculares para que pudiera hablar con Miller, los apartó mediante un gesto de la mano. Por consiguiente, en la práctica había dos fuerzas separadas inmovilizadas, y sus respectivos comandantes no se hablaban entre ellos.
Aunque Steele había decidido no moverse, Miller acabó desplazando a sus propios hombres. Steele se enfadó cuando los chicos D se disponían a marcharse. Si partían, iban a reducir en más de la mitad el número de hombres disponibles en aquella posición. Consideraba que carecía de sentido y observó la partida de Miller con una expresión de ¡anda y jódete! dirigida a él y a sus hombres. Pero no hizo nada para detenerlos.
Los operadores se pusieron en fila en el patio. Cuando el primer grupo formado por cuatro hombres se precipitó a la oscuridad, todo el barrio entró en erupción. Sonó como si la ciudad de Mogadiscio hubiera reaccionado de golpe para ver lo que ocurría. Al cabo de unos segundos, los cuatro chicos D irrumpieron de nuevo en el patio como rayos después de tropezar en el mismísimo borde metálico que había en el umbral y donde también se había dado Steele durante la tarde. Fueron a parar todos en tropel al suelo y los cañones de sus armas se enredaron unos con otros conforme se desenmarañaban.
Steele se sintió aliviado de que nadie hubiera resultado herido, y los observó reagruparse con moderada satisfacción.
—Eh, capitán, tenemos que sacar a Smith de aquí. Está empeorando —volvió a pedir Perino por radio.
—Roger —dijo Steele.
Sabía que estaba desahuciado, pero consideraba que le debía a Smith cuanto menos intentarlo. Volvió a conectar con la emisora de los mandos. Hizo un llamamiento a Harrell.
—Romeo Seis Cuatro, aquí Julieta Seis Cuatro. Nuestro chico se está consumiendo deprisa. Hay un cruce amplio y adecuado como zona de aterrizaje aquí afuera.
—¿Puedes señalarla, Julieta? ¿Es bastante grande para que se pose un Hawks?
Steele contestó que así era y que podía señalarla. Esperó la decisión unos instantes. Notó la frustración en la voz de Harrell cuando éste regresó.
—Hemos mandado un Hawks allí para el abastecimiento y lo han acribillado tanto que el aparato está inservible. Creo que si mandamos otro MH [MH-60, un Black Hawk] sólo vamos a conseguir tener otro helicóptero abatido, cambio.
—Aquí Julieta Seis Cuatro. Roger. ¿Cuál es el tiempo aproximado de llegada de los vehículos blindados?
No hubo respuesta por espacio de unos minutos. Steele volvió a llamar, consciente de que estaba presionando mucho.
—Romeo, aquí Julieta.
—Adelante, Julieta.
—Roger. ¿Tenéis un tiempo aproximado de llegada para mí?
—Estoy trabajando en ello, mantente a la espera —replicó Harrell, en cuya voz se notaba la irritación.
Steele oyó entonces que este último intercedía por él en el Centro de Operaciones.
—Tenemos dos heridos graves [Carlos Rodríguez estaba también en estado crítico] que se van a morir si no los sacamos de allí. No creo que sea bastante prudente enviar un helicóptero. ¿Pueden conseguir un tiempo aproximado de llegada para la fuerza terrestre de reacción? Cambio.
Luego, unos minutos más tarde:
—Si la QRF no llega pronto, tendremos unos muertos en acción en lugar de unos heridos en acción. ¡Que ese general de brigada [Greg Gile, el comandante de la 10.a División de Montaña] haga mover el culo a su gente!
Desde el punto de vista de la comandancia, aparte de la situación lamentable de Smith y de Rodríguez, no tenía mucho sentido volver precipitadamente a meterse en la boca del lobo. Debido a las barricadas y a las emboscadas que habían hecho regresar a los convoyes previos, los comandantes consideraban que el siguiente tampoco iba a contar con mayores posibilidades. Tenían previsto volver pero con una tropa importante, con cientos de hombres conducidos por tanques paquistaníes y camiones blindados malasios. Pero llevaría tiempo reunir y organizar esta fuerza. Dijeron a Harrell que tardarían como mínimo una hora (de hecho precisaron tres) para ponerse en marcha. Harrell informó a su vez:
—No podrán estar allí hasta dentro de una hora. Creo que tardarán algo más de una hora.
Steele le dijo que una hora era demasiado tiempo. El comandante de las Fuerzas Aéreas explicó:
—Roger. Me gustaría mandar un helicóptero pero me temo que si lo hago lo único que vamos a conseguir es perder otro aparato, cambio.
Nadie quería dar por desahuciados a los dos jóvenes soldados. En el Centro de Operaciones, los generales volvían a considerar la idea de que aterrizase un helicóptero para evacuar a Smith y a Rodríguez. Los pilotos estaban dispuestos a intentarlo. Preguntaron de nuevo a Miller y a Steele si podían asegurar que había una zona de aterrizaje para que el Black Hawk pudiera posarse y volver luego a despegar. Perino salió y lo consultó con el sargento Howe, quien le dijo que un helicóptero podía aterrizar, pero estaba seguro de que no iba a conseguir salir de allí.
Se consultó al puesto de mando Delta del capitán Miller. Éste contestó:
—Podemos tratar de asegurar un lugar, pero hay RPG por todas partes. Va a ser muy difícil que un helicóptero pueda llegar y luego marcharse. Me temo que sólo vamos a conseguir perder otro aparato.
De mala gana, Harrell transmitió el veredicto.
—Vamos a tener que aguantar como podamos con los heridos y confiar en que la fuerza terrestre de reacción llegue a tiempo.
Steele comunicó la mala noticia a Perino.
—Es demasiado arriesgado —le dijo.
Al cabo de poco rato, Smith empezó a hiperventilar y luego se le paró el corazón. El enfermero Schmid utilizó todos los recursos de emergencia a su alcance. Intentó la reanimación cardiopulmonar en varias rotaciones, compresiones y ventilaciones, luego inyectó drogas en el corazón del ranger. No sirvió de nada. Había muerto.
Harrell seguía insistiendo para que acudiese la fuerza terrestre de rescate.
—Tenemos a unos muchachos que van a morir si no los sacamos de aquí, y no es posible que venga un helicóptero, cambio.
Eran alrededor de las ocho cuando Steele recibió otra llamada por radio de Perino.
—No se preocupe más por el transporte, señor. Es demasiado tarde.
Steele transmitió la noticia a la emisora de mando.
—Uno de los heridos graves se ha convertido en muerto en acción.
* * *
La muerte de Smith afectó en gran manera al enfermero Schmid. El cabo había pasado de ser un ranger alerta y fuerte que se quejaba de estar herido a ser un hombre muerto en las manos del enfermero.
Como era el enfermero jefe en aquella posición, tenía otros hombres a quienes atender y no le quedó tiempo para obsesionarse, pero la prolongada agonía de Smith y su posterior muerte lo iban a atormentar durante años. Manchado todavía con la sangre de Smith, se hizo cargo de los demás. Se sentía agotado, frustrado y deshecho. ¿Había sido culpa suya? ¿Habría debido buscar a alguien e intentar una transfusión directa al principio, cuando esperaba que el rescate iba a ser inminente? Examinó cada paso realizado en el tratamiento de la herida de Smith, se interrogó por segunda vez, se culpó por todas y cada una de las decisiones que habían resultado erróneas y que habían hecho perder un tiempo precioso.
Al final, consiguió tranquilizarse. Schmid creía que si hubiese podido enviar a Smith a la base, se habría salvado. No estaba convencido de ello, pero estaba bien pensarlo así.
También Steele se sintió perturbado por la noticia de la muerte de Smith. Todavía no sabía nada de Pilla, tampoco de sus hombres que se habían marchado con el convoy perdido y habían muerto, Cavaco, Kowalewski y Joyce. Había visto a Fillmore morir de un balazo, pero Smith era uno de los suyos. Era la primera vez que perdía a un hombre. Steele consideraba a sus hombres como suyos, no del ejército o del regimiento. Suyos. Era su responsabilidad instruirlos, dirigirlos y mantenerlos con vida. Y ahora iba a tener que enviar a uno de ellos a casa, el adorado joven hijo de alguien, en un ataúd envuelto en una bandera. Se acercó al sargento Watson caminando despacio y se lo contó en voz baja. Decidieron que no iban a decírselo a los otros chicos todavía.
* * *
Goodale se mostraba muy optimista para ser alguien con un segundo agujero en el trasero. Se daba importancia con la cantimplora atravesada por una bala. No le dolía el muslo agujereado por un proyectil que le había dejado una herida muy fea en la nalga derecha. No resultaba muy elegante. Floyd, tras llegar jadeando después de que todos los hombres se hubieran refugiado en el patio procedentes de la calle, le echó una ojeada al Curlex que el enfermero había introducido en la herida de Goodale y dijo:
—Te gusta tener el culo en alto, ¿eh, Goodale?
En la misma habitación trasera estaba Errico, un ametrallador que se había herido en los dos brazos cuando manipulaba su arma, y Neathery, a quien habían herido en el brazo cuando reemplazó a Errico. Neathery estaba desesperado. La bala le había destrozado el bíceps y el tríceps y no podía mover el brazo.
Uno de los heridos, al borde de la histeria, gritaba:
—¡Vamos a morir aquí! —no dejaba de repetir—. ¡No volveremos a casa!
—¡Cállate, joder! —le dijo el sargento Randy Ramaglia, y el hombre guardó silencio.
En peor estado estaba Lechner, a quien le estaban suministrando morfina con suero. Cuando el sargento Ramaglia entró por primera vez en la oscura habitación posterior, se metió en lo que parecía ser un charco caliente. Luego cayó en la cuenta de que se trataba de la sangre de Lechner. El cuarto olía a sangre, un hedor fuerte a almizcle unido a un ligero matiz metálico, como cobre, un olor que ninguno de ellos olvidaría nunca.
En un momento dado, volvió Watson en busca de más munición. Estaban casi a la mitad del suministro que habían guardado dentro.
—Si quieres tengo algunas granadas detonadoras —propuso Goodale.
—No, Goodale, no quiero granadas detonadoras —dijo con una ligera ironía—. Ahora ya no queremos asustarlos. Ahora vamos a matarlos.
Al igual que los demás, Goodale se sentía frustrado ante la tardanza del convoy de rescate. Le había pedido a Steele un tiempo estimado de llegada, el capitán le dijo que se lo iba a decir pero el tiempo pasaba y Goodale volvió a preguntar. Steele le dio un nuevo plazo, luego también éste fue sobrepasado.
—¡Atwater! —le gritó al radiotelegrafista de Steele—. Escucha, le he prometido a mi novia que iba a llamarla esta noche y si no lo hago me voy a ganar una buena bronca, así que haz lo posible para que salgamos de aquí.
Atwater se limitó a dedicarle una triste sonrisa.
—¡Eh, cabronazos, será mejor que os agachéis y os estéis callados! —exclamó uno de los chicos D—. Como entre una RPG por aquella ventana posterior estáis todos jodidos.
Corrió la voz sobre la muerte de Smith.
—¿El cábo Smith? ¿Qué le ha pasado a Smith? —preguntó Goodale.
—Ha muerto.
La noticia dejó a Goodale anonadado. Él y Smith eran amigos íntimos. Los dos se creían más listos que los demás, unos sabelotodos, siempre dispuestos a la pulla, pero Smith era el mejor.
Siempre hacía reír a los chicos. Antes de que los llamaran a filas para aquel despliegue, Smith le había confiado a Goodale que había conocido a una chica y que quería casarse con ella. Hablaban mucho de la compra del anillo, algo que Goodale soportaba por Kira. La decisión de Smith de declararse los acercaba más. Les elevaba a un nivel de masculinidad más serio de lo que les rodeaba, unos jóvenes gallitos fanfarrones. Pasaban mucho tiempo juntos en los barracones jugando al risk o matando el tiempo. «¿Smitty estaba muerto?»
* * *
El soldado George Siegler vigilaba a los somalíes que encontraron en la casa. Los llevaron a todos al rincón más alejado del cuarto, un dormitorio. Había una cama y una mesilla de noche. El soldado con cara de niño, pues no parecía tener más de quince años, apuntaba su M-16 a dos mujeres, un hombre y cuatro niños. Los adultos estaban arrodillados. La más joven, una mujer en estado muy avanzado de embarazo, lloraba. Los demás estaban esposados, pero no así esta última porque no podía sostener a su bebé con las manos atadas. No dejaba de indicar mediante gestos que tenía sed, y Siegler le dejó su cantimplora. Al principio lloraban todos los niños. Los mayores parecían tener entre seis y diez años. Uno era una criatura. Al cabo de un rato dejaron de llorar. Lo mismo hizo la mujer embarazada después de beber. No podían comunicarse, pero Siegler confiaba en que entendiera que no pretendía hacerles daño.
A medida que transcurría la noche, la situación se fue tranquilizando. Mientras no dejasen entrever ninguna luz, no les disparaban en el patio. Antes, las balas entraban por la puerta abierta e iban a estrellarse en la celosía del porche, pero los tiros habían cesado. Al cabo de unas horas, el especialista Kurth liberó a Siegler de la vigilancia de los prisioneros. Bañado en sudor y sediento, se instaló en una silla. Por la tarde, cuando habían salido para la misión, Kurth tuvo ganas de orinar pero no lo hizo pensando que estarían de vuelta al cabo de una hora más o menos. Acabó tumbándose de lado en la calle detrás de una choza de hojalata y orinó mientras los proyectiles llovían a su alrededor y él pensaba que se la estaba jugando.
Toda aquella experiencia aterradora le afectaba de una forma que no acababa de entender. Cuando estaba en la calle, agazapado detrás de una piedra que en ningún caso tenía el tamaño suficiente para proporcionarle cobijo, pensó en muchas cosas. Lo primero, en largarse del Ejército. Luego, conforme las balas pasaban por encima de su cabeza y levantaban nubes de polvo a su alrededor, lo reconsideró. Se dijo que no podía abandonar el Ejército, que dónde iba a tener que hacer algo como aquello. Y allí mismo, en aquel mismo momento, decidió volver a alistarse otros cuatro años.
A medida que avanzaba la noche, de hora en hora, todo se volvía más tranquilo. Seguían recibiendo informes de situación del hombre de las Fuerzas Aéreas que estaba calle arriba y controlaba las distintas emisoras radiofónicas. El convoy llegaría en media hora. Luego, al cabo de cuarenta y cinco minutos, «el convoy tardará una hora». Cuando por fin éste se puso en movimiento, se oyó a lo lejos un intenso tiroteo. Kurth tenía la boca seca. Todos estaban sedientos. Notaban en las bocas el gusto a polvo y pólvora y las lenguas estaban pegajosas e hinchadas. Nada en el mundo les hubiera sabido mejor que una botella de agua fría. De vez en cuando, llegaba un Little Bird volando bajo y en medio de un gran fragor, y se producía un estallido de disparos y explosiones sonoras, y el metal procedente del helicóptero rebotaba en el tejado de hojalata y llovía en el patio. Luego volvía a reinar tanto silencio que Kurth oía su propia respiración y los latidos continuos y acelerados de su corazón.