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Una hora antes, al otro lado de la ciudad, en el aeródromo de los Rangers, habían llegado los camiones procedentes del convoy perdido cargados con los heridos y los muertos. Era el tipo de catástrofe para la cual el mayor Rob Marsh se había preparado desde hacía mucho tiempo, siempre con la esperanza de que él nunca lo vería. Se alistó en el Ejército en 1976 como enfermero de los Boinas Verdes, y luego ingresó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Virginia. Su padre, John Marsh, era por aquel entonces ministro de las Fuerzas Armadas. Marsh era cirujano de las Fuerzas Aéreas en Texas cuando conoció al general Garrison. Los dos hicieron buenas migas desde el principio. Unos años más tarde, siendo ya comandante de la Fuerza Delta, Garrison le propuso a Marsh el puesto de cirujano de la unidad (sin duda consciente de la conexión familiar). Ante el temor de que la oferta tuviera más que ver con su padre que con su destreza como cirujano, Marsh rechazó la oferta. Pero cuando volvió a proponérselo un año más tarde, aceptó. Desde entonces, ocho años atrás, no había dejado de ser el médico de la unidad.

Una de las innovaciones que más orgullo podía producirle eran cuatro cajas médicas grandes, de hecho unos baúles de un metro veinte por sesenta centímetros, que contenían bolsas de suero gota a gota, gasas, vendas, vaselina, agujas, sondas… todo lo necesario para el tratamiento inicial de las heridas. En lugar de llenar los baúles con todo el equipo de forma indiscriminada, Marsh y sus hombres habían organizado quince bolsas Ziploc separadas en cada uno, cinco paquetes para los heridos graves y diez para las heridas menores. La idea era calibrar la gravedad de una herida y luego seleccionar el paquete adecuado. Marsh había visto hacer esto al ejército británico durante la guerra de las islas Malvinas. Hacía años que los Delta llevaban siempre consigo los baúles, no siempre de buena gana. Los oficiales se quejaban del espacio que ocupaban en las plataformas de carga, y en más de una ocasión habían intentado deshacerse de ellos. Por lo que Marsh había visto, eran siempre los oficiales con experiencia bélica real como Garrison quienes salían en defensa de salvar sus baúles. Y aquel día, por primera vez, los necesitaban.

Marsh había estado rondando por el Centro de Operaciones toda la tarde desde que la misión empezara a hacer aguas. Al principio, Garrison había permanecido apartado, sin dejar de mascar su puro apagado y escuchando y observando con tranquilidad. No era propio de él estar interfiriendo continuamente. Algunos de los altos mandos insistían en mangonearlo todo, pero a Garrison eso no le gustaba. Cuando se inició aquel despliegue, el general pronunció un breve discurso durante el cual explicó que, por primera vez en su carrera, estaba al mando de unos hombres a quienes, en su opinión, no necesitaba dirigir. Sabían cómo mandarse a sí mismos. Garrison les dijo que su trabajo consistía sólo en proporcionarles todo lo que necesitaran y permanecer fuera de su camino. Sin embargo, cuando la situación empeoró, el general se desplazó a la parte delantera de la sala.

Marsh tuvo que abandonar el Centro de Operaciones para atender al soldado Blackburn, quien no se había roto el cuello al caer del Black Hawk como temía el enfermero. El joven ranger había sufrido un traumatismo en el cráneo y el cuello, y tenía algunos huesos rotos. Marsh lo estaba atendiendo cuando le llegó la noticia de que se había estrellado un Black Hawk en la ciudad. Regresó al Centro de Operaciones para enterarse mejor y se encontró allí con un buen revuelo. Los comandantes parecían estar pegados a las pantallas de televisión. Garrison se había involucrado por completo. Estaba claro que la situación se había descontrolado.

Avisaron al hospital militar de campaña situado en la embajada de Estados Unidos a fin de que se preparase para recibir heridos. Discutieron la posibilidad de enviar a los hombres allí, pero al final se decidió llevar a cabo una primera cura en la tienda de campaña de Marsh. Estaba preparado. Contaba con dos cirujanos, un enfermero anestesista y dos médicos ayudantes. Los enfermeros de las instalaciones quirúrgicas móviles pertenecientes a la Fuerza Aérea y situadas en un anexo, se prestaron voluntarios para ayudar. Se instaló un área de selección fuera de la tienda. Los casos más urgentes pasaban dentro. Los que podían aguardar se colocaban detrás, en una zona de espera. A los que estaban en estado crítico, próximos a la muerte y más allá de toda ayuda, se les llevaba a un lugar apartado cerca de la ambulancia, alejados de los otros heridos. Marsh decidió que la ambulancia de su unidad sería para los muertos. Allí hacía fresco y los cuerpos estarían a la sombra y fuera de la vista. El cuerpo de Pilla ya estaba allí.

Cuando el convoy se detuvo aquello parecía una escena sacada de un horripilante cuadro medieval. La parte posterior de uno de los camiones de cinco toneladas se abrió a una masa de hombres que sangraban, gritaban y gemían. Griz Martin estaba sentado a un lado y, aparte de tener las piernas destrozadas, se sujetaba las entrañas con las manos, consciente pero aturdido. En muchos de los casos ni siquiera había tiempo de aplicarles un simple vendaje a los heridos. Marsh sólo disponía de unos segundos para emitir su juicio mientras los camilleros sacaban a los heridos. El soldado Adalberto Rodríguez, que había volado por los aires y a quien luego habían atropellado, fue llevado al interior de la tienda. A un sargento Delta, con la pantorrilla izquierda arrancada de un proyectil, lo trasladaron detrás para esperar. El sargento Ruiz entró en la tienda de campaña con una herida en el pecho que le supuraba. Algunos heridos rangers parecían idos. Daban vueltas por la zona de espera renqueando. Marsh observó que todos llevaban sus armas. Pidió al capellán que empezase a reunir a los muchachos y hablase con ellos.

El enfermero Delta, sargento primero Don Hutchinson, planteó a Marsh el estado de Griz. Hutch y Griz estaban muy unidos.

—Está muy malherido, doctor.

Otros chicos D se habían acercado para estar con Griz, quien se hallaba semiinconsciente a causa de la herida que, a juicio de Marsh, era mortal. Se había quedado sin la zona central de cuerpo y, cuando Marsh trató de darle la vuelta, vio que toda la parte posterior de su pelvis había desaparecido. Griz estaba en un nivel tres, yendo a cuatro, en estado de conmoción. El color había desaparecido de su rostro. Era evidente que había perdido gran cantidad de sangre. Resultaba asombroso que todavía estuviera vivo, y mucho más semiinconsciente, pero cuando Marsh le tomó la mano, Griz se la estrechó más fuerte de lo que nunca le habían apretado. Habría debido calificarlo «crítico» o de muerte segura, y mandarlo junto a la ambulancia, pero como todos aquellos muchachos de la unidad se habían reunido allí y le presionaban, le urgían a que hiciera algo, Marsh se vio obligado a actuar. Estaba seguro de que era inútil, pero de todas formas Griz tenía suerte de contar con todo aquel apoyo.

Marsh envió a la tienda de campaña al soldado Kowaleski, el conductor ranger a quien la RPG que no había estallado le había penetrado en el pecho. Aunque resultara extraño aún daba señales de vida. Dentro, el capitán Bruce Adams, general cirujano, examinó el cuerpo destrozado del soldado y se estremeció ante el panorama que encontró. Kowaleski había perdido el brazo izquierdo (uno de los enfermeros de las Fuerzas Aéreas lo encontró, para su horror, en el bolsillo de los pantalones donde lo había colocado el especialista Hand). Mientras un enfermero le retiraba la ropa, Adams trató de restablecerle la respiración. Encontraron la herida por donde había entrado la RPG a un lado del pecho y, cuando levantó un trozo de piel bajo el brazo derecho, Adams vio el afilado extremo anterior de la granada.

Marsh se acercó para un segundo y rápido diagnóstico y dijo a Adams:

—Este chico está en estado crítico. No pierdas más tiempo con él.

El sargento primero Randy Rymes, experto en municiones, había sido asignado para llevar a los agonizantes a la parte de atrás. Fue él quien advirtió que Kowalewski tenía una bomba activa metida en el pecho. El detonador estaba en la punta, justo bajo el brazo derecho. En lugar de llevarlo junto a la ambulancia, Rymes y otro soldado construyeron un búnker con sacos de arena y colocaron el cuerpo del moribundo dentro. A continuación, Rymes se tumbó boca abajo junto al búnker y alargó la mano para retirar delicadamente la punta de la granada de bajo la piel del hombre.

Mientras tanto, los comandantes del Centro de Operaciones observaban horrorizados a los triunfantes somalíes que invadían el lugar donde estaba el segundo helicóptero siniestrado, el de Durant, y recibían llamadas histéricas para que enviaran un helicóptero para evacuar a Smith y a Carlos Rodríguez del sitio donde se había estrellado la primera aeronave. Tenían a noventa y nueve hombres atrapados en la ciudad y ninguna fuerza de rescate en camino. Sabían que sería temerario mandar otro Black Hawk a la zona para evacuar a los dos rangers heridos de gravedad. La intensidad del fuego era mucho mayor allí que en cualquier otro lugar de Mogadiscio, y los somalíes ya habían derribado cuatro Black Hawks. Garrison contaba con pilotos dispuestos a intentarlo, pero carecía de sentido que mataran a más hombres por salvar a dos.

Hasta aquel día, había resultado fácil creer que Aidid, el señor somalí de la guerra, careciera de un amplio respaldo. Pero aquella lucha se había convertido en algo semejante a un levantamiento popular. Parecía que toda la ciudad quería ayudar a matar a los estadounidenses. Quemaban barricadas en todas partes. Era obvio que Aidid y su clan habían estado esperando el momento oportuno, aquél. En el segundo helicóptero siniestrado, visto desde arriba, no había señales de Shughart, Gordon, Durant o la tripulación del Súper Seis Dos, sólo un gentío muy activo de excitados somalíes que acudían en tropel hacia el helicóptero. Hubo un rayo de esperanza cuando los helicópteros de observación detectaron los faros localizadores que Durant y su copiloto Ray Frank portaban en sus trajes de vuelo, pero aquello duró poco pues no tardaron en darse cuenta de que los astutos milicianos de Aidid habían arrancado los faros a los pilotos y corrían por toda la ciudad con ellos para despistar a los helicópteros.

En cuanto a los hombres de las inmediaciones del primer aparato siniestrado, no parecían tener problemas. Aquellos noventa y nueve hombres eran algunos de los soldados más duros del mundo. Su preparación era soberbia, iban bien armados y podían ser muy feroces. Se habían apoderado de aquel barrio y nadie se lo iba a quitar, mucho menos un ejército no armado de Mogadiscio.

A menos que se quedaran sin municiones, o que sucumbieran a la deshidratación. El helicóptero C2 empezó a llamar para pedir ayuda poco antes del anochecer.

—Necesitamos nuevas existencias… bolsas intravenosas, y agua… Por supuesto necesitamos que lleguen lo más deprisa que puedan. Nuestros chicos en tierra se están quedando sin municiones.

—Romeo Seis Cuatro [Harrell], aquí Adam Seis Cuatro [Garrison]. ¿Quiere que pongamos existencias en un helicóptero?

—Si pueden. Metan suministros en un helicóptero. Intenten que vaya al aparato siniestrado del norte. Se están quedando sin municiones, frascos de suero y agua, cambio.

Pocos rangers se habían molestado en llevar consigo las cantimploras. Hacía varias horas que corrían y luchaban en medio de un calor sofocante. Si iban a tener que aguantar toda la noche necesitarían algo más que buena disposición y profesionalidad. Por consiguiente, incluso a riesgo de empeorar la situación, Garrison ordenó la intervención de un Black Hawk. Podían arrojar agua, municiones y material médico, y, a ser posible, posarse y recoger a los dos rangers en estado crítico. En el Centro de Operaciones, la mayoría de oficiales creía que el helicóptero iba a ser derribado apenas despegase. O cabía también la posibilidad de un aterrizaje forzoso en plena calle Marehan. En cualquier caso, los hombres en tierra conseguirían la munición y el agua.

El Black Hawk Súper Seis pilotado por los suboficiales jefes Stan Wood y Gary Fuller, descendieron atravesando la oscuridad después de las siete de la tarde y guiado por las luces estroboscópicas infrarrojas colocadas en la amplia calle al sur del lugar del accidente. Mientras descendía el helicóptero, el fuego de ametralladora se recrudeció en los puntos situados alrededor del perímetro ranger, y empezaron a volar las RPG. Los hombres que estaban dentro de patios y casas se extrañaron de lo cerca que se producía el tiroteo de donde se hallaban, en algunos casos al otro lado de los muros. Los remolinos producidos por los rotores del Black Hawk levantaban una violenta tormenta de arena.

Se mantuvo suspendido por espacio de unos treinta segundos, de los cuales, en lo que respectaba al sargento Howe, sobraban veintiocho. Temió que los fuera a aplastar y contuvo el aliento mientras el ensordecedor aparato se cernía sobre la manzana. El sargento primero Delta Alex Szigedi, que había sobrevivido al convoy perdido un rato antes aquella misma tarde, se apiñaba en la parte posterior del helicóptero con otro operador para arrojar por la borda las bolsas con los botiquines que contenían agua, munición y suero. El helicóptero estaba siendo acribillado a balazos. Alcanzaron a Szigedi en el rostro. Las balas agujerearon las paletas del rotor y el motor, que empezó a perder líquido. Una ráfaga atravesó la caja de engranajes. El Súper Seis siguió volando. Cuando se elevó y alejó, los hombres se apresuraron a salir de los edificios para recoger los suministros.

En el Centro de Operaciones, oyeron a Wood que anunciaba, con voz tranquila:

Reabastecimiento completado.

La tropa inmovilizada había recibido suministros para la noche.