Stebbins temblaba de miedo. El hecho de tener a sus compañeros en torno a él le permitía seguir adelante. Se podía estar preparado para las imágenes, los sonidos y los olores de la guerra, pero para su horror, la sangre, los desgarradores gritos de dolor, aquella sensación letal que acechaba en el hombro y lanzaba su aliento en el oído, para esto no había instrucción posible. Las cosas parecían estar en precario equilibrio en un borde, amenazando en cada momento con descontrolarse. ¿Era aquello lo que tanto había deseado? Un veterano sargento de tropa le dijo en una ocasión: «Cuando empieza la guerra, el soldado quiere con todas sus fuerzas estar en ella, pero cuando está allí, quiere con todas sus fuerzas estar en casa».
Junto a Stebbins, una ráfaga de disparos tocó la M-60 de Heard, y la puso fuera de uso de forma permanente. Heard sacó su pistola de 9mm. y disparó. Si miraba con atención hacia el oeste calle abajo al sol poniente, Stebbins veía las camisas blancas de los combatientes somalíes. Se podían contar a docenas. Unos grupos salían corriendo de entre los demás, lanzaban una descarga hacia la parte alta del callejón y, acto seguido, volvían a esconderse. Por encima de su hombro derecho, al otro lado de la calle Marehan y hacia la parte inferior de la callejuela, oía a los chicos del equipo de rescate, le estaban dando martillazos al fuselaje del helicóptero, en un intento continuado de liberar el cuerpo de Wolcott. El cielo se oscurecía y todavía no había señales del convoy terrestre. De hecho, habían visto los vehículos a unas cuantas manzanas al oeste una hora antes. ¿Dónde estaban?
Todo el mundo temía la llegada de la oscuridad. Una clara ventaja que tenían los soldados estadounidenses cuando combatían era la tecnología de visión nocturna con la que contaban, los NOD (aparatos de observación nocturna), pero los habían dejado en la base. Los NOD iban colgados del cuello cuando no se utilizaban y seguramente no pesaban más de cuatrocientos gramos, pero abultaban, eran incómodos y muy frágiles. La decisión de dejarlos para una misión diurna entraba dentro de la lógica. Pero en aquellos momentos se enfrentaban a la noche sedientos, agotados, heridos, con escasez de municiones y sin su mayor ventaja tecnológica. Stebbins, el secretario de la compañía, miraba afuera la gigantesca bola naranja que descendía despacio detrás de los edificios al oeste y se imaginaba una cafetera llena de café recién hecho esperándolo en algún lugar de por allí.
Como los Little Birds se habían ya familiarizado con el suelo y podían realizar pasadas regulares con las metralletas, era mucho lo que hacían para mantener a raya a los somalíes aglomerados en aquella zona. Los pequeños helicópteros bajaban en picado casi hasta el nivel del suelo y volaban entre las casas disparando las metralletas. Era todo un espectáculo. Cuando los cohetes explotaban se oía un ruido de desgarramiento y el suelo se ponía a temblar. Twombly admiraba uno de semejantes pases cuando el sargento Barton le dijo que los pilotos seguían llamando para que colocaran más marcadores en las calles a fin de destacar mejor las posiciones de los estadounidenses.
—Has de coger esto —le explicó Barton mientras sostenía un triángulo fluorescente de plástico—, y lanzarlo allí en medio.
Señaló el centro de la calle.
Twombly no quería ir. Había tanto metal volando por la calle que ya parecía un suicidio aventurarse a ir en busca de cobijo, así que mucho más correr hasta el centro. Le pasó por la cabeza negarse a la orden de Barton, pero rechazó la idea tan pronto como llegó. Si él no lo hacía, otro tendría que hacerlo. No sería justo. Se había alistado para ser un ranger, no podía echarse atrás sólo porque las cosas se ponían feas. Tomó el triángulo naranja con furia, corrió unos pasos y lo lanzó al centro de la calle. Luego fue a agacharse en un lugar protegido.
—¡No funcionará! —le gritó Barton.
Le explicó que los remolinos producidos por los rotores cuando los helicópteros hacían sus pasadas para disparar tumbarían la señal.
—Tienes que asegurar el triángulo, ponerle una piedra encima.
Furioso, y muy asustado, Twombly hundió la cabeza en el pecho y volvió a meterse en la calle.
Nelson recuerda que le emocionó el valor de su amigo. En el momento en que Twombly echó a correr de nuevo el tiroteo era tan intenso en la calle y había tanto polvo en el aire que Nelson no podía verlo. Pensó que no iba a volver a ver a Twombly. Sin embargo, segundos después, el fornido hombre de New Hampshire apareció dando traspiés hacia atrás y sudando profusamente, pero intacto.
De detrás de un muro surgió tambaleándose un anciano que disparaba con furia una AK. Los rangers de las tres esquinas le apuntaban con sus armas. Aquel hombre parecía frágil y tenía una melena de cabello blanco y una barba larga y frondosa con manchas verdes a los dos lados de la boca, sin duda del khat. Era evidente que estaba borracho, colocado o tan flipado que no sabía lo que pasaba. Sus disparos estaban tan lejos de dar en el blanco que los rangers al principio sólo se asombraron, pero luego se echaron a reír. El anciano giró sobre sí mismo de forma precaria y lanzó una ráfaga a la pared, lejos de todo blanco. Twombly acabó con él mediante una ráfaga de su SAW.
A medida que avanzaba el combate veían cosas realmente extrañas. En medio de la lluvia de proyectiles, el soldado David Floyd vio una paloma gris que aterrizaba en medio de la calle Marehan. El ave se puso a rebuscar entre la porquería de forma indolente y luego se pavoneó un par de metros por la calle ajena a toda la furia que se desencadenaba a su alrededor. Y luego se marchó volando. Floyd la vio alejarse con melancolía. Un burro que arrastraba un carro atravesó despacio la intersección cuesta arriba, en medio de uno de los campos de fuego más intensos (cerca de donde habían matado a Fillmore), luego cruzó la calle saliendo ileso; al cabo de unos minutos regresó trotando y no cabía duda de que iba confuso y desorientado. Resultaba cómico. Nadie podía creer que el burro no fuera alcanzado. Ed Yurek observaba la escena con pena, y asombro. «Dios ama a este burro», pensó. Más cerca del helicóptero siniestrado, una mujer corría por el callejón conforme gritaba y señalaba la casa situada en la esquina sureste donde habían sido trasladados muchos heridos. No le alcanzó ni un solo proyectil. No iba armada. Sin embargo, cada vez que se ponía a cubierto, una intensa lluvia de fuego caía sobre el lugar donde ella señalaba. Después de haberlo hecho dos veces, uno de los chicos D apostado detrás del ala del Súper Seis Uno dijo:
—Si esa bruja vuelve, le voy a meter un tiro en el cuerpo.
El capitán Coultrop aprobó la idea mediante un gesto de asentimiento con la cabeza. Ella volvió a repetir la operación, y el chico D le disparó.
La mujer del turbante azul, una somalí muy robusta de brazos y piernas gruesos apareció corriendo por la calle acarreando lo que parecía ser un cesto pesado en los brazos. Llevaba un vestido blanco y azul brillante que se le hinchaba por detrás según corría. Todos los rangers que había en la esquina le dispararon. Todos, Twombly, Nelson, Yurek y Stebbins abrieron fuego. Howe disparó desde un poco más arriba de la cuesta. Al principio ella se tambaleó, pero siguió caminando. Luego, conforme recibía más balazos, se desplomó al suelo y del cesto fueron derramándose RPG. Los disparos cesaron. Como había recibido varios, se quedó tumbada en medio del polvo hecha un ovillo y respirando con dificultad por espacio de un buen rato. La mujer logró ponerse a gatas, agarró una RPG y empezó a arrastrarse. En esta ocasión, la intensa descarga de los rangers la partieron literalmente en dos. Un grueso proyectil 203 le voló una pierna. Se derrumbó por unos momentos en un charco de sangre, luego volvió a ponerse en movimiento. Era estremecedor y, sin embargo, algunos rangers se rieron. Nelson pensaba que aquella mujer ya no parecía siquiera un ser humano, se había transformado en una masa monstruosa y sangrante, digna de una película de terror. Más tarde, antes de que anocheciera del todo, volvió a mirar en aquella dirección. Había un gran charco de sangre en la calle, ropa y el cesto, pero las RPG y lo que quedaba de la mujer había desaparecido.
Cuando el sol se deslizó detrás de los edificios situados al oeste, las sombras cayeron sobre el callejón y tanto a Stebbins como a Heard les resultó más fácil localizar a los sammies que les disparaban desde puertas y ventanas. Sus fogonazos les revelaban claramente sus posiciones. Stebbins trataba de economizar municiones. Heard disparaba ahora con un M-16. Casi sordo, le dio una palmada a Stebbins en el hombro y gritó:
—Steb, sólo quiero decirte, por si no salimos de ésta, que lo estás haciendo estupendamente.
Después la tierra en torno a ellos se puso a temblar. Stebbins oyó unos ensordecedores ¡cabang! ¡cabang! ¡cabang!, el ruido de unos enormes proyectiles que habían roto atravesándola la pared de piedra de la esquina donde se habían puesto a cubierto. Se vio envuelto en humo. La pared que había sido su cobijo durante más de una hora empezó a desmoronarse. Alguien con una ametralladora en la parte inferior de la callejuela les apuntaba, y echaba abajo su posición. Después de la primera descarga ensordecedora, Stebbins salió al callejón y devolvió el fuego a la ventana donde había visto el fogonazo. Fue a agacharse de nuevo detrás de su esquina, apoyó una rodilla en el suelo y siguió disparando al mismo sitio.
¡Cabang! ¡Cabang! ¡Cabang! Otras tres ráfagas ensordecedoras explotaron de nuevo en la esquina y del impacto Stebbins cayó de espaldas y se quedó sentado en el suelo. Fue como si alguien hubiera tirado de él por detrás con una cuerda. No sintió dolor, sólo se le cortó la respiración. Las explosiones o la forma en que había caído al suelo le habían dejado sin aliento. Estaba aturdido y otra vez cubierto por el polvo blanco procedente del mortero pulverizado de la pared. Estaba indignado. «¡Ese hijo de su madre por poco me mata!», pensó.
—¿Estás bien, Stebby? ¿Estás bien? —preguntó Heard.
—Estoy bien, Brian. Puedo seguir.
Furioso y lanzando una retahila de maldiciones, Stebbins se incorporó y salió de nuevo al callejón para seguir disparando a la ventana.
El sargento Howe, el jefe del equipo Delta, observaba estupefacto la escena desde la parte alta de la calle. No podía creer que el ranger careciera del sentido común para encontrar un lugar mejor donde ponerse a cubierto. Nelson tenía la sensación de que a Stebbins le habían introducido un interruptor en el cuerpo. Por segunda vez en una hora, creyó que Stebbins había muerto. Pero el secretario de suaves modales dio un salto hacia arriba. Era un hombre nuevo, un animal salvaje, bailaba y gritaba como un poseso. Nelson, Twombly, Barton y Yurek estaban también disparando en aquellos momentos a la misma ventana, cuando se produjo un gran estruendo y una explosión terrible que hizo que tanto Stebbins como Heard se pusieran a gritar y desaparecieron en medio de una bola de fuego.
«Esto ha sido para Brian y Stebby.»
Cuando Stebbins recobró el sentido estaba tumbado de espaldas. Sentía lo mismo que antes, como si le hubieran dado un puñetazo en el plexo solar. Jadeó para recuperar la respiración y notó en la boca un sabor a polvo y humo. Miró hacia arriba y vio, a través del remolino, el azul del cielo cada vez más oscuro y dos nubes. Entonces surgió de entre medio el rostro de Heard.
—Stebby, ¿estás bien? ¿Estás bien, Stebby?
—Ay, Brian, sí estoy bien —contestó—. Pero déjame aquí tumbado un par de minutos.
—De acuerdo.
Aquella vez, cuando ordenó sus pensamientos, surgió el sentido común. Necesitaban ayuda en aquel sitio. La mayor parte de la esquina había volado por los aires. Stebbins se imaginó que las piedras desportilladas de la pared le habían golpeado en el pecho, lo bastante fuerte para dejarle inconsciente, pero no lo suficiente para atravesarle el chaleco antibalas y herirle de gravedad. Los sammies habían montado un arma servida por una dotación e iba a hacer falta algo más que un M-16 para silenciarla. Mientras se incorporaba, oyó que Barton, al otro lado del callejón, solicitaba ayuda por radio. Entonces escuchó una voz a la altura de su oreja, justo detrás. Uno de los chicos D estaba en la ventana del edificio de la esquina, la misma ventana a la que Nelson había disparado un rato antes. La voz sonaba tranquila y lejana, como la de un surfista.
—¿Desde dónde está disparando ese tío, amigo?
Stebbins le señaló la ventana.
—Bien, la tenemos cubierta. Agachad las cabezas.
Desde dentro del edificio, el artillero Delta disparó tres ráfagas de 203 a la ventana indicada. Se produjo una explosión inmensa dentro del edificio. Stebbins se imaginó que el proyectil había detonado alguna especie de escondite de municiones, porque hubo un resplandor en todo el primer piso del edificio demasiado brillante y sonoro para una ráfaga de 203. Luego todo quedó a oscuras. De la ventana salía humo negro.
A continuación reinó la calma. Stebbins, Heard y los muchachos que estaban al otro lado de la callejuela felicitaron a gritos al chico D por su disparo impresionante. De nuevo apoyado sobre una rodilla, un poco más allá detrás de la pared destrozada, Stebbins veía el resplandor de luces a lo lejos y recordó que se hallaban en medio de una ciudad grande y que, en algunas partes de ésta, la vida proseguía con normalidad. Había algunas hogueras en dirección al Hotel Olympic, donde habían descendido por las cuerdas. Parecía que había pasado un siglo. Pensó que tal vez, ahora que era de noche, los sammies dejarían descansar las armas y se irían a sus casas, y así él y sus compañeros podrían volver a la base para terminar allí la velada. ¿No sería estupendo?
Alguien gritó al otro lado del cruce que todo el mundo debía dirigirse a toda prisa al helicóptero siniestrado. Como caía la noche, la fuerza iba a desplazarse hacia la base. Uno a uno, los hombres de la esquina cruzaron corriendo la intersección. Stebbins y Heard esperaron su turno. La intensidad de fuego había disminuido. «Perfecto, lo peor de la guerra ya ha pasado», pensó Stebbins.
Este oyó entonces algo que producía un silbido en el aire y se volvió a tiempo de ver que, lo que parecía una piedra, se estaba precipitando sobre él. Le iba a dar en la cabeza. Se agachó, volvió el casco hacia el misil, y acto seguido desapareció en medio de fuego y luz.