Perino y sus hombres se desplazaban más abajo, hacia una pequeña cabaña de hojalata, un porche, que sobresalía de la pared hecha con piedra gris irregular. Estaban a diez metros de la callejuela donde yacía el Súper Seis Uno. Perino, graduado en West Point en la promoción de 1990, a los veinticuatro años no era mucho mayor que los rangers a los que mandaba. Su grupo se había destacado del capitán Steele y de la mayoría de la fuerza Ranger. Habían logrado con penurias atravesar el último cruce antes del helicóptero siniestrado después de que hirieran a Goodale. Habían despejado el primer patio por el que pasaron en aquella manzana, y luego Perino había enviado a varios hombres de vuelta a la calle para que prosiguieran calle Marehan abajo. Sabía que estaban próximos a reunirse con el teniente DiTomasso y el equipo CSAR, lo cual había sido el objetivo cuando iniciaron aquel avance. La cabaña estaba a unos pasos cuesta abajo desde la puerta del patio.
El sargento Elliot ya estaba al otro lado de la cabaña. El cabo Smith se agazapaba detrás y Perino lo hacía a menos de un metro de Smith. La intensidad del fuego enemigo era tal que todo resultaba confuso. Las balas parecían llegar desde todos los rincones. La pared se desportilló sobre la cabeza de Perino y algunos trozos cayeron con fuerza sobre su casco. Vio a un somalí armado al otro lado de la calle, a veinte metros al norte de la posición de Nelson y que éste no podía ver a causa del árbol detrás del cual se hallaban escondidos. Perino vio el fogonazo y dedujo que allí se originaban algunos de los disparos que recibían. Era difícil atinarle al tipo con un disparo de rifle, pero Smith tenía un lanzagranadas en su M-16 capaz de lanzar un proyectil 203 lo bastante cerca para herirlo. Se desplazó para darle a Smith una palmada en el hombro, pues había demasiado ruido para comunicarse de otra forma que no fuera cara a cara, cuando las balas empezaron a atravesar la cabaña en medio de un gran estruendo. El teniente estaba apoyado sobre una rodilla y una de ellas cayó entre sus piernas y levantó un montón de tierra.
Nelson vio que herían a Smith al otro lado de la calle. El corpulento cabo había corrido calle abajo y se había puesto sobre una rodilla en el suelo para empezar a disparar. La mayoría de los hombres en aquella esquina oyeron que la bala le había dado, un ruido seco y desagradable. Al principio, Smith parecía sólo sorprendido. Rodó de lado por el suelo y, como si hablara de otro, comentó extrañado:
—Estoy herido.
Desde donde se hallaba Nelson, no daba la impresión de que Smith estuviera grave. Perino le ayudó a apoyarse contra una pared. Pero para entonces Smith gritaba:
—¡Estoy herido! ¡Estoy herido!
Por el sonido de su voz, el teniente dedujo que era presa de fuertes dolores. Cuando hirieron a Goodale, éste pareció no sentir casi nada, pero la herida de Smith era diferente. Gemía. Estaba muy mal. Perino le colocó un vendaje de emergencia en la herida, pero la sangre salía con fuerza de ella.
—¡Tengo aquí un hombre que se desangra! —gritó al otro lado de la calle.
El enfermero Delta, sargento Kurt Schmid, se apresuró a cruzar corriendo la calle Marehan. Juntos arrastraron a Smith de nuevo al patio interior.
Schmid rasgó la pernera del pantalón. Cuando le retiró el vendaje de emergencia, una sangre brillante y roja se proyectó fuera de la herida casi en forma de chorro. Aquello era fatal.
—Tío, esto duele de verdad —le dijo el joven soldado a Perino.
El teniente salió otra vez a la calle y se dirigió de nuevo hasta donde estaba Elliot.
—¿Dónde está Smith? —preguntó Elliot.
—Está en el patio muy malherido.
—¡Mierda! —exclamó Elliot.
Vieron que el sargento Ken Boorn era alcanzado en el pie. Luego el soldado Rodríguez se alejó rodando por el suelo con su ametralladora, sangraba, gritaba y se sujetaba la entrepierna. No le dolía, pero cuando puso la mano en los genitales éstos parecían una masa informe y la sangre brotaba espesa entre sus dedos. Gritó asustadísimo. Habían sido heridos ocho de los once rangers de la Tiza Uno de Perino.
En el extremo norte de la misma manzana se produjo una enorme explosión y Stebbins cayó desplomado al suelo. Nelson lo vio más de cerca. Una RPG se había incrustado en la pared de la casa al otro lado del callejón, cerca de donde estaban Stebbins y Heard. La granada estalló en medio de un brillante resplandor rojo y arrancó un trozo de pared de más de un metro de largo. El estruendo que se produjo en el angosto callejón fue terrible. Les dolían los oídos. Y una enorme nube de polvo lo envolvió todo. Vio, y también Perino y Elliot desde el otro lado de la calle, que tanto Stebbins como Heard yacían tumbados de espaldas. Nelson los creyó muertos. Pero Stebbins se removió y se levantó despacio, cubierto de arriba abajo de polvo blanco, tosiendo y frotándose los ojos.
—¡Agáchate, Stebbins! —gritó Heard.
Así que también él estaba bien.
Las balas llovían alrededor de Perino y de Elliot con una frecuencia creciente. Llegaban en ráfagas largas y caían con un ruido seco entre ellos, pasaban sobre sus cabezas, mellaban el cobertizo de hojalata en medio de un agudo sonido metálico y atravesaban el metal. Los proyectiles levantaban polvo en el lado de su calle. Como había previsto Howe, era una posición muy mala.
—Eh, señor, creo que sería una buena idea si nos metiéramos en aquel patio —sugirió Elliot.
Luego le cogió del brazo y los dos se refugiaron en el patio donde Schmid trabajaba frenéticamente para salvar a Smith.
Este último estaba consciente, aterrorizado y sufría mucho. El enfermero había intentado primero una cura directa en la herida, pero había visto que ello resultaba doloroso y, evidentemente, inútil. La brillante sangre roja brotaba a borbotones del agujero que tenía Smith en la pierna. El médico trató de detener la hemorragia introduciendo Curlex en el agujero. Luego comprobó el estado general de Smith.
—¿Tienes alguna otra herida? —le preguntó.
—No lo sé.
Schmid buscó otra herida pero no encontró ninguna.
El enfermero tenía treinta y un años. Había nacido en una familia de militares y se había prometido no serlo nunca, pero acabó alistándose un año después de graduarse en el instituto. Ingresó en los Boinas Verdes y decidió convertirse en médico porque imaginó que así tendría buenas oportunidades laborales cuando dejase el Ejército. Era bueno en ello y su preparación progresaba. Hasta el momento podía decirse que tenía el nivel de cualquier auxiliar de médico, y era mejor que muchos de ellos. Como parte de su adiestramiento, trabajó en la sala de urgencias de un hospital de San Diego, y había realizado incluso alguna operación menor bajo la supervisión de un cirujano. En cualquier caso, tenía los suficientes conocimientos para saber que Jamie Smith corría un gran peligro si no se detenía la hemorragia.
Deducía el recorrido de la bala. Había entrado por el muslo y subido hasta la pelvis. Un tiro en la pelvis era uno de los peores. La aorta se divide en la parte baja del abdomen y forma a la derecha y a la izquierda las arterias ilíacas. Cuando la arteria ilíaca emerge de la pelvis se escinde en las arterias exterior y femoral, las primeras vías para que la sangre llegue a la mitad inferior del cuerpo. Era evidente que la bala había atravesado uno de los vasos sanguíneos femorales. Schmid aplicó una cura directa en el abdomen de Smith, sobre la pelvis, donde se divide la arteria. Explicaba lo que hacía. Ya había inyectado en el brazo del herido catorce dosis con unas agujas anchas de sonda y estrujaba la bolsa de plástico para reemplazar el suero. La sangre formaba un charco oleoso que brillaba con debilidad en el suelo sucio del patio.
El enfermero se consolaba ante la seguridad de que iba a llegar la ayuda de un momento al otro. Otro tratamiento táctico, aunque muy arriesgado, era empezar a practicarle una transfusión al herido. En contadas ocasiones se realizaban transfusiones en el campo de batalla. Era un arma de doble filo. Los enfermeros llevaban bolsas de suero, pero no de plasma. Si quería hacerle una transfusión a Smith, tendría que encontrar a alguien con el mismo grupo sanguíneo e intentar una transfusión. Pero esto era susceptible de crear más problemas. Podía reaccionar mal a la transfusión. Schmid decidió no probarlo. Se suponía que el convoy de rescate estaba a punto de llegar. Lo que aquel ranger necesitaba era un médico, y pronto.
Perino comunicó con el capitán Steele por radio.
—No podemos seguir avanzando. Tenemos muchos heridos y no podemos llevarlos a todos.
—Tenéis que seguir —le dijo Steele.
—No PODEMOS avanzar más —replicó Perino—. Solicito autorización para ocupar un edificio.
Steele le dijo a Perino que siguiera intentando avanzar. De hecho, dentro del patio estaban a unos dieciséis metros del teniente DiTomasso y de la fuerza CSAR, pero Perino no tenía forma de saberlo. Trató de comunicar con DiTomasso por radio.
—Tom, ¿dónde estáis?
DiTomasso le explicó su posición, para lo cual le indicó puntos destacados.
—Es que no veo nada —dijo Perino—. Estoy en un patio.
DiTomasso lanzó una granada de humo rojo y Perino vio la estela roja que se elevaba tortuosa en el cielo cada vez más oscuro. Dedujo por la inclinación de la estela que estaban separados por unos cincuenta metros, lo cual, en aquella zona letal era úna gran distancia. En la radio, Steele seguía insistiendo para que conectara con DiTomasso.
—Necesitan vuestra ayuda —dijo.
—Escuche, señor, tengo tres hombres heridos, incluyéndome a mí. ¿Cómo voy a poder ayudarlo?
Al final, Steele cedió.
—Roger, asegure el edificio y defiéndalo.
Schmid seguía trabajando de forma frenética en la herida de Smith. Había pedido a Perino que le ayudase presionando sobre la herida para que él pudiera usar las manos. Perino metió dos dedos hasta los nudillos en la herida. El herido gritó y la sangre salpicó al teniente, quien tragó saliva con fuerza y apretó más. Estaba mareado. La sangre salía a borbotones.
—¡Ay, mierda! ¡Ay, mierda! ¡Me estoy muriendo! ¡Me estoy muriendo! —gritaba Smith, consciente de que tenía una hemorragia arterial.
El enfermero le hablaba, intentaba tranquilizarle. La única forma de detener la hemorragia consistía en encontrar la arteria femoral desgarrada y atarla. En caso contrario, era como tratar de parar una manguera de bombero apretándola a través de un colchón. Le dijo a Smith que se echara hacia atrás.
—Esto te va a doler mucho —le dijo Schmid al ranger en tono de disculpa—. Voy a tener que hacerte más daño, pero debo hacerlo para ayudarte.
—¡Dame un poco de morfina para el dolor! —pidió Smith, consciente y alerta a lo que le estaban haciendo.
—No puedo —le explicó Schmid.
En su estado, la morfina podía matarlo. Después de haber perdido tanta sangre, la presión estaba muy baja. La morfina le bajaría todavía más el ritmo cardíaco y le ralentizaría la respiración, lo cual era lo último que necesitaba.
El joven ranger gritaba de dolor conforme el enfermero rasgaba con las dos manos la entrada de la herida. Schmid trataba de olvidar que lo que tenía entre sus dedos eran terminaciones nerviosas vivas. Era difícil. Había creado un vínculo emocional con el paciente. Estaban juntos en aquello. Sin embargo, para salvar al joven ranger, debía tratarlo como si fuera un objeto inanimado, una máquina estropeada que precisara reparación. Siguió profundizando en busca de la arteria. Si no conseguía encontrarla, con toda probabilidad Smith moriría. Recorrió la parte superior abierta del muslo, alargó los dedos hasta la pelvis según apartaba capas de piel, de grasa, de músculo y vasos sanguíneos, tanteando a través de charcos de brillante sangre roja. No podía encontrarla. Era evidente que, una vez cortado, el extremo superior de la arteria se había replegado hacia el abdomen. El enfermero se detuvo. El herido caía en estado de coma. El único recurso en aquel punto era abrir a la altura del abdomen, buscar la arteria rota y ligarla. Pero eso significaría todavía más dolor y más pérdida de sangre. Cada vez que metía la mano en la herida, Smith se desangraba más. Schmid y Perino estaban cubiertos de sangre. Había sangre por todas partes. Resultaba difícil creer que a Smith le quedase alguna gota dentro.
—Duele mucho, mucho —no dejaba de gemir—. Duele mucho.
Al cabo de un rato tanto sus palabras como sus movimientos se volvieron más lentos, más fatigados. Había entrado en estado de coma.
Schmid seguía junto a él. Le había inyectado seis litros de fluido en el cuerpo y se estaba quedando sin bolsas. Lo había intentado todo y se sentía desesperado, frustrado y furioso. Tuvo que abandonar la estancia. Dejó a otro hombre al cargo de seguir presionando en la herida y salió para hablar con Perino. Los dos hombres estaban llenos de sangre.
—Si no lo saco de aquí inmediatamente se va a morir —rogó Schmid.
El teniente volvió a comunicar con Steele.
—Señor, necesitamos un medio de transporte para evacuarlo. Un Little Bird u otra cosa. Es para el cabo Smith. Tenemos que evacuarlo de inmediato.
Si bien resultaba difícil, Steele consiguió transmitirlo a la emisora de los mandos. Eran casi las cinco de la tarde y oscurecía. Todos los vehículos habían regresado a la base aérea. Steele se enteró de que no había ayuda por el momento. Y ni que pensar en la posibilidad de que bajara otro helicóptero en la zona donde se hallaban.
El capitán llamó a Perino y le dijo que, de momento, Smith iba a tener que resistir.