Llegó una granada. Era una del tipo ruso que parecen una lata de sopa clavada en un palo. Rebotó en el coche, luego en el casco y la radio del especialista Jason Coleman, y aterrizó en el suelo.
Nelson, que estaba todavía sordo a causa de la oportuna explosión producida por la ametralladora de Twombly, retiró su M-60 del techo del automóvil y se echó al suelo, como hicieron los hombres a ambos lados del cruce. A fin de protegerse de la onda expansiva, permanecieron agachados casi un minuto. No pasó nada.
—Supongo que era una mala —dijo el teniente DiTomasso.
Al cabo de treinta segundos, llegó rodando otra granada en el espacio abierto que había entre el coche y el árbol al otro lado de la calle. Por segunda vez, Nelson apartó el arma del coche, se tiró al suelo y se alejó rodando de la granada. Todos se hicieron un ovillo una vez más, pero tampoco en esta ocasión explotó. Nelson pensó que ya habían agotado toda la suerte asignada. Él y Barton regresaban sigilosamente al coche cuando cayó una tercera granada entre ellos. Nelson, para protegerse de la explosión que en esta ocasión no iba a fallar, colocó el casco boca abajo y blandió el arma hacia delante. Abrió la boca, cerró los ojos y respiró hondo. La granada crepitó. Se quedó inmóvil durante veinte segundos antes de levantar la vista hacia Barton.
—Mala —dijo éste.
Yurek tomó la granada y la arrojó calle abajo.
Alguien había comprado un lote de granadas en mal estado. Posteriormente, Wilkinson encontró tres o cuatro más sin explotar dentro del fuselaje del helicóptero.
Las fuerzas estadounidenses situadas alrededor del Black Hawk abatido de Wolcott se dispersaban a lo largo de un perímetro en forma de L que se extendía hacia el sur. Un grupo de treinta hombres se había reunido alrededor del avión siniestrado en el callejón, en la base norte de la L. Cuando se enteraron de que el convoy terrestre se había perdido y, por consiguiente, se retrasaría, empezaron a trasladar a los heridos a la casa de Abdiaziz Alí Aden (quien seguía escondido en la habitación trasera) a través del boquete que había abierto el helicóptero al caer. Al oeste de la callejuela (en el ángulo de la L) estaba la calle Marehan, donde permanecían atrincherados Nelson, Yurek, Barton y Twombly al otro lado de la calle en la esquina noroeste. En el lado este de esa esquina, se hallaban los más próximos al helicóptero, es decir, DiTomasso, Coleman, Belman y el capitán Bill Coultrop y su operador radiofónico. El resto de la fuerza terrestre se extendía al sur en la calle Marehan, a lo largo del palo largo de la L que ascendía cuesta arriba. Steele y una docena de rangers, junto con los equipos Delta, treinta hombres en total, estaban juntos en un patio interior situado en el lado este de la calle Marehan, a media manzana hacia arriba de la siguiente al sur, separados del grueso de la fuerza por media manzana, un callejón amplio y otra manzana larga. El equipo Delta del sargento Howe, junto con un grupo de rangers entre los que se hallaba el especialista Stebbins, seguido por el grupo líder Delta al mando del capitán Miller, habían cruzado el callejón más ancho y se desplazaban hacia abajo junto a la pared oeste hacia la posición de Nelson. El teniente Perino también había cruzado el callejón y bajaba la cuesta a lo largo del muro este junto con el cabo Smith, el sargento Chuck Elliot y varios hombres más.
A medida que Howe se acercaba a la posición de Nelson, le pareció que los rangers se limitaban a estar escondidos. Dos de sus hombres cruzaron corriendo la callejuela para decirle a los rangers que empezaran a disparar. Nelson y los demás todavía estaban recobrándose del susto de las granadas que no habían explotado. Las balas desportillaban las paredes que los rodeaban, pero era difícil advertir de dónde procedían. Los miembros del equipo de Howe ayudaron a convencer a Nelson y a los otros para organizar campos de tiro, y colocaron a Stebbins y al ametrallador soldado Brian Heard en la esquina sur del mismo cruce orientados al oeste.
El capitán Miller llegó a la altura de Howe, llevando consigo a su técnico de comunicaciones y a otros miembros de su elemento, además del sargento del Estado Mayor Jeff Bray, un controlador bélico de las Fuerzas Aéreas. Como el fuego era muy intenso en aquella esquina, Howe decidió que había llegado el momento de salir de la calle. En su lado de la manzana había una puerta metálica que daba a un patio situado entre dos edificios. Empujó sin éxito la puerta, que tenía dos hojas que se abrían hacia dentro. Howe pensó en colocarle una carga pero, dado el gran número de soldados que había en las inmediaciones y la falta de un lugar donde ponerse a cubierto, la explosión podía herir a muchas personas. Así que el fornido sargento y Bray lanzaron sus cuerpos contra la puerta. El lado de Bray cedió.
—Sigúeme por si me disparan —dijo Howe.
Se precipitaron al patio y recorrieron la casa por ambos lados revisando habitación por habitación. Howe observaba a sus moradores fijando los ojos a la altura del pecho y comprobando las manos. Éstas lo decían todo. Las únicas manos que encontró estaban vacías. Pertenecían a un hombre, a una mujer y a algunos niños, una familia compuesta por unas siete personas, aterrorizadas. Permaneció en la puerta apuntándoles con el arma en la mano derecha y mientras, con la ayuda de la mano izquierda, les indujo sin brusquedad a salir de la estancia. Tardaron un poco, pero al final salieron despacio y pegados los unos a los otros. Le pusieron las esposas de plástico a toda la familia y luego los condujeron a una pequeña habitación lateral.
Howe inspeccionó el lugar con mayor atención. Las manzanas de aquel barrio de Mogadiscio consistían casi siempre en casas de piedra de una planta agrupadas de forma irregular alrededor de espacios abiertos o patios. La manzana donde se hallaba en aquel momento constaba de un patio pequeño, de una anchura similar a la longitud de dos automóviles. En el lado sur había una casa de dos plantas, y otra de una en la cara norte. Howe pensó que aquel lugar debía de ser el más seguro de los alrededores. El edificio más alto les protegería de las balas y de las ráfagas de RPG. En el extremo oeste, había una especie de cobertizo. Howe se puso a examinarlo todo de forma sistemática, llevó a cabo un rastreo muy concienzudo, fue de habitación en habitación y buscó las ventanas que pudieran proporcionarles un lugar estratégico para disparar en dirección oeste en la callejuela. Encontró varias, pero ninguna que ofreciese un ángulo bueno. La callejuela de la cara norte (la misma donde se había estrellado el helicóptero pero una manzana al oeste) era demasiado estrecha. Sólo tenía una visibilidad de unos quince metros a cada lado, y todo lo que veía era pared. Cuando regresó al patio, el capitán Miller y los demás hombres habían empezado a reunir víctimas en ese lugar. Les iba a servir como puesto de mando y punto de reunión para los heridos durante el resto de la noche.
Cuando volvieron a entrar en el patio, un sargento mayor que iba con Miller le dijo a Howe que salieran a la calle y ayudaran a su equipo. A Howe no le gustó nada aquella orden. Consideraba que, en aquel punto, él era el líder de facto en tierra, el que dirigía la estrategia, el movimiento y la lucha. Habían conseguido un lugar seguro por el momento, contaban con tiempo para que los comandantes recobrasen el aliento y consideraran la situación. Estaban en un lugar malo, pero no crítico. El siguiente paso consistía en buscar la forma de fortalecer la posición, extender el perímetro, identificar otros edificios susceptibles de ser ocupados para proporcionarles mejores líneas de fuego. La orden del sargento de tropa era la de un hombre sin una idea clara de lo que había que hacer.
Aunque Howe tenía una constitución de luchador, poseía gran capacidad de reflexión. Ello turbaba a veces su relación con la autoridad (en especial, la costumbre arbitraria y desesperante que tenía el Ejército de dar el mando a hombres novatos y poco cualificados). Howe no era más que un sargento primero cuyas preocupaciones, supuestamente, eran de menor envergadura, pero él veía con mucha claridad todo el conjunto, mejor que la mayoría. Después de haber sido seleccionado para la Fuerza Delta, conoció y luego se casó con la hija del coronel Charlie A. Beckwith, el fundador y primer comandante de dicha fuerza. Se conocieron en un bar junto a Fort Bragg y cuando él le dijo que era civil, Connie Beckwith, a su vez ex oficial del Ejército en aquella época, asintió con un gesto conocedor de la cabeza.
—Escucha —dijo—, sé para quién trabajas, así que deja de fingir. Mi padre fue el creador de esa unidad.
Ella tuvo que enseñarle el permiso de conducir para demostrarle quién era.
No es que Howe tuviera la ambición de conseguir un liderazgo convencional en el Ejército. Lo que él quería era que los oficiales hicieran caso de sus consejos pero que luego lo dejaran en paz. A menudo se quedaba pasmado de los fallos que tenían los superiores.
Como ejemplo, aquel tinglado montado en Mogadiscio. Era estúpido. En la base, las puertas frontales de los barracones no se cerraban nunca y, por consiguiente, los sammies contaban con una clara panorámica del interior a todas las horas del día y de la noche. Además, como la ciudad ascendía gradualmente desde el puerto, cualquier somalí con paciencia y unos prismáticos podía supervisar su estado de preparación. Cada vez que se ponían en pie para pertrecharse y marcharse por la ciudad corría la voz antes siquiera de que estuvieran instalados en los helicópteros. Por si eso no fuera suficiente, estaban los italianos, de entre los cuales algunos simpatizaban abiertamente con los súbditos de su antigua colonia, y que parecían mandar señales con sus faros a la ciudad cuando los helicópteros despegaban. Nadie tenía los huevos de hacer algo al respecto.
Luego estaban los morteros. Daba la impresión de que el general Garrison los consideraba poco más que una molestia. Durante los primeros bombardeos con morteros, había paseado como si tal cosa con el cigarro apretado entre los dientes, divertido por la forma en que todos los hombres se agazapaban para ponerse a cubierto. «¡Esos ridículos y meones morteros!», decía. Una actitud que estaba bien, salvo que, como Howe lo veía, si los sammies llegaban a organizarse y conseguían lanzar unos cuantos proyectiles en los barracones, el precio iba a ser muy alto. Se preguntaba si el tejado de hojalata era lo bastante grueso para que los proyectiles detonaran en él, pues, de lo contrario, la metralla y los trozos del tejado metálico se iban a colar a través de las rendijas, o bien el propio proyectil hendiría el tejado y explotaría en el suelo de cemento en medio de todo el mundo. Era algo que le rondaba por la cabeza muchas noches cuando se iba a dormir. Luego estaba la poca seguridad que había en el perímetro exterior. A las horas de comer, todos los hombres hacían cola fuera de la sala de rancho, separada de una carretera muy concurrida por una delgada pared metálica. Un coche bomba colocado junto a aquella pared a la hora adecuada del día podía acabar con la vida de docenas de soldados.
Howe no ocultaba su indignación por estos hechos. Y en aquel momento, le ponía furioso que le ordenaran hacer algo sin sentido en medio del mayor combate de su vida. Empezó a retirar las municiones, las granadas y las LAW a los rangers heridos que había en el patio. Howe tenía la sensación de que la mayoría de soldados no captaban lo desesperado de su situación. Era una forma de negación. No podían dejar de considerarse una fuerza superior, con todo controlado; y sin embargo, estaba claro que los papeles se habían cambiado. Estaban rodeados y los otros eran mucho más numerosos. Resultaba absurda la sola idea de respetar en aquellos momentos las reglas jerárquicas.
—¿Vas a arrojar granadas? —preguntó el sargento mayor de tropa, sorprendido al ver que Howe se metía todas las que encontraba en los bolsillos del chaleco.
—No nos pagan para que las llevemos de vuelta —replicó Howe.
Aquello era la guerra. El juego en aquellos momentos consistía en matar o ser asesinado. Salió dando grandes y ruidosas zancadas a la calle y se puso a buscar somalíes a quienes disparar.
Descubrió que uno de los rangers, Nelson, disparaba con un revólver a la ventana del edificio que con tanto trabajo Howe había conseguido despejar y ocupar. Nelson había visto a alguien que se movía en la ventana y, como les disparaban desde todas las direcciones, empezó a atacar hacia allí.
—¿Qué haces? —le gritó Howe desde el otro lado de la callejuela.
Nelson que no podía oírle, le contestó gritando a su vez:
—¡He visto a alguien allí!
—¡Mierda, claro! ¡Son los nuestros!
Nelson no se enteró hasta más tarde de por qué Howe agitaba los brazos en su dirección. Cuando lo supo se sintió mortificado. Nadie le había dicho que los Delta estaban en aquel espacio, pero, no podía negarlo, disparar sin haber identificado el blanco era un pecado mortal.
Furioso, Howe empezó a desahogar su cólera con los rangers. En su opinión, no combatían con suficiente ímpetu. Cuando vio que Nelson, Yurek y los demás elegían de forma selectiva como blanco a los somalíes armados en medio del gentío, en el otro extremo de un edificio que había en el mismo lado de la calle donde él estaba, Howe lanzó una granada sobre el tejado de aquél. Fue un lanzamiento impecable, pero la granada no explotó. Así que arrojó otra, que explotó donde la muchedumbre se hallaba congregada. Luego observó que los rangers intentaban dispararle a un hombre armado asomado por detrás de un cobertizo a una manzana al norte, y disparaba para luego volver a ponerse a cubierto. El sargento Delta hizo volar una de sus minigranadas del tamaño de una pelota de golf sobre la posición de los rangers. Explotó detrás del cobertizo y el hombre no volvió a aparecer. Howe tomó entonces una LAW y la lanzó al otro lado de la calle. Aterrizó en el brazo del especialista Lance Twombly, quien yacía tumbado boca abajo a un metro o metro y medio de la pared de la esquina. La LAW le dejó el antebrazo amoratado. Twombly se apresuró a arrodillarse, enfadado, y se volvió para oír que Howe le gritaba:
—¡Dispara a ese hijo de su madre!
Apoyado sobre una rodilla, Howe no dejaba de maldecir con amargura mientras disparaba. Toda la situación le sacaba de quicio, los malditos somalíes, sus jefes, los idiotas de los rangers… incluso su munición. Después de tomarles una delantera progresiva como había aprendido tras innumerables horas de instrucción, es decir, encuadrándolos en su punto de mira y calculando unos centímetros por delante de ellos, apuntó a tres somalíes que corrían al otro lado de la calle a dos manzanas al norte. Lanzó dos o tres ráfagas aumentando rápidamente su delantera a cada disparo. Era un tirador experto y pensó que les había alcanzado, pero no podía asegurarlo porque los hombres siguieron corriendo hasta que cruzaron la calle y desaparecieron de su vista. Le molestó. Su arma era el rifle de infantería más sofisticado del mundo, un CAR-15 de reglamento, y estaba disparando la nueva bala de 5,56 milímetros de casquillo no sintetizado. Éste tenía una indentación de carburo de tungsteno en la punta, y agujereaba el metal, pero precisámente este poder de penetración significaba que sus balas atravesaban los blancos. Cuando los sammies estaban cerca, podía ver lo que sucedía cuando les disparaba. Las camisas se levantaban en el punto del impacto, como si alguien hubiera pinchado y arrancado la tela. Pero con las balas de casquillos no sintetizados era como clavarle a alguien un pico helado. La bala hacía un agujero pequeño y limpio y, a menos que le diera en el corazón o la espina dorsal, no bastaba para detener a un hombre en su carrera. Howe creía que debía dispararle a un tipo de cinco a seis veces sólo para llamar su atención. Solían tomarle el pelo a Randy Shughart porque descartó el rifle moderno y su munición y llevaba un M-14 de la época de Vietnam, que disparaba tiros de 7,62mm. sin el poder de penetración del nuevo casquillo no sintetizado. Cuando vio a aquellos sammies que no dejaban de correr, Howe pensó que Randy era el soldado más listo de la unidad. Tal vez su rifle era más pesado y, comparativamente, poco manejable, además provocaba ligeros culatazos, pero por su madre que derribaba a un hombre con una sola bala y, en medio de un combate, un tiro era a veces todo lo que le quedaba a uno. Si se dispara a alguien, se quiere ver a ese alguien muerto; no se quiere pasar las siguientes cinco horas preguntándose si se le ha dado o si le está esperando a uno entre los matorrales.
Howe se hallaba en un buen lugar. No tenía nada delante o detrás de él susceptible de detener una bala, pero había un árbol a unos seis metros al sur contra la pared oeste de la calle que impedía que pudieran verle desde esa dirección. El árbol grande al otro lado del callejón donde Nelson, Twombly y los otros estaban apostados impedía que lo vieran desde el norte. Por consiguiente, el fornido sargento Delta se podía arrodillar a un metro y medio de la pared y escoger blancos en el norte con toda impunidad. Así era en la batalla. Había unos lugares más seguros que otros. En la parte superior de la cuesta, estaba Hooten tumbado boca abajo y con una lluvia de balas a su alrededor, cuando vio que Howe y sus hombres cruzaban la intersección. Pensó que cómo podían estar haciendo aquello. Según el ángulo visual, en algunos puntos se podía poner uno en pie y combatir sin dificultad, mientras que, a pocos metros de distancia, el fuego podía ser tan intenso que no se podía hacer otra cosa que agacharse para protegerse y permanecer oculto. Howe reconocía que había encontrado una zona segura. Disparaba con método y ahorraba munición.
Cuando vio que Perino, Smith y Elliot descendían con sigilo hasta una posición similar al otro lado de la calle, se imaginó que intentaban hacer lo que él. Salvo que en aquel lado de la calle no había árboles donde ponerse a cubierto.
Les gritó con voz impaciente, pero en medio del ruido no le oyeron.