El paracaidista de la fuerza aérea Tim Wilkinson volvió a meterse en el helicóptero accidentado para liberar el cuerpo del piloto Cliff Wolcott. Quizá había alguna forma que no había advertido al principio para apartar el asiento y tener así más sitio y un ángulo más adecuado. Pero fue inútil.
Volvió a salir al exterior. Se arrodilló sobre el aparato en medio del estruendo que producían los disparos de las armas automáticas, metió la cabeza por las puertas abiertas de la derecha para observar por dentro la parte posterior del helicóptero. Según su información, se habían ocupado de todo el mundo que iba a bordo. Sabía que el Little Bird que había aterrizado poco después del accidente había rescatado un rato antes a los hombres que quedaban dentro. Wilkinson buscaba, por consiguiente, equipo secreto o armas que debieran ser destruidos o retirados. Los PJ habían aprendido a borrar velozmente los bancos de memoria de cualquier equipo electrónico que contuviera datos confidenciales. Todo el equipo eléctrico y electrónico, y todas las piezas que no se habían sujetado descansaban en el lado izquierdo del aparato, que ahora se había convertido en el fondo.
En el montón, advirtió un trozo de uniforme de campaña.
—Creo que aquí todavía queda alguien —le dijo al sargento Bob Mabry, un enfermero Delta del CSAR.
Wilkinson se introdujo un poco más y vio un brazo y un guante de vuelo. Le habló al montón de restos y se movió un dedo del guante. Wilkinson se metió de nuevo en el aparato siniestrado y se puso a apartar restos y equipo hasta liberar al hombre allí enterrado. Se trataba del segundo oficial de vuelo, el artillero de la izquierda, Ray Dowdy. Aunque el asiento se había desprendido en parte y sus goznes habían cedido, estaba intacto y en su sitio. Cuando Wilkinson liberó el brazo de Dowdy de debajo del montón, empezó a apartarse él mismo cosas de encima. Todavía no había hablado y parecía medio inconsciente.
Mabry se deslizó hasta la parte inferior del aparato y trató, sin éxito, de introducirse en él por la puerta izquierda, ahora abajo. Desistió y se metió por las puertas superiores, como había hecho Wilkinson para liberar a Dowdy. Mientras los tres hombres permanecían dentro del helicóptero, una lluvia de balas atravesó su fuselaje. Tanto Mabry como Wilkinson se pusieron a bailar involuntariamente ante la intensa serie de estallidos y ruidos estrepitosos. Como si de una tormenta de nieve se tratara, empezaron a volar en torno a ellos trozos de metal, de plástico, de papel y de tela. Luego, silencio. Lo primero que hizo Wilkinson, según él mismo recuerda, fue tomar conciencia de que estaba todavía con vida. Comprobó si tenía alguna herida. Una en la cara y otra en el brazo. Daba la impresión de que había recibido un golpe o un pinchazo en la mejilla. Ninguno había salido completamente ileso. Mabry había sido alcanzado en la mano. Dowdy había perdido las puntas de dos dedos.
El oficial de vuelo se miraba sin comprender la mano ensangrentada.
Wilkinson puso su mano sobre los dedos que sangraban y dijo:
—Está bien, ¡salgamos de aquí!
Mabry arrancó los paneles Kevlar del suelo y los colocó de pie apoyados en el lado del helicóptero por donde habían atravesado las balas. En lugar de arriesgarse a ser blanco del fuego saliendo por arriba, se abrieron paso por la esquina posterior de la puerta izquierda después de abrir un boquete en la arena seca. Sacaron a Dowdy por allí.
Los dos rescatadores volvieron a meterse dentro. Wilkinson en busca de equipo para destruir, Mabry para recuperar los paneles Kevlar y colocarlos alrededor de la cola del aparato donde habían establecido un punto donde reunir a las víctimas. El fuego llegaba sobre todo de arriba abajo y viceversa por la callejuela.
Esperaban la llegada del convoy terrestre de un momento a otro.
El sargento Fales, herido, se hallaba demasiado ocupado disparando y no advirtió los paneles Kevlar. Llevaba un vendaje de emergencia que le rodeaba la pantorrilla y un gotero intravenoso en el brazo; yacía tumbado junto al brazo del ala rota y buscaba objetivos.
Wilkinson asomó la cabeza por arriba.
—Scott, ¿por qué no te pones detrás del Kevlar?
Fales puso cara de sorpresa. Había estado tan absorto disparando que no había visto que ponían los paneles detrás de él.
—Buena idea —dijo.
Un agujero de bala tras otro agujero de bala atravesaban el brazo del ala rota.
Wilkinson recordó la película El Idiota de Steve Martin, donde el personaje retrasado que interpretaba Martin, ajeno a que los malos le disparaban, observaba sorprendido que los proyectiles agujereaban una hilera de latas de aceite. Gritó las palabras de Martin en la película:
—¡Odian las latas! ¡Manteneos alejados de las latas!
Los dos hombres se echaron a reír.
Después de instalar a unos cuantos hombres más, Wilkinson volvió a deslizarse en la cabina desde abajo para ver si había alguna forma de levantar y sacar el cuerpo de Wolcott. No la había.