Durant mantuvo la mirada en el cielo mientras la turba se cerraba sobre él. Gritaban frases que él no entendía. Un hombre le golpeó el rostro con la culata de un rifle y le rompió la nariz y le aplastó el hueso que rodeaba el ojo. La gente tiraba de sus brazos y de sus piernas, y otros empezaron a arrancarle la ropa. No sabían cómo funcionaban los cierres automáticos de plástico del equipo y él alargó la mano y los abrió. Se entregó a ellos. Le quitaron las botas de un tirón, luego el chaleco antibalas, y la camisa. Un somalí le abrió a medias la cremallera del pantalón, pero cuando vio que Durant no llevaba calzoncillos (por comodidad en aquel calor ecuatorial), volvió a subirla. También le dejaron la camiseta marrón. No dejaron de darle patadas y golpes. Un joven se agachó y agarró la placa verde de identidad que Durant llevaba colgada al cuello. La puso en el rostro de Durant y gritó:
—¡Ranger, Ranger, Ranger, habéis matado a Somalia!
Alguien le arrojó en el rostro un puñado de tierra que se le metió en la boca. Le ataron un trapo o una toalla alrededor de la frente y los ojos, y la gente lo izó en el aire, medio llevándolo y medio arrastrándolo. Notó que el extremo roto del fémur rasgaba la piel detrás del muslo y salía hacia fuera. Lo golpeaban de todas partes, le daban patadas, puñetazos, culatazos. No podía ver adónde lo llevaban. Estaba sumergido en una enorme ola de odio y rabia. Alguien, supuso que una mujer, le agarró el pene y los testículos y tiró de ellos con fuerza.
Y en esta agonía terrorífica Durant dejó ir su cuerpo. Ya no estaba en el centro de la turba, estaba en ella, o por encima de ella, tal vez.
Observaba a la gente que lo atacaba. Distanciado. Ya no sentía dolor alguno, el miedo disminuyó y perdió el conocimiento.