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Mike Durant seguía pensando que la situación estaba controlada. Tenía la pierna rota pero no le dolía. Estaba tumbado de espaldas, apoyado contra un equipo de supervivencia junto a un árbol pequeño y hacía uso del arma para mantener alejados a los skinnies que de vez en cuando asomaban la cabeza en la diminuta explanada. Entre la pared de su derecha y la cola del helicóptero sólo había unos cuatro metros y medio. A Durant le pareció admirable la posición en que lo había dejado el chico Delta.

Oía disparos al otro lado del helicóptero. Sabía que Ray Frank, su copiloto, estaba herido, pero vivo. Y, además, estaban los dos chicos D y su oficial de vuelo, Tommy Fields. Se preguntó si este último estaría bien. Supuso que, al otro lado del aparato, había como mínimo cuatro hombres y probablemente otros pertenecientes al equipo de rescate. Sólo era cuestión de tiempo que apareciesen los vehículos para evacuarlos.

A continuación oyó que uno de los operadores, Gary Gordon, gritaba que le habían alcanzado. Un simple y rápido grito de rabia y dolor. No volvió a escuchar la voz de nuevo.

El otro, Randy Shughart, volvió adonde estaba Durant.

—¿Hay armas a bordo? —preguntó.

Sí. Los oficiales de vuelo llevaban M-16. Durant le dijo dónde las guardaban y el otro hombre subió a la aeronave y, después de rebuscar, volvió con ellas. Le entregó a Durant el arma de Gordon, una CAR-15 cargada y lista para disparar.

—¿Cuál es la frecuencia de apoyo en la radio de supervivencia? — preguntó Shughart.

Fue entonces, por primera vez, cuando Durant cayó en la cuenta de que estaban atrapados. El piloto notó un alarmante retortijón en las tripas. Si Shughart preguntaba la forma de establecer comunicaciones, significaba que él y el otro tipo habían acudido solos. ¡Ellos eran el equipo de rescate! ¡Y acababan de herir a Gordon!

Le explicó a Shughart el procedimiento básico para la radio de emergencia. Había un canal llamado Bravo. Escuchó mientras Shughart llamaba.

—Necesitamos ayuda —dijo Randy.

Le dijeron que la fuerza de refuerzo estaba en camino. Seguidamente, Shughart le deseó suerte, cogió las armas y regresó al otro lado del helicóptero.

Durant fue presa del pánico. Tenía que mantener a los skinnies alejados. Como oyó sus voces detrás de la pared, disparó a la hojalata. Se sobresaltó porque, hasta aquel momento, él había estado disparando tiro a tiro, pero la nueva arma era de ráfagas. Dejaron de oírse las voces. Luego dos somalíes intentaron trepar por el morro del helicóptero. Les disparó y los vio saltar, pero no supo si les había dado o no.

Un hombre trató de subir por la pared y Durant le disparó. Otro hombre dobló subrepticiamente la esquina con un arma y Durant le disparó también.

Entonces se produjo una descarga al otro lado del helicóptero que duró alrededor de dos minutos. En medio del estruendo, oyó que Shughart gritaba de dolor. Luego, silencio.

En el cielo, los comandantes, preocupados, observaban la escena.

¿Tenéis visión sobre el lugar del segundo avión siniestrado?

—Nativos que deambulan alrededor del lugar.

¿Nativos?

—Afirmativo, cambio.

La radio quedó en silencio.

El terror se apoderó de Durant. Oyó el rumor que producía la enfurecida muchedumbre. El accidente había dejado la explanada llena de restos y oyó ruido de pies arrastrándose conforme la turba los apartaba como si de una terrible fiera se tratara.

No hubo más disparos. Los otros debían de haber muerto. Durant sabía de lo que era capaz de hacer una turba somalí enfurecida, cosas horribles, indecibles. Eso era lo que le esperaba a él. La segunda arma estaba vacía. Tenía aún una pistola sujeta con una correa en el costado pero ni siquiera se le ocurrió cogerla.

¿Por qué preocuparse? Todo se había terminado. Estaba acabado.

Un hombre se asomó caminando por delante del helicóptero. Pareció asombrado de encontrar a Durant. El hombre gritó y llegaron corriendo otros skinnies. Había llegado la hora de morir. Durant colocó el arma vacía sobre el pecho, dobló las manos sobre ella y levantó los ojos al cielo.