Al soldado David Floyd siempre le había gustado el olor a pólvora usada. Le recordaba su hogar. Siendo niño (de lo cual no había transcurrido tanto tiempo puesto que sólo tenía diecinueve años), en Carolina del Sur, salía a cazar con su padre y le gustaba recoger los cartuchos vacíos de la escopeta y olerlos.
En aquellos momentos, ese olor, que lo envolvía todo, tenía un significado diferente. Había corrido con los demás entre el tiroteo de la calle, doblando las esquinas detrás de un grupo de chicos D y saltando en busca de protección en el lado izquierdo de la calle. Incrédulo, se refugió en una esquina que daba al sur junto a un montón de hojalata.
Había supuesto un gran esfuerzo avanzar sin detenerse. Una buena parte de Floyd deseaba convertirse en una bolita y esconderse en algún lugar. Sabía que sería un suicidio dejar de luchar, pero estaba muy asustado. Tanto que se había meado en los pantalones. Se decía que ya estaba en la guerra. Era como una película, con la diferencia de que era real y que él estaba en medio. No podía creer que estuviera en un combate de verdad y que hubiera gente disparándole, intentando matarlo. Se dijo que iba a morir en aquella calle sucia de África. Era un momento demasiado frenético para pensar en semejantes cosas; sin embargo, a Floyd le pasó repentinamente por la cabeza la imagen de su casa en una mañana de domingo a principios de otoño, y sus padres desayunando sin tener la más mínima idea de que su adorado hijo David estaba a diez mil kilómetros de distancia luchando por su vida en aquella ciudad de locos de la que jamás habían oído hablar, y de la que mucho menos se habían preocupado nunca. «¿Qué demonios estoy haciendo aquí?» La presencia de los chicos D ayudaba a mantener estos impulsos controlados. Ellos fomentaban el impulso opuesto, que también estaba allí, que era el de luchar con todas sus fuerzas, hacer uso de todo proyectil, granada o cohete al alcance de la mano, utilizar la instrucción recibida para causar el mayor número de estragos posibles. Porque todo aquello le estaba enloqueciendo. Ver que uno de sus hermanos ranger moría por una bala justo a su lado (había visto caer a Williamson, gritando) le ponía… bueno, le cabreaba bastante. Por consiguiente, en pugna con la necesidad de meterse debajo de una piedra estaba aquella furia, aquella rabia de animal acorralado, algo así como «vosotros, hijos de puta, lo habéis querido y ahora lo vais a tener».
Vio entonces que le daban a Fillmore. Algo totalmente imprevisto. Aquellos muchachos sabían defender su vida. «Vaya mierda.» Si empezaban a matar a los chicos D, ¿qué probabilidades iba a tener el soldado de primera David Floyd de salir con vida de aquello?
Estaba apoyado contra la pared oeste, disparaba su arma de forma bastante repetida hacia la pendiente de la calle Marehan y pensaba mientras tanto que la pila de hojalata que lo rodeaba no era un cobijo adecuado. En medio de la calle, justo en el centro, el especialista John Collett se había arrastrado hasta ponerse detrás de un montículo y cubría de forma soberbia la parte sur con su SAW. Al otro lado de la calle, el sargento Watson, con otro grupo de rangers.
El sargento Watson animaba al grupo con su especial sentido del humor. Cuando una ráfaga de tiros chocó contra el muro situado detrás de él, Watson se limitó a mirar a los muchachos con los ojos cómicamente abiertos. «¡Oh, mierda», dijo de tal forma que obligó a los demás a sonreír. Su lema era: «Estamos en la mierda, pero ¡que los jodan!».
El sargento Keni Thomas era el más cercano a Fillmore cuando éste fue herido.
—¿Puedes ir a avisar a un enfermero? —le gritó Hooten.
Thomas volvió corriendo hasta Watson, quien sólo oyó la última parte de lo que dijo. Sabía que no iban a poder sacar a Fillmore de allí, pero no tuvo el valor de decirlo a Thomas.
—Ve adelante y pregúntale al capitán —dijo.
Por consiguiente, Thomas se acercó corriendo todo lo que pudo y le gritó a Steele:
—Tenemos un herido con una bala en la cabeza. ¡Tenemos que evacuarlo!
Mediante un gesto, Steele le indicó a Thomas que esperara un momento mientras hablaba por radio. A continuación, le preguntó:
—¿Es uno de los nuestros?
¿No eran todos uno de los nuestros?
—Un Delta —contestó gritando Thomas.
Thomas estaba muy angustiado. Jamás había visto a un hombre con un disparo en la cabeza.
—Tranquilízate —le dijo Watson a Thomas cuando volvió.
De hecho, el sargento había dicho que tal vez lo pudieran meter en un vehículo. ¿Dónde demonios estaban esos vehículos? Cuando se pusieron en marcha hacia el helicóptero siniestrado el convoy estaba en la calle, detrás de ellos.
Thomas corrió de nuevo hasta Hooten.
—Aquí no puede aterrizar un helicóptero —le dijo Thomas—, pero tal vez podamos conseguir un Humvee.
—No hace falta —replicó Hooten—. Está muerto.
Cosa extraña, Thomas no experimentó una gran emoción. Estaba furioso con el capitán Steele por haberle preguntado si era uno de los suyos. También se sentía fracasado.
Collett estaba encantado con su sitio en el centro de la calle Marehan. Nadie lo diría. Los hombres que había a cada lado de la calle pensaban que sé había vuelto loco. Pero Collett había deducido por los proyectiles que chocaban sobre su cabeza que detrás del montículo estaba a cubierto. Tenía la impresión de que quienes recibían los tiros eran los muchachos que estaban de pie y moviéndose. Contaba con buenos ángulos, pero sólo había sitio para un hombre. Cuando el soldado George Siegler empezó a acercarse en cuclillas, Collett le gritó:
—¡Siegler, vuelve adonde estabas!
Éste no discutió. Se apresuró a darse media vuelta y regresar junto a la pared.
Las balas atravesaban el refugio de hojalata de Floyd. Como el sol estaba bajo en el cielo, junto a la explosión vio unos dardos de luz que atravesaban de pronto el metal. Daba la sensación de que alguien le disparaba con un láser. Entonces vio que, en el otro lado de la calle, contra el mismo muro donde le habían dado a Fillmore, era alcanzado el soldado Peter Neathery. Estaba tumbado disparando su ametralladora M-60 cuando empezó a gritar y a rodar por el suelo conforme se sujetaba el brazo derecho. El soldado Vince Errico lo reemplazó en la ametralladora, y unos segundos después dejó escapar un grito. También a él le dieron en el brazo derecho. Los dos, él y Errico se hallaban en aquellos momentos tumbados en el suelo y quejándose de dolor. Era evidente que el lado derecho del muro cercano al cruce, el lugar donde habían matado a Fillmore y donde habían herido a los dos hombres era un punto clave para el fuego enemigo. Pasar por allí era pedir un disparo.
La bala desgarró el bíceps a Neathery. Sangraba profusamente. El doctor Richard Strous examinó la herida con calma mientras Neathery levantaba la vista hacia Thomas.
—Maldita sea, sargento, espero que me manden a casa por esto.
—¿Duele? —preguntó Thomas.
—¡Joder, si duele! Pero estoy bien. Creo en Dios.
—Eso está bien —dijo Thomas—. Él también cree en ti.
Thomas se hizo cargo de la M-60. Se puso a escudriñar el lado oeste, buscando desesperadamente al tirador que se la tenía jurada. Floyd y el especialista Melvin Dejesus hacían lo mismo desde su punto aventajado en la sombra. Floyd estaba angustiado. «Nos van a matar como a moscas», pensaba. Con un ruido seco, cayó un casquillo de latón en la calle, delante de ellos. Debía de haber rodado del tejado de hojalata de la casa donde ellos estaban apoyados. Quienquiera que estuviera allí arriba, tenía una clara visión sobre los hombres apostados en la soleada pared este. Floyd se puso de pie. No era tan alto que pudiera ver arriba del tejado, pero podía alcanzarlo con su SAW. Colocó el arma más o menos paralela a la azotea y lanzó una larga ráfaga. Oyó un sonoro estrépito y un grito. Cesaron los disparos procedentes de aquella dirección.
Alguien más disparaba desde un patio situado al sur. Thomas había agotado toda la munición de la 6o que quedaba, ya había arrojado una granada en el patio, y Floyd y Dejesus lanzaban ráfagas hacia allí sin resultado alguno. Veían enormes fogonazos procedentes de una pared baja hecha de ladrillos con arbustos en su interior.
—¡Utiliza la LAW! —gritó Floyd.
Thomas tenía un lanzagranadas desechable sujeto a la espalda, pero como era tan ligero y se utilizaba poco resultaba fácil olvidar que se llevaba.
Miró a Floyd de forma interrogativa.
—¡La LAW! ¡La LAW! ¡En la espalda! —gritó Floyd a la vez que le señalaba la espalda con un gesto.
Las cejas de Thomas se alzaron de modo teatral, perecía estar diciendo: «¡Oh, claro!».
Se desabrochó la correa que sujetaba el tubo, lo extendió y pulsó el disparador. El cohete convirtió el patio en una bola de fuego. El sargento Watson vio que Thomas, el mismo hombre que tan preocupado había estado por Fillmore unos minutos antes, se alegraba del disparo. Había resuelto su problema. A Watson le dio que pensar lo muy resueltos que podían ser los hombres y, al mismo tiempo, la gran capacidad de recuperación que tenían.
* * *
El especialista Mike Kurth ayudaba a vendar a Errico y vio caer una granada que luego pasó rodando delante de él. Lo primero que llamó su atención fue la estela de humo, después la forma de la piña en el suelo, al lado del montículo que ocultaba a Collett.
—¡GRANADA! —gritaron varios hombres al unísono.
Todos ellos, Kurth, Errico, Neathery y el enfermero Strous, se arrojaron al suelo y rodaron sobre sí mismos lo más deprisa que pudieron. El soldado Jeff Young se echó hacia atrás para agarrar a Strous y apartarlo de en medio, pero la explosión arrancó al enfermero de sus manos.
Cuando explotó, Kurth se notó arrojado con fuerza al suelo y algo parecido a un resplandor de calor y luz detrás de él. Estaba en el lugar adecuado. La onda expansiva pasó por encima de él. Notó su sacudida y su calor, y el sabor amargo y químico de la ignición, pero en los instantes frenéticos que siguieron a la explosión, movió brazos y piernas y vio que no estaba herido. Los demás muchachos podían no haber sido tan afortunados. Collett, sin duda alguna, estaba muerto. Antes de que se dispersara el humo, Kurth se incorporó con movimientos vacilantes.
—Strous, ¿estás bien? —preguntó. —Sí.
—¿Neathery? —Sí.
—¿Errico? —Sí.
—¿Young?
—Estoy bien.
Dejó a Collett para nombrarlo el último.
—Sí, amigo, estoy bien —contestó su amigo.
El montículo de la calle había dirigido la explosión hacia arriba y, por consiguiente, la había alejado de él.
A Strous le había entrado metralla en la pierna y a Young un trozo en la bota, pero aparte de esto todos estaban ilesos.
Un poco más abajo en la pendiente, en el lado soleado de la calle, más allá de una chabola de hojalata que sobresalía de una de las casas, el capitán Steele aún estaba en el suelo con el segundo en el mando, Lechner, y su operador radiotelefónico, Atwater. El sargento Hooten se hallaba en la puerta de un patio interior a unos tres metros a la derecha de Steele. Daba la impresión de tratar de llamar la atención del capitán.
Floyd vio el cañón de un M-16 que sobresalía de una esquina un poco más abajo en su mismo lado de la calle y que apuntaba a los dos oficiales ranger.